jueves, 13 de diciembre de 2007

Mirando hacia atrás y dado el seguro interés de al menos la gran mayoría de los lectores (tres mil o cuatro mil diarios, por redondear, tres o cuatro confirmados) creo que es el momento de recapitular y de escribir una autobiografía. Mi autobiografía. Comencé a darle vueltas hace un tiempo pero no tenía demasiado claro como darle forma. Quería que de algún modo fuera el final y el principio, el alfa y la omega de algo, aunque no tenía muy claro de qué. Un círculo que se cierra, una serie que termina, una vieja y una nueva vida, otra perspectiva.

Una autobiografía es siempre arrogante, petulante, supone que el lector tiene interés en conocer la vida del que la escribe (eso en el caso de que realmente sea auto, la mayor parte de las veces es un trabajo por encargo disfrazado de originales memorias). Es un canto a la vanidad más pueril, así que lo primero era pensar un buen título, “Autobiografía” sin más no sonaba lo bastante altanero. Pensé en relacionarla con el nombre de este rincón en el que se cumplen ahora dos años que el que esto escribe vomita sus letras (con mayor o menor fortuna), pero no era lo suficientemente soberbio. “Diario de un cosmopolita cáustico”, “Memorias cáusticas de un cosmopolita”, “Confesiones cosmopolitas de un cáustico”, “Vida de alguien cáusticamente cosmopolita”... no me convencían en absoluto. Tal vez “Reminiscencias, remembranzas y evocaciones del Cosmopolita, narradas en tono cáustico, incisivo, punzante y mordaz” resumía mejor el sentido final de cualquier autobiografía... pero aunque era lo bastante pretencioso, también era un título eterno. Finalmente, casi sin darme cuenta, encontré el título perfecto: “Opus 100”. Por un lado el latinajo resultaba bastante fatuo; por otro el 100 era un número redondo que se correspondía con precisión al número de entradas de ínfulas literarias de la página; por un tercero (aunque quizá solo a los aficionados, otro punto más a su favor, un toque de misterio para iniciados) remitía a la vez a las colosales obras de la antigüedad (Bach, Händel, etc.) y al moderno y futurista, pero sobre todo también grande, Asimov y sus Opus 100 y 200; por un cuarto era corto, conciso, exacto, escrupulosamente sonoro. Así se quedó.

Empecé a escribir e iba ya por los doscientos cincuenta folios cuando me di cuenta: las autobiografías no piden permiso a los secundarios (de lujo siempre, son los que enmarcan si es que no son los verdaderos protagonistas, causa y efecto de lo escrito, de lo narrado por aquel que se sabe lo bastante importante como para describirse desde la más absurda complacencia, claro está) para citarles, nombrarles, ningunearles la mayoría de las veces. Yo no podía hacer eso, demasiada gente no me habría perdonado jamás tal dislate. No podía nombrar a alguien (contar pormenores, cotillear en suma) sin pedirle autorización y no estaba dispuesto a recorrer países y décadas para rogar consentimientos, de modo que empecé a recortar.

Comencé por quitar nombres de personas y lugares, al principio los sustituí por iniciales pero después los taché del todo: unos ciento cincuenta folios quedaban. No era suficiente. Cualquiera que me conociera o los conociese sabría igualmente de quienes estaba hablando. Anulé referencias entonces, suprimí sucesos, enmascaré otros, novelé el resto: cien folios aproximadamente. Leí y releí, castrador en mano. Lo narrado era familiar, conocido, doméstico. Demasiado. Era un problema y grave además. Me dispuse a eliminar todo lo que pudiera acercar al eventual lector a la realidad más real, en tanto en cuanto implicara a otros. Lo hice y volví de nuevo a leer los folios que me quedaban (unos ochenta). Era precioso. Ochenta hojas llenas de “Yo” y sus más comunes formas de engreimiento: los muy ególatras “mi”, “mío”, “mí mismo”, algún muy poco frecuente “nosotros”, etc. En resumen, una gigantesca paja literaria, suficientemente onanista como para satisfacer los egos más crecidos. El ataque de vergüenza propia y ajena que me sobrevino me impulsó a convertir el texto en una obra narrada en tercera persona. Pronto me di cuenta de que no se puede hacer una autobiografía en tercera persona, no tiene sentido, no resulta. No es creíble. Volví a la narración en primera persona, regresé al “Yo” eludiendo cualquier otra persona. Traté, eso sí, de obviar el autohalago innecesario (muy pocas veces lo es, pero éstas sí lo eliminé) y de esa forma dejar que fuera el propio lector el que permitiera que esa adulación (tan justificada) llegara a su mente e incluso al posterior comentario. Creo sinceramente que lo conseguí.

La última (tal vez la más importante) dificultad que me encontré fue que los folios que aún me quedaban, no más de sesenta, estaban repletos de sucesos sin el más mínimo interés salvo para mí. Seguramente eran el resultado de una vida corriente y moliente, sin altibajos ni grandes epopeyas, sin tragedias ni épicos sucesos, es decir, como prácticamente cualquier vida y desde luego como casi todas las autobiografías (salvo las que no dejan de ser novelas más o menos acertadas disfrazadas de diario, pero eso me interesaba aún menos). De manera que cercené todo aquello que me pareció fútil, soso o simplemente poco estimulante o nada divertido. Cayeron montones de frases, párrafos enteros, páginas y más páginas repletas de naderías. Podé y podé, talé decenas de hojas, arrugué unas, rompí otras. Poco a poco fui quedándome con lo fundamental, lo básico, lo primordial. La esencia misma de mi vida, el principio y el final de todo, como decía al inicio. El desenlace no podía dejarlo, no podía escribirlo sin inventármelo, era y es desconocido para mí. Y el principio, bueno, mi fecha de nacimiento aparece en mi D.N.I.

Ahora sí estaba satisfecho: una hoja en blanco me contemplaba desde la mesa. Esa es mi vida realmente, sin rechazar nada de lo pasado pero con el blanco delante, así es como debe ser: todo o casi todo por escribir, por relatar, por sentir y por vivir.


domingo, 2 de diciembre de 2007


Rojo y negro, par e impar, dados cargados y expertos tramposos. Rubella escribe epitafios en hojas secas que después hace pedacitos entre los dedos. Un chino con cara de pocos amigos (más bien ninguno) prepara bebidas en un rincón y yo apuro mi enésima copa. El dinero huele fuerte al pasar de mano en mano, hoy es mi noche. Alrededor de la mesa, algunos viejos tahúres lloran trampas pasadas y futuras, les pican los ojos con el humo pero mantienen el tipo como pueden: fueron profesionales. El papel de las paredes recuerda la sangre vertida y sirve de inspiración a Rubella. Me guiña un ojo y subo el envite. El ciego de mi derecha ve la apuesta y se reparten más cartas. Sé que están marcadas, nadie juega limpio, ya no, pero Rubella ha hecho el gesto y la mano es mía. Un carnicero de hoja oxidada se lleva al ciego. Los perros le siguen, famélicos, hoy cenan caliente. Cada vez quedamos menos. Le chisto al chino, corre con un vaso y lo deja a mi izquierda. Bebo un sorbo y espero a que repartan más cartas. Somos cuatro de una docena. Los gritos de agonía del ciego son la perfecta banda sonora. Rubella ríe, demasiado alto, destroza otra hoja seca con sus uñas pintadas de rojo oscuro. Sabe que es el premio final pero no la molesta, en absoluto.

Trío de jotas. Picas a mi derecha, posible escalera enfrente. El gringo de la izquierda se tira. Se levanta y deja su estúpido sombrero pasado de moda en la mesa de atrás. Apuesto fuerte, me descarto y espero que la suerte se ría como Rubella. El de enfrente no va y Picas se lo juega todo. Huele a farol. Carcajada. Veo. Pierde. Otro para la habitación de al lado. Demasiado fácil. El gringo vuelve y pedimos más copas. Saco un cigarro y Rubella lo enciende con su ojo izquierdo. Acordamos que sea la última mano. El niño da cartas. Nos descartamos, se descartan, yo estoy servido. Todas las fichas en el centro de la mesa. Levanta primero el gringo, luego yo y finalmente el otro. El gringo pierde los nervios y tira la mesa de una patada. Le hago un gesto al chino para que recoja las fichas y salgo del tugurio con Rubella agarrada por la cintura. Hace frío afuera y una finísima y gélida lluvia nos va empapando poco a poco. No necesitamos siquiera mirarnos. Nos espera el amanecer que no había querido asomarse antes. La luz baila con las gotitas de agua. Exprimiremos el tiempo, hasta el mes que viene no hay más partidas.

miércoles, 28 de noviembre de 2007



Los finales tienen la extraña costumbre de coincidir con otros principios. Así, el último interludio tenía que cerrar el círculo iniciado con el primero, igual que las estaciones están en pleno proceso de cierre y apertura ahora mismo.

Y es hoy, nunca en otro momento, cuando releo y veo y siento y oigo y pienso. Y es hoy, ese hoy que es pasado y presente y futuro, todo junto, cuando sin arrepentirme me cuesta entender que motivó el primer interludio.

Tal vez el frío (inesperado por muchos, jamás entenderé la razón) entumezca neuronas sanas. Tal vez fueron tiempos tan pasados que ya se olvidaron. Tal vez sea yo el que no quiera recordar determinadas sensaciones.

Y el invierno ya muerde de madrugada y ya se empiezan a ver los alientos de los parroquianos por las calles y la pátina de hielo en los coches. Y se acerca la Navidad y con ella, por desgracia, entre un ochenta y dos y un ochenta y siete por cierto de las ocasiones de ser imbécil y de parecerlo. Y se terminará el año, otro año, y pocas cosas habrán cambiado (quizá ninguna, quizá a peor) y empezará otro, con sus nuevas ilusiones y sus propósitos de enmienda que terminarán en frustraciones y en excusas hipócritas. En fin, nada nuevo. Ni nada demasiado viejo.

E igual que termina el año, terminan los interludios. El siete es un buen número para cerrar un círculo y, en esta ocasión, será así. Algún número tenía que ser, no tenía sentido ni prolongar indefinidamente ni postergar un final que en la punta de mi lengua dormía desde hace tiempo. Cogeré el lacre de sellar labios y dedos y almas y lo pondré tapando la cerradura del cajón de las palabras y los entreactos. Así será.


viernes, 23 de noviembre de 2007



Era de cristal. Bueno, casi de cristal. Era transparente pero no frágil. La textura de su cuerpo era la misma que si no hubiera sido transparente. Los médicos se habían hartado de repetirles a sus padres que era un problema grave (y muy raro, rarísimo, incurable) de ausencia de pigmentos, pero que todo lo demás era idéntico a lo esperado. Es decir, su piel no contenía nada que le diera color, ni su sangre, huesos, músculos, vasos, órganos, nada de nada. Sin embargo no tenía que tomar ninguna precaución especial, en ningún sentido. Era, finalmente, un tema puramente estético.

Por lo demás, era un niño normal, absolutamente normal. Jugaba, veía televisión, comía y dormía como cualquier crío de su edad. También era constantemente humillado, insultado y vejado por sus compañeros de clase como cualquier otro. Creció por tanto como crecemos todos, con frustraciones, alegrías, tristezas, ilusiones... pero con mucho más maquillaje. Su madre se esforzaba en maquillarle tratando de darle un aspecto “natural”. Tinte para el pelo y para disimular cejas y vello invisibles. Mangas y perneras largas prácticamente todo el año, al menos en público. Guantes y gorro de finales de septiembre a primeros casi de junio. Y se hizo un adolescente que había pasado mucho calor pero que fue capaz de adolecer aproximadamente como cualquiera.

Conoció chicas, muchas chicas, pero en el sentido bíblico no había conocido nunca a ninguna, hasta que “la única” entró en su vida. Se enamoró, tan perdidamente como era de esperar, tan irreflexiva e impetuosamente como lo hemos hecho cualquiera a esa edad. Los primeros encuentros fueron a través de Internet –no hay mejor disfraz que el anonimato absoluto- pero llegó un momento en el que resultó imperativo el contacto real, la visión a la cara, el roce en la piel. Evidentemente su mayor preocupación no fue el cómo sería ella sino el cómo reaccionaria ante él. Sabía que era alguien lo bastante especial –o así quería creerlo-, alguien lo suficientemente extraño, lo justo de raro, lo exacto de excepcional, así que se puso sus mejores galas, se pintó como siempre (hacía tiempo que había aprendido y los resultados habían acabado siendo notables) y se marchó al lugar elegido.

Todo fue bien, demasiado bien tal vez. No hubo reproche alguno (sí sorpresa, pero esa pasó rápido), no hubo vergüenzas esta vez. A la chica no le disgustó nada o no lo demostró, que a la larga es diferente pero que en los primeros momentos viene a ser lo mismo.

La vida se encargó de mantener unido lo que parecía imposible y Felicidad (la esquiva, la de los cuentos de hadas aunque estos no acaben bien) terminó de hacer lo correcto, regaló lo imprescindible y se hizo la estrecha cuando tenía que hacérselo. El chico de cristal y su musa lo aceptaron así y supieron encontrarse siempre. Envejecieron juntos, como habían estado desde que querían recordar y al final (siempre hay final, para todo y para todos) no tuvieron de qué arrepentirse. También, en algún punto temporal difuso de su vida, la común, la deseada, tuvieron hijos. Hijos normales en todo y seguramente desdichados, no supieron verse por dentro.

miércoles, 24 de octubre de 2007


Han pasado nueve años. No sé si son nueve años menos o nueve años más. No sé si son importantes, si son los más importantes, pues no sé ni los que quedan ni cómo van a ser. Probablemente no han sido como esperabas, o no he sido, para ser exacto, como esperabas. Probablemente te he decepcionado muchas veces, no sé tampoco si demasiadas. Probablemente de haber podido elegir, habrías elegido mejores años, más tranquilos (o menos), más desahogados, más felices. Probablemente habrías cambiado muchas cosas, muchas situaciones poco deseables que el devenir de los tiempos y la convivencia han ido deparando. Probablemente aún hoy cambiarías muchas cosas, modificarías otras, mejorarías algunas, pulirías, limarías, alisarías o domeñarías muchas actitudes, muchos gritos (siempre a destiempo), muchas ausencias.

Han pasado nueve años. No sé si me hacía una idea, ni como era esa de exacta (en el caso de haber existido previamente). No sé si han sido buenos para ti, si han sido malos, si han sido regulares. Probablemente yo habría podido hacer muchas cosas de otra manera, de otro modo, con otras premisas y seguramente otras consecuencias. Probablemente hasta este en tantas ocasiones ridículo texto, estas letras absurdas, podría (podrían) haber sido distinto, otro, mejor.

Han pasado nueve años. No sé si tú piensas lo mismo, probablemente coincidiremos en algo, probablemente no en todo. De lo que estoy seguro, absolutamente, con la seguridad que da la memoria, con la certidumbre de lo recóndito, de lo profundamente vivido, visto, oído y sentido, con la convicción que da lo interno, lo cordial, lo cardíaco y lo racional, cerebral, con la fe y el convencimiento de lo sabido pero intuido, de lo que es innegable e indudable porque sale hacia fuera y no depende de nada más que de si mismo, es de que no cambiaría ni uno sólo de los mil y pico meses, de los varios cientos de miles de horas, de los incontables segundos, de los nueve años (en definitiva) que hemos pasado juntos. Ni por nada ni por todo.

lunes, 22 de octubre de 2007



Me descubro trasnochando y deseando que por una vez la luna no abdique esta noche. Las horas pasan sin dejar rastro y estamos terminando el año. Recuerdo la fina lluvia y el frío y el dolor y dejo que la sensación se deslice entre mis dedos como el humo. El futuro está ya cerca, cada vez más cerca y se podría decir que es casi pasado ya. Dulzor intenso en el ojo izquierdo y soledad en el derecho, bizqueo imperceptiblemente y pienso en ayeres a sabiendas de que es absurdo pensar en ellos.

Miro atrás y Misantropía se hace cargo, ella nunca exige nada: ya nadie exige casi nada y no lo echo de menos. Hoy he decidido elegir mi soledad acompañada, lejos de multitudes y de sangres más o menos cercanas y cerca de lo que realmente quiero y deseo. Miro mis pies y los descubro centros del universo, del conocido al menos. Nunca los planetas estuvieron tan lejos, nunca las almas tan encima.

Río fuerte y algunas personas giran sus cabezas pero no me ven, nadie me ve, me he vuelto transparente como hielo fino, frío como el fuego y desnudo como la cuerda de una guitarra. Puedo volar, sé que puedo volar pero no lo intentaré hoy. Tal vez más tarde, cuando la luna finalmente se rinda y se jubile, se retire lejos y vuelva a estar solo.

miércoles, 17 de octubre de 2007



Pregunté por ti y el salitre me contestó con una bocanada seca y salada. Pregunté por ti cuando llegué al mar y las gaviotas se reían de mí dando vueltas en el aire. Pregunté por ti, sí, lo hice aunque me había prometido que nunca caería tan bajo. Porque te echaba de menos, me dije y eso justificaba todo lo demás, incluso aquellas preguntas sordas y cobardes, que al fin y al cabo sabía a quién debía preguntar si de veras quería encontrarte. Me resultó más cómodo el saberme esforzado, el engaño estúpido (al final todos los engaños terminan por ser autoengaños, no engañamos a nadie aparte de a nosotros mismos) de sentir que había hecho todo lo posible.

Me senté en la soledad de la playa norteña en invierno, mirando el ir y venir perezoso de las olas olvidadas durante meses. Y me solacé en la sensación de pérdida, en la compasión (al final todas las compasiones son autocompasión, nadie se compadece ni más ni mejor de nosotros que nosotros mismos) y en la seguridad que da el dolor profundo. Observé el horizonte difuminado en la neblina que lo desdibujaba todo y lloré hasta no diferenciar el sabor de mis lágrimas y el de las salpicaduras marinas.

Me aferré al recuerdo de tu risa, a la memoria difusa que se empeña en empañar lo bueno disimulando y camuflando lo menos placentero hasta que es demasiado tarde, hasta que cuando te abofetea ya no puedes ni esquivar el golpe. Me agarré con ambas manos a la evocación de tus labios y tus ojos y tus manos y tu piel. Me sujeté al pasado (al final todo lo pasado es superfluo aunque duela y queme y rasgue y rompa y sangre) sabiendo que no volvería a tenerte jamás entre mis brazos y supe que ya no me importaba. Esa certeza fue la que me destrozó del todo.


miércoles, 10 de octubre de 2007



Eres luna, eres noche, eres la Venus del verde río verde oculta entre algas que cantaba el maestro de la joroba de mentira.

Eres cielo, eres Eva, eres nube, eres la que sueña la energía que hace soñar, lo dulce y lo antiguo, lo auténtico.

Eres fuego, eres materia, eres tierra, eres la Gaia de las teorías, la diosa de las azucenas.

Eres siempre. Eres mujer, eterna.


lunes, 8 de octubre de 2007



La soledad que has encontrado no es la que buscabas, por eso te duele el alma de recuerdos de días pasados. El olvido, siempre amenaza, invade tus sueños tratando de conquistar tu mente, es de caramelo caliente y sólo esperas que no sea demasiado pegajoso, que no se agarre demasiado a tu cerebro y que te deje respirar.

Elegiste tú el retiro, para pensar decías, para centrarte, para quitarte de encima el ruido. Y el ruido va contigo, lo llevas dentro, te asfixia si le dejas. El ruido nunca es totalmente externo, yo lo sé, tú ahora lo sabes.

domingo, 7 de octubre de 2007



Llevas tu alma como si fuera de otro. Te vistes de luz y atardeces, todos lo hacemos, no hay para tanto. El día del final, del ocaso último, nos va a alcanzar en algún momento, que no sepamos cuándo en absoluto implica que podamos esquivarlo.

Cubres tus anhelos con pudor prestado. Disfrazas tus pensamientos aunque sabes que el alma se mide por la altura de sus deseos. No es tarde para ambicionar, nunca es tarde para conseguir lo que se quiere. Siempre es el momento de intentarlo.

martes, 25 de septiembre de 2007


Me despierto cada día con la sensación que debo pararme un poco, mi vida se hace últimamente de comida rápida y deseos urgentes. He de juntar los pies, cerrar los ojos y pensar en todo y en nada al mismo tiempo. Si creyera en el yoga o en la meditación trascendental o en alguna zarandaja seudoriental de esas, debería juntar pulgar y corazón y musitar ensimismado, destrozarme las rodillas en imitaciones florales imposibles o dedicarme al tai-chi de todo a cien. Si fuera fan de Sánchez Dragó debería ponerme de ayahuasca o de peyote y alabar las virtudes de algo lo bastante misterioso como para hacer lubricar a sus muy liberales (neo supongo, la derecha de siempre reciclada entre comillas, nada que ver con el auténtico liberalismo) y menopáusicas seguidoras.

Resulta que ni me interesa la versión occidental del orientalismo ni soporto al de las gafas medio caídas, así que sólo me queda (y no es poco) centrarme en lo mío, tararear alguna canción de Brel o Cave o Cohen o Bowie o quien sea y no necesariamente en ese orden, ponerme en ambiente y pensar, pensar y pensar. Y sentir, sentir y sentir. Sin más.

Llegará octubre y confío en que desaparezca el sol tras alguna nube de una vez por todas, se recuperen las charlas en bares de dudosa estofa llenos de humo hasta los topes y con rincones especiales, el sudor veraniego (y pre- y post-, claro) se vaya por dónde vino y el cielo llore lágrimas reptilianas para que pueda volver a reír al salir a la calle. Y no sólo cuando me deje la canícula.

lunes, 24 de septiembre de 2007


He decidido dejar de fumar. Es una decisión que me ha costado un tiempo considerable tomar, numerosas horas, días, meses dándole vueltas, innumerables toses mañaneras y muchos síndromes de abstinencia al despertar de madrugada. Pero estoy decidido, de hoy no pasa. Tiraré cada paquete y cada cigarro a la basura. Y eso que estoy de acuerdo con lo que decía la canción aquella, la que luego reinterpretaron los de la liga protabaco, esa de que fumar era un placer sensual. Y ciertamente lo es. También el juntapalabras dedicaba una canción, Gracias Tabaco, al extendido vicio. Pero, ¡ay!, fumar tabaco hoy no se lleva. Atrás quedaron aquellos machotes de Marlboro que cabalgando al sol poniente se hartaban de humo; aquellos Bogarts que con una mirada y con una calada lo decían todo; incluso aquellas mozas fatales, con boquilla larga y lánguida expresión, que invitaban al desenfreno decadente tras nubecillas azules, también pasaron de moda. En la era de lo light, del consumo rápido y supuestamente saludable (nada mejor que timar al personal con palabros aparentemente técnicos y tan vacíos de contenido como de virtudes), del hedonismo chorra (si somos hedonistas, lo primero no debería ser la salud –menos aún si no es cierta- sino el placer) y del culto al cuerpo, todo lo que no sea políticamente correcto no tiene cabida.

Por supuesto, podemos seguir conduciendo coches cada vez más potentes (y aún hoy, muy contaminantes) y bebiendo sin parar (el vino y la cerveza escondían virtudes que no conocíamos, miré usté por dónde) siempre y cuando no combinemos ambas actividades, no sea que le costemos más dinero al estado del absolutamente necesario. Y ahí es en el fondo a dónde íbamos: nuestro buen padre, el Estado, no se preocupa por nuestra salud, se preocupa por la pasta que a la larga los fumadores le costaremos. Pasta que, grosso modo, sin hacer demasiados números, estamos pagando cada día con cada cajetilla que consumimos en esa moderna forma de latrocinio que son los impuestos indirectos.

Dicho lo anterior, me parece bien que se prohíba fumar allá dónde pueda causar una molestia a cualquier no fumador e incluso, en determinados sitios, aunque esa supuesta molestia no esté demasiado clara: lugares de trabajo dónde todos los que comparten espacio son fumadores, bares que ídem de ídem, etc. También es evidente que fumar tabaco no es bueno. En realidad no es que no sea bueno, es que es malo malísimo para la salud. Las probabilidades de terminar padeciendo diferentes formas de cáncer, enfisemas pulmonares, problemas respiratorios y cardíacos de todo tipo y un largo (larguísimo) etcétera, aumentan con cada calada, con cada cigarrillo, con cada paquete y con cada cartón. La lista de aditivos perjudiciales de cualquier mezcla comercial de la sagrada yerba es tan acojonante como interminable. Así que es obvio lo diabólicamente nefasto de su consumo. Por todo eso me he decidido a dejarlo. Ya está bien de subvencionar despachitos de altos, medianos y pequeños cargos. Ya está bien de no poder correr la Maratón. Ya está bien de ser incapaz de subir más de un par de tramos de escaleras sin asfixiarme. Ya está bien de estar comprando papeletas (y décimos y tiras completas) de Loterías La Guadaña.

Aunque la verdad, sí lo pienso fríamente, nunca me ha preocupado demasiado el tema de los despachos de nadie (se los van a decorar igual con los impuestos que me quiten en cualquier otra cosa) jamás me ha apetecido correr la Maratón, vivo en un bloque con ascensor y cuando se es jugador empedernido (el tabaco nunca fue mi único vicio) algunos cupones de más o de menos poco importan. Además, qué coño, me gusta fumar. Voy a encenderme un cigarrito, que a estas horas siempre apetece.


viernes, 14 de septiembre de 2007


Me encanta despertarme pronto y bajar a la playa antes de que se llene de gente, justo en esas horas cercanas al amanecer dónde solamente algún pescador despistado y algún corredor de ojos legañosos hollan la arena. Es entonces, y prácticamente sólo entonces, cuando el mar, al menos el cantábrico lo hace, canta para mí. Para mí y para cualquiera que sepa o quiera escucharlo.

Canta una canción larga, pero no demasiado; se va prolongando en el tiempo, va subiendo y bajando en una dulce letanía de olas y espuma. Es una canción triste pero no demasiado; provoca una cierta melancolía, pero sin llegar a la lágrima. Es una canción a veces violenta y a veces dulce, pero siempre urgente, siempre intensa, modulada en siglos de arte solitario. Tiene un timbre que rola entre el violín y la guitarra, con su ritmo de tambor algo borracho, cansino pero exacto. Armónicos que suben y bajan explicándolo todo, sintiéndolo todo.

La canción que cantan las olas es un tango de madrugada, dolor en la oscuridad, sabor añejo y un poco amargo en el fondo de la garganta. Es un vals de media tarde, algunas veces, rítmico y decadente como una copa de oporto. Es un blues en un garito oscuro y lleno de humo, uno de esos que te atenazan por dentro y que no puedes dejar de tararearlos ni después de terminarse.

Cuando el agua se arremolina y lame la arena sientes como esas notas se retuercen evocándolo todo, los pies mojados se hunden un poco y el abrazo se hace más íntimo. En cierto modo, solo en cierto modo, se parece al sexo: en cada embate, en cada golpe de mar, en cada ida y venida hay un gemido, una fusión carnal, una caricia compartida. Termina siendo la canción que no acaba, la poesía final; la nota perfecta, la melodía justa.

martes, 28 de agosto de 2007


Hubo un tiempo que algunos recordamos con cariño y otros simplemente no saben que existió, en el que la gente decía que las bicicletas eran para el verano. Hubo un tiempo en el que en cualquier zona de playa podías ver (incluso ser arrollado si no tenías cuidado) a un buen montón de chavales subidos en esa especie de caballo perdedor con ruedas. Fue un tiempo de juventudes compartidas, de adolescencias cooperativas, de comparaciones odiosas y de amigos y de calle y de aventuras estivales. Un tiempo de sentimientos amplificados, de llantos desgarrados y risas de las que dejaban agujetas en la boca. Un tiempo de nucas erizadas casi por nada, un primer beso, una mirada, una frase robada... No fue, seguramente, un tiempo objetivamente mejor, ni siquiera desde dentro, aunque se recuerde con sonrisa torcida y nostalgia en el fondo del alma.

Hubo un tiempo en el que ese dudoso medio de transporte era el vehículo de cien mil sensaciones a pesar del incómodo sillín y del chirrido agónico de la cadena. Un tiempo de carreras arriesgadas, de viajes imposibles, de morrazos y golpes y brechas y moratones inconcebibles hoy en día. Un tiempo en el que la inconsciencia era la hermana pequeña de la diversión y no había ni tantos psicólogos infantiles ni niños traumatizados por tener alguna cicatriz de más (al contrario, el número de marcas era importante por lo que tenía de currículo vital). Un tiempo en el que los amigos jurábamos con sangre lo incontestable e infinito de nuestra relación (veinte años sin verlos ni casi recordarlos no me han hecho olvidar aquellos pactos) y te echabas novias de las de pasear de la mano y besar en la mejilla como summum de la más pecaminosa lujuria.

Hubo un tiempo en el que por ir a por el pan te jugabas la vida en cada curva de cada imposible carretera, llena de baches y de coches sin airbag. Un tiempo en el que las chucherías se concedían con cartilla de racionamiento y las play station eran cien por cien plástico y sin pilas. No había tantos juegos pero te divertías igual o más. Fue un tiempo bonito aunque duro y los que lo vivimos esperamos poder leer recuerdos de este tiempo dentro de otros tantos años (por parte de los que ahora recorren ese camino tan iniciático, tan de Kerouac en el fondo). Ya sé que siempre se tiene la percepción de que cualquier tiempo pasado fue mejor (los “good old days” aquellos). Ya sé que se magnifica lo relacionado con la infancia y, en general, casi cualquier recuerdo lo bastante lejano en el tiempo. Sé todo eso, sí. Pero es que hubo un tiempo en el que la felicidad absoluta no dependía de dineros ni de clases, no dependía de colores ni de envidias. Se disfrutaba de lo que se tenía, sin mirar a los lados ni hacia atrás, sin pensar en mucho más allá de un momento concreto. Sin dudar tanto, joder.

Hoy no es así. Ya no hay bicicletas infantiles ni adolescentes por las calles. Si quieres que te atropellen dos ruedas movidas por tracción animal, únicamente te queda el recurso del deportista imbécil con su casco de diseño o del dominguero feliz. Nada que ver. Por eso quizá los niños ya casi no sonríen. Por eso quizá ha cambiado el tránsito de chaval a adulto: sólo quedan o niños de cuarenta años o adultos de doce. Por eso a lo mejor esa bicicleta estaba ahí. Por eso a lo mejor nadie le hacía demasiado caso.


lunes, 27 de agosto de 2007


La maternidad, aunque sea buscada, siempre te pilla por sorpresa. Da igual lo “preparado” que creas que estás o las intenciones que tengas. Siempre es una sorpresa. El estado de estupor dura unos segundos (más o menos, según cada quién) y después llega todo lo demás. La alegría se mezcla con la angustia en proporciones variadas y el nudo en el estómago creo que no depende del sexo del sorprendido. Es obvio que no es igual ser padre que madre, ni siquiera es igual saberse padre que saberse madre, de hecho envidio desde lo más hondo el ser madre. Me parece -desde fuera, cerca pero externo- milagroso, maravilloso prodigio debe ser, el sentir como algo crece dentro de ti, se mueve y provoca aluviones de sentimientos y sensaciones. Creo que hay pocas experiencias únicas, muy pocas, poquísimas, que sean por ellas mismas capaces de cambiarte la vida, de volverla del revés, de hacerte empezar de nuevo tantas cosas. Hay pocas experiencias tan hábiles, tan expeditivas a la hora de dar vuelcos a las cosas, tan diestras como para convertir todo lo anterior en accesorio y lo futuro en continua sorpresa. Evidentemente esa nueva vida capaz de convertir las demás en igualmente nuevas lo hace con ambos progenitores, pero es en la maternidad donde las cicatrices y los cambios son más profundos, los vínculos más estrechos y todo lo que esto conlleva.

Hay escépticos, siempre los hay, que podrán razonarlo (de hecho lo harán) como consecuencia la mar de lógica de la cascada hormonal. Todo es química, al fin y al cabo, todo es lo ineludible de la ciencia obstétrica y ginecológica. Todo no es más que una preparación puramente animal y evolutiva para ese fin supremo de la especie, esa necesidad de perpetuarse. Sí, sí, sí y más sí. Lo que quieras. Pero no deja de parecerme increíble la maternidad. Increíble que con todos los millones de cosas que pueden salir mal, casi siempre salga bien. Me dirán que un porcentaje muy alto de las veces que sale mal pasa desapercibido incluso para las madres, un casi siempre bastante relativo por tanto. Y tendrán razón, pero aún así, me parece fantástico cuando todo va bien.

No conozco en mis carnes lo que supone esa suerte de parasitismo elegido, no conozco en mí mismo lo que ha de ser notar por dentro una patada, un giro, un movimiento inesperado. No conozco desde dentro lo que se siente al dar a luz, la experiencia del embarazo ni la del parto en sí y aunque sí he tenido la inmensa fortuna de sentir manitas abrazando tus dedos, primeras sonrisas -y primeros abrazos, besos, palabras, pasos, llantos, etc.- y todo lo que puede llegar a ser la paternidad (por lo menos en lo que se refiere a los primeros años), envidio con dolor casi la Maternidad. Porque esa sí debe llevar mayúscula siempre, porque esa sí concierne, sí cuenta, sí es importante. O Importante, realmente.


miércoles, 22 de agosto de 2007


Agosto se acaba -que Dios lo tenga en su seno mucho tiempo- y da la sensación de que con el mes terminan muchas más cosas. Si los seres humanos tuviéramos los dedos de frente que nos suponemos, el uno de septiembre debiera ser cada año, año nuevo. Pero no, preferimos inventarnos ese enero que realmente no significa el comienzo de nada.

Agosto se termina casi como llegó, con meteorología un poco impropia, agradablemente inadecuada. Se inicia una nueva etapa, un nuevo año en mi mí mismo, con un buen saco de renovación bajo cada brazo y la ilusión en el entrecejo. El ceño, habitualmente fruncido, se relaja anticipando; pierde la arruga casi perpetua augurando comienzos y celebrando finales que espera sean olvidados en el baúl que nunca debió ser abierto.

Pandora me felicita cada noche por las decisiones tomadas (aunque sean compartidas) y el cielo se cubre de esperanza. Solo falta la lluvia, la tormenta de sabor añejo, que termine de limpiar lo manchado y deje su regusto fresco y nuevo. Terminará por llegar también, supongo.


martes, 21 de agosto de 2007


Anoche tuve un extraño sueño. Otra vez, otra visión, otra imagen, otro sueño. En esta ocasión, fue todavía más extraño: durante el propio sueño era perfectamente consciente tanto de que estaba viviendo una experiencia onírica como de una especie de deja vu rarísimo que me hacía pensar que eso ya lo había soñado. Tal vez los colores coincidentes del cielo y de la tierra me recordaban la alucinación de la rubia de la camiseta rosa. No me sorprendí al verla de nuevo por allí, claro está. Llevaba un peinado diferente y otra camiseta, esta vez sin lema alguno, pero la sonrisa enloquecida era inconfundible.

Algo más había cambiado de todas formas. Algo en cierta forma imperceptible, como si el panorama fuera el mismo pero a otra hora del día, tal vez la luz... Otros personajes pueblan el horizonte, no hay ya carreteras, no hay perros, solo se repite la rubia y los colores, más o menos. Como con un zoom raro, distorsionado, la imagen se acerca hasta ocuparse con calles y edificios, ladrillos y adoquines de acera...

Cocodrilos enormes lloran con desidia asomando sus cabezotas por las bocas de las alcantarillas. Un niño, dos niños, tres niños, atados con cuerdas flotan por el cielo como los globos de la tonada estúpida, un viejo desdentado sujeta el amarre. La rubia mira a los lados de la calle, parece que espera algo que no llega; me arrepiento de no haber hablado con ella antes, hoy no habrá posibilidad. Lo sé sin saber por qué.

Mademoiselle Televisión atrona desde alguna parte o puede que desde todas partes, es difícil estar seguro. Su querido esposo, Mr. Aburrimiento, dormita en su sofá de eskay desgastado. El viejo de los globos infantiles tropieza él solo y los niños se elevan en el pesado aire estival. La rubia ríe fuerte, se acerca al viejo y le patea con furia desatada. Los cocodrilos se ocultan de nuevo tras infectar su pesar a un sauce cercano. De repente se produce un silencio incómodo. Todo el mundo deja lo que está haciendo y miran hacia el mismo punto. Una nube oculta el sol y con ella el sueño bruscamente termina. Enciendo la vida y comienza el primer día del comienzo de todo.


lunes, 20 de agosto de 2007


El mar o la mar. El mar masculino, superficial y tan sutil como un mármol renacentista, refugio y razón de sombrillas y crema para el sol, de top-less indecentes (no por mostrar sino por las cualidades de lo mostrado) y niños y cubos y palas de plástico. Grial de clases medias, incapaces de apreciar nada. Mar macho, arrogante para mal, presumido en el absurdo, mejor cuanto más caliente, superior cuanto más en calma, preferido mejor muerto. Amparo de tanto imbécil, resguardo de ánimos planos, lisos, sin voluntad ni categoría.

El mar. O la mar. La mar, femenina, ella, es olas y es adioses. Es espuma en la arena, es sal en la boca y en alma. Es belleza, es el nudo en la garganta, es el deseo y la lujuria. La mar, hembra hambrienta, como madre da la vida y como vieja zorra, que también lo es, la quita. Rompe y pare, engendra y asesina por igual. Dos monedas con muchas caras y muchas más cruces. Una vieja idiota de baba blanca, la furia y la calma, la sal –siempre la sal- y el sudor. La esperanza y el verdugo escondido tras la esquina, la mar, siempre la mar, siempre elegible, norteña y salvaje, por desatada y furiosa, por viva.


lunes, 13 de agosto de 2007


Anoche tuve un extraño sueño. Era como si mirara a través de una ventana y pudiera contemplar todo el mundo a mi alrededor, sólo que no había ventana. El cielo naranja y el suelo turquesa daban al escenario un raro aspecto cromático, una ilusión onírica, una paranoia similar a las inducidas por algunos alucinógenos.

Perros atados con longanizas corrían de aquí para allá, ladrando, saltando unos encima de otros y empeñados en devorar los suculentos collares de los adversarios. Una chica con una camiseta fucsia y un lema en el pecho (“fuck me, I´m famous”) trataba en vano de detenerlos. El sonido llegaba a mis oídos amortiguado, como debajo del agua. Cansada de correr, la chica se sentó a observar el panorama. Pronto los perro se hartaron de longaniza y empezaron a morderse unos a otros. La sangre corría verde por el suelo y el ruido iba en aumento. La chica sonreía excitada y un hilillo de baba caía al suelo desde la comisura de su boca entreabierta.

La carretera humea calor en la distancia al derretirse lentamente el asfalto con el sol de agosto y los coches, como lentos y pesados insectos se desplazan con rumbo desconocido. Un accidente cercano convertía atasco en infierno de aire acondicionado y conversación vacía. Desde mi posición era imposible distinguir entre las diferentes radiofórmulas sintonizadas, los cláxones impacientes y las imprecaciones de los conductores. El asfalto se derrite poco a poco y va engullendo automóviles, conductores y suegras. Niños chillones y malhumoradas –e insatisfechas- esposas gritan su desconsuelo. La calzada se lo traga todo como las putas de los anuncios de prensa. La chica de la camiseta rosa levanta la vista y ríe fuerte. Los perros vomitan trozos de carne y pelo.

El sueño se desvanece lentamente como vino, sin hacer ruido. Despierto y en ese duermevela espectral trato de dormir de nuevo, de recuperar el sueño. Tengo que hablar con esa chica, no puedo dejarlo para otro día.


martes, 24 de julio de 2007


Duele la rutina como si no pudieras aferrarte a ninguna otra cosa; suerte que parece que el verano se ha quedado en el Mediterráneo más tiempo de lo previsto porque el cóctel hastío-estío este año se me antoja insoportable. Recuerdo cuando Enero cicatrizaba charcos en las calles sucias del centro y me angustia pensar en lo que queda para que se repita.

Fumo sin parar y parece que la nicotina, el alquitrán y el benceno –sobre todo el benceno- me enseñan el mundo que me-nos rodea. Es el de siempre pero parece más negro.

Deseo que la rueda dé otra vuelta y otra vuelta más para ver que toca después, aunque mucho me temo que será muy –demasiado- parecido.


lunes, 16 de julio de 2007



¡Bienvenidos sean, señoras y caballeros, niños y niñas, al fabuloso mundo del circo, donde dar un paso en falso puede significar la muerte!

¡Bienvenidos sean al mundo de los perdedores, de los desposeídos, de los monstruos de feria!

No se pierdan al niño que buscó durante años a su madre y que al encontrarla se enteró de que ella era la que le había abandonado.

Disfruten ya del incomparable espectáculo de la niña que quiso ser modelo de pasarela y terminó drogadicta terminal. Ahora sí que está realmente delgada.

Podrán contemplar, en rigurosa exclusiva, al imbécil que regó flores con su propia sangre y se las entregó a su amada... ...para ser rechazado por esta, claro.

Sorpréndanse con la joven inválida. Atrévanse a arrojarla cosas, ella intentará esquivarlas y no siempre lo conseguirá.

Y ¡cómo no! También tenemos payasos. De todo tipo además.


viernes, 13 de julio de 2007


Alicia vive a este lado del espejo, donde las sombras existen y son largas y negras. Donde los conejos no usan reloj y las cartas –y sus personajes- son inanes y no van por ahí asustando a nadie con decapitaciones. Donde los sombrereros locos no se plantean si deben matar o no al Tiempo y los gatos, sean estos de dónde sean, no hablan más que en maullidos que sólo los iniciados –y Alicia indudablemente lo es- comprenden. Donde las orugas no dan consejos ni aunque se les pidan y por supuesto no fuman en pipa. Donde las tortugas son auténticas y lentas, muy lentas.

Alicia vive a este lado del espejo, donde las maravillas oficiales tienes que comprarlas y a las regaladas no se les da importancia. Donde los países y sus absurdas fronteras son demasiado dolorosos para demasiadas personas y donde ya no quedan casi barcas en los ríos y donde ya apenas se venden sombreros de verdad y donde las tortugas vienen de Florida y donde las orugas se usan para construir urbanizaciones.

Alicia vive a este lado del espejo, pero le gustaría cruzar al otro. Al lado de las nubes de colores y de las setas gigantes. Al lado de las estrellas en el cielo y el sol de primavera. Al lado de los animales casi humanos y de los humanos animales. Al lado de los sueños y los deseos cumplidos. Al lado de las praderas interminables y el olor a pino. Al lado claro, al lado fresco, al lado dulce.

Alicia piensa que ayer era otra persona y no se equivoca. Ayer fue niña, ayer fue inocente. Ayer fue otra persona, sin lugar a dudas. Ayer Alicia no lo sabía todo, no lo creía todo y no le dolía nada.

Alicia cree que el mundo que le rodea podría ser mejor, lejos de solidaridades mal entendidas y de ayudas al tres por ciento de interés. Pero en esto Alicia sí yerra, porque el mundo es tal y como cada persona quiera verlo, como cada persona quiera que sea.

Alicia es una optimista y por eso confía en que ahora, en su ahora, sea todo distinto, quizá no mejor ni peor, pero sí distinto. Alicia se mira en su espejo, uno de esos grandes espejos que ya no reflejan tan bien y que están un poco gastados de mirarse. Intenta ver cómo es al otro lado, le duelen los ojos de forzarlos en ver más allá, solo consigue verse a sí misma. Alicia se mira en su espejo y espera y espera y espera. Entonces comprende, rompe el espejo y se mira por dentro.

martes, 10 de julio de 2007


Hace tres cuartos de hora que espero que el tren se ponga en marcha. He llegado pronto, normalmente me gusta llegar con tiempo a los sitios, odio esperar tanto como hacerme esperar. Voy sentado, solo, al lado de la ventanilla. Madrugada entra en el vagón y se sienta a mi lado. Lleva un extraño bolso lleno de estrellas pequeñitas, casi invisibles, me dice al ver que me fijo en ellas que crecerán cuando el tren arranque.

Nos ponemos en marcha y la perspectiva lejana ya de la ciudad que dejo atrás, sus luces y sus recuerdos ocupan mis pensamientos. Madrugada sigue sentada, parece tranquila. En silencio la miro y, como había prometido, las estrellas de su bolso del color del cielo se hacen cada vez más grandes y brillantes. No quiero preguntarle nada, no quiero hablar con nadie. Cierro los ojos e intento dormirme. El traqueteo y el ruido leve y sordo del metal en las vías, metal contra metal, me ayudarán. De repente se abre la puerta del vagón y Pesadilla se sienta en el asiento de delante. Saluda sin mucha convicción y procuro no hacerle caso. Empieza su cháchara insustancial, no me deja dormir. Le pido, amablemente, que se calle. Parece que me hace caso. Al rato, se levanta con cuidado -supongo que para no despertarme- y sale del compartimento.

El viaje continúa. Mi dormir inquieto (unos pocos minutos de sueño combinados con gotas de despertar intranquilo y hielo de cansancio) se ve interrumpido. Primera y única parada. Bajan unos pocos viajeros que rápidamente se pierden en el andén vacío. Nadie sube, nadie más coge este tren. Se ve que me tocará recorrer el resto del trayecto con mi rara compañía.

Intento conciliar de nuevo el sueño. Madrugada también, aunque el resplandor de su bolso se lo pone difícil. A mi no me molesta, desde que conocí a Raso, no he hecho más que echarla de menos. Pienso en ti como no podía ser de otra forma, también te echo de menos. Apoyo mi cabeza en el hombro de mi silenciosa acompañante y me duermo con tus ojos en mi descanso, tu aliento en la piel y tus labios en el alma.

El tren ha llegado a su destino. Al despertar, lo primero que me llama la atención es que la luz que lo llena todo no es blanca, tiene un cierto aspecto color hueso, como sucio, eso que llaman blanco roto, supongo. Me siento en un banco que encuentro vacío y espero una comunicación que me confirme un trasbordo. Aún no sé si es así, no sé si el viaje continúa o si he llegado al final y solo esta luz eterna me acompañará en lo sucesivo. Quizá se apague y no quede nada o tal vez haya otro tren para mí, otro destino. En breve me enteraré. Tendré paciencia.

viernes, 6 de julio de 2007


- ¿No las habías visto?
- No. Nunca. No me había fijado.
- Pues están por todas partes. Siempre han estado ahí. Desde que llegamos.
- No lo entiendo. ¿Por qué nos siguen?
- No nos siguen. Nos rodean. Están. Se mueven, van y vienen, nunca se acercan. Solo están.
- ¿Y si lo hicieran?
- Si hicieran ¿qué?
- Acercarse. Puede ser peligroso...
- No creo que lo hagan. Han tenido muchas ocasiones para aproximarse más y no lo han hecho. Estate tranquilo.
- No puedo estarlo. Me dan miedo.

Las sombras que se alargan con la caída del sol son tan equívocas como los ruidos desconocidos. No importa cuánto tiempo haga que conoces su existencia ni lo racional que seas: al final en el fondo de tu mente siempre te queda la duda. Siempre está la sensación –certeza- de qué es más lo ignorado que lo sabido, lo ignoto que lo estudiado. Resulta muy molesto, por muy escéptico que se sea, ese extraño convencimiento que tantas veces te resta valentía.

El miedo es otro seguro compañero de la oscuridad. Es genético, es casi inherente al ser humano (por no decir a cualquier ser vivo). Ese miedo, denso y pastoso, irracional, que te agarrota, que te eriza el vello, que te acelera el latido. No es concreto, no es por tanto explicable, no se puede conjurar. El pavor que te abre los ojos al máximo, que te provoca escalofríos y sudores, que te despierta en medio de la noche, que se te aferra a los tobillos y tira fuerte, muy fuerte.

- ¿Sabes qué son? ¿quiénes son?
- Ni idea. Sé lo mismo que tú. Pero no tengas miedo, de verdad, no nos harán nada.
- No sé por qué estás tan seguro. Dices que no sabes qué son...
- Y no lo sé. Pero no me preocupa lo que no conozco.
- Tú siempre tan práctico...

¿De qué sirve preocuparse de lo que no se conoce? ¿para qué angustiarse si ese agobio no solucionará nada? Pues porque no es algo pensado, previsto ni que se haga para resolver nada. Es inevitable. Por desgracia lo es.

- Y si no te preocupan, ¿por qué huimos todo el tiempo?
- Pues porque sé que nos buscan, sé que andan detrás de nosotros, aunque a lo mejor esas siluetas no tienen nada que ver. A lo mejor son sombras solo, que sé yo, el sol y los árboles, el viento juega a veces de forma caprichosa. Aún así, es mejor que no nos quedemos quietos.
- ¿Quién nos busca? ¿por qué?
- De sobra lo sabes. No quiero explicarlo de nuevo.

Tres meses huyendo por el bosque, comiendo lo que el mismo bosque decide regalar, bebiendo cuando es posible y siempre corriendo. Al final del camino, los árboles son amigos, la hierba fiel compañera de cama y los escasos animales con los que se cruzan se reparten entre motivo de inquietud, camaradas de desdicha y proteína pura.

- No hemos hecho nada malo.
- Lo sé. Pero no todos pensamos lo mismo y ahora déjame en paz un rato, no quiero seguir hablando.

El no poder charlar con nadie genera difíciles conversaciones, dualidades imposibles y una cierta y necia lucidez. O sabia, según se mire. La soledad, cuando es profunda y real, no ayuda en nada. Cuando el fin está cerca, la única forma de combatir el esparto en la lengua y en el alma es dirigirse a quien quieres y a quien te quiere. Cuando el fin está cerca, no queda nadie más.



- Ahí está. Ya le tenemos.
- Espera, no quiero que falles. Espera... ¡Ahora!

El primer disparo golpea la pantorrilla derecha derribándole. El desertor se levanta a duras penas e intenta seguir corriendo. La segunda bala entra por la espalda, destrozando columna y sueños, seccionando médula y libertad, talando carne y vida. Cae al suelo, todavía no muerto y se arrastra pesadamente. Sus perseguidores (sus asesinos, sus verdugos, han tardado mucho tiempo en encontrar razones, en infundirse más que valor, causa real) esperan pacientemente a que todo acabe. Y todo termina, como terminan las esperanzas. Solas.

martes, 3 de julio de 2007




Si es cierto que tienes el corazón teñido de rocío.
Si es verdad que llevas en tu voz el epitafio de un suicidio.
Si es seguro que quieres abrigar la nieve con los labios.
Si es innegable que sientes la locura en el alma.
Si es dudoso que desees hacer de lo intangible, novedad.
Si es mentira que percibas el aullido de los locos.
Si es falso que necesites sufrir para amar.
Si es mentir, decir; penar, sentir; amar, golpear; fingir, morir.

Entonces, eres.

miércoles, 27 de junio de 2007


Me despierto a la sombra y miro las nubes viajar perezosamente por el cielo azul de verano. Nubes blancas y algodonosas que contagian su apatía desdibujada. Siento el suelo fresco de hierba bajo mi cuerpo y dejo volar la imaginación. Con la mirada perdida acierto a darme cuenta de que alguien se acerca: es un anciano de edad indefinida, entre el óxido y la mortaja. Cierro los ojos y dejo que pase de largo pero no lo hace.

- Se está bien aquí, ¿verdad?
- Sí. A la sombra sí.
- No hace tanto tiempo aquí no había ningún banco, ningún columpio ni nada de eso. Era todo monte sin más. Los niños no necesitaban tanto artilugio metálico o de madera para jugar y divertirse y los de aquí nunca hemos necesitado caminos para recorrer nada.
- Es verdad -le dije convencido de que me iba a arrepentir de dar pie a una conversación que no me apetecía en absoluto.
- Y tanto que es verdad –el anciano se iba animando-, tal y cómo te lo cuento. Es que hoy en día todo es demasiado fácil, todo se os da hecho, joder. Me acuerdo yo, cuando tenía tu edad –buena memoria tenía, eso es innegable, pensé-, llevaba ya un montón de años currando y viviendo solo y no como ahora que si por vosotros fuera...
- Pues lleva usted razón, supongo.
- Claro que la llevo. Entonces no había tanta televisión ni tanta mierda como ahora, que ves a cualquier imberbe por ahí con su camarita digital, sus cascos con música de esa machacona y su carísimo e imprescindible teléfono. Entonces no había ni fotos en color siquiera, ni nada de nada. Pero no creas que nos sobraba el tiempo, ¿eh?
- No lo creo, no.
- Sabíamos como disfrutarlo, el que nos quedaba, claro está. Yo creo que éramos más felices, aunque tuviéramos menos caprichos.
- Pues seguramente fuera así, no lo pongo en duda. Lo que pasa es que han cambiado mucho las cosas.
- Claro que han cambiado. A peor. Si recuperáramos la capacidad esa que teníamos, si fuéramos capaces de hacerlo sin perder lo que hemos ganado... Bueno, no te quiero aburrir más. Me marcho, pero no se te olvide lo que te he dicho, ¿eh? No se te olvide.
- No se me olvidará, no se preocupe.

El anciano se marcha y me quedo pensando. En cierto modo lleva razón (a pesar de la grima que me suele producir aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor), nos hemos aburguesado demasiado, nos hemos aborregado (como las nubes del cielo, en realidad) y hemos perdido el gusto por los pequeños placeres de la vida. Todo es aburrimiento y buscamos la felicidad en emociones cada vez más de mercado. Hemos olvidado lo que sentíamos cuando metíamos los pies en un charco, no recordamos –o apenas lo hacemos- las sensaciones sencillas, el placer en lo simple, en lo cotidiano. El salir al campo sin más pretensión que el disfrutar de ese campo, el charlar con amigos, el compartir una cerveza...

Me levanto del césped y marcho para casa. No dejo de darle vueltas a la conversación con el ochentón. No dejo de ver el brillo de sus ojos cuando él mismo recordaba su pasado. Pienso en juegos infantiles, en carreras, en bicicletas y en caballitos de madera. En cervezas en un parque, en risas, en conversaciones tan profundas como inútiles. En estériles discusiones, en amigos olvidados, en juergas pasadas. En cuanto llegue a casa cogeré los viejos álbumes de fotos y trataré de que no se quede todo solo en un mero recuerdo. Intentaré recuperar todo aquello o por lo menos no olvidarlo.

viernes, 22 de junio de 2007


Anoche cené filete de distancia con ensalada de adormidera y dos copas de nostalgia. El veneno de la espera se agarra con sus uñas pintadas de rojo oscuro, araña mi espalda y me tira del pelo. Cuento las horas, los minutos y los segundos porque imagino lo que me espera.

Echo de menos tantas cosas que no sé si me dará tiempo a disfrutarlas todas.

El cielo es azul y el mar está cerca pero mis pasos se encaminan al regreso. El lunes será otro día y luego muchos más, pero serán diferentes.

jueves, 21 de junio de 2007

Hajdu Tamas

De noche hay mariposas que juegan con flores secas y estiran su corta vida girando sin cesar alrededor de las luces que señalan el camino. Hay estrellas que caen a la Tierra en silencio, dejando su rastro de lágrima blanca en la cara de los enamorados.

De noche hay niños con fiebre que crecen y crecen ladrando su llanto a padres insomnes, vendiendo con rabia el silencio. Hay hospitales que no cierran para así sentirse útiles, curando a los enfermos y acabando con los sanos.

De noche hay perros que maúllan a la luna pidiendo permiso para agonizar un poco más, gritando su miedo a las calles de cartón. Hay ancianos que mueren solos de amargura, borrachos de ausencia y con la mente desquiciada por la edad.

De noche hay hojas que susurran secretos de alcoba, rasgando lo quieto e inspirando canciones de sed y cerveza aguada. Hay gentes que vagan su vagabundeo vago, aprovechando la ayuda de lo oscuro y sintiéndose vivos por un rato.

También hay mujeres que duermen la compañía de los amantes, rompiendo con saña los sueños de futuro. Y lámparas fundidas esperando ayuda y dulces que nunca lo fueron y también hay hombres que vuelven a casa danzando viejos bailes y cantando procaces canciones, pensando en pasados de madera podrida.

De noche nos uniremos y nos abrazaremos hasta caer rendidos por el sueño, haremos oídos sordos a los ecos de los gritos de los cerdos y uniremos nuestras manos, licuando piel y fluidos hasta ser sólo uno. Volaremos lejos, más allá de lo humano, menos allá de lo divino y cuando el amanecer rompa el hechizo, apedrearemos al hada azul de la morbosidad azucarada, seremos nosotros y nadie más, para siempre.

miércoles, 20 de junio de 2007


En el planeta de los árboles no existen mercados dónde te venden las bolsas. No hay nada que hacer más que contemplar a las hojas bailar con el viento y a la sabia vida hacerse savia.

En el planeta de los árboles los niños juegan con cuerdas de colores y, si te fijas bien, te das cuentas de que algunos lo son sólo por fuera. No hay sitio para el pensamiento adulto ni para el dinero ni para la prisa.

En el planeta de los árboles el fuego se lleva con uno y la ceniza no ensucia nada. No hay lugar para nada que no sea dejarse arrastrar por el murmullo de los brotes que renacen, inaudibles a partir de los tres años.

En el planeta de los árboles anochece de mentira y el rojo y el rosa y el naranja y el violeta jamás se fundieron tan bien con el verde oscuro. No hay espacio para no sangrar la herida de la distancia, para no evocarte con cada célula, para no sentirse sólo.

En el planeta de los árboles la brisa huele a ti y me hace echarte de menos. No queda nada más que dejar que los recuerdos inunden mi mente y me lleven lejos, dónde el océano se llama mar y dónde nunca es verano realmente.

En el planeta de los árboles no hay más que añoranza y belleza, belleza y añoranza. No resta nada por decir, por saber, por conocer. En el planeta de los árboles te esperaré de nuevo. Para recorrer sus sombras juntos.

martes, 19 de junio de 2007



En el centro de algunas ciudades (en la periferia también pero creo en menor medida) suelen acumularse personajes peculiares que, lejos del friki de turno, parecen tener la extraña afición de dar lecciones gratuitas y nunca solicitadas.

En el centro de una ciudad cualquiera (podría ser cualquiera aunque esté hablando de una muy concreta) quedan todavía personas que ya hace mucho tiempo de que hizo mucho tiempo que desaparecieron de listados oficiales, de ayudas y de censos y que quedaron únicamente para la conciencia colectiva.

En el centro de esa ciudad del norte de la que todo el tiempo hablo existe una persona que un día decidió hacerse personaje. Personaje tullido, una pierna le falta, que se apoya en un gastado bastón y que dedica su tiempo libre (todo el tiempo sería libre si no nos empeñáramos en esclavizarlo, aunque en este caso ese tiempo es más libre de lo habitual) a cortar el tráfico poniéndose en medio de la calle y retando a los coches (esas ratas metálicas que hacen de la calzada alcantarilla) a pasar por su lado, exigiéndoles enterarse de lo que demanda.

En el centro de esa ciudad, de la Ciudad, existe un personaje que acostumbra vestir pantalones cortos de color indefinido y camisetas con soflamas escritas a mano, con bolígrafo o rotulador, sin orden aparente pero con un mensaje claro. Un personaje de pelo sucio, desgreñado, pero con una barba ya cana y sorprendentemente cuidada dadas las circunstancias.

En el centro de la Ciudad conviven proclamas de todo tipo, la mayor parte de ellas vendidas al mejor postor, venga éste de dónde venga. La lucha de este héroe de segunda, tercera, cuarta o quinta es definitivamente estéril, tanto por lo que propone como por los medios empleados para hacerlo, pero tiene los ojos (esos sí los conserva inasequibles a las consecuencias que en el resto de su cuerpo ha tenido su estilo de vida) preñados de ilusión y cuajados de recuerdo.

En el centro de la Ciudad todavía sobreviven algunos actores dispuestos a que un paseo vespertino merezca la pena. Algunos de ellos (por más que parezcan el abuelo perdido del antaño célebre Cojo Manteca) dedican su vida a recordar a los demás que la lucha (que nunca tuvo color, a pesar de que muchos se empeñen en comprársela), por muy absurda que sea, por muy insensata, por muy incluso injusta, todavía puede ser un fin en sí misma. Antes se les llamaba idealistas. Hoy no existen más que para despertar sonrisas condescendientes o iras exageradas a los súbditos de la prisa moderna.

En el centro de la Ciudad todavía existen algunas mentes anormales (por preclaras) que se empeñan en que no se olviden determinadas cosas. Algunos dueños de esas mentes cortan el tráfico, otros pierden muñecas.

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Nota: El dueño de la pelea existe cómo existe la dueña de la muñeca. El primero cada tarde entrega un trozo de su vida sin pedir a cambio. La segunda vive rodeada de más muñecas de las necesarias y no juega con ninguna.


miércoles, 6 de junio de 2007

Foto de Avatar
Una noche, hace algunas ya, cogí al Rubio en brazos para llevarle a la cama. A la mañana siguiente, el crío que acuné se había transformado en una persona de metro veinte y pelo castaño. Asustado, corrí a mirar por toda la casa, buscando otros cambios, otras metamorfosis. Pero nada más había variado.

Aliviado, volví a su cuarto, nos sentamos a charlar y comprendí que tampoco en él había más cambios, seguían allí las preguntas con respuesta postergada –que no olvidada, no podría permitírmelo ni el ex-rubio me dejaría-, la metafísica, la nobleza. Seguía todo tal y cómo estaba la noche anterior. La risa, la sinceridad, la justicia, la lógica, el cariño... quizás fueran aún más pausadas, más reflexivas, más maduras, no podría asegurarlo.

El nuevo rubio, el Castaño claro de momento –viendo los antecedentes terminará Castaño sin más o Moreno pero poco casi seguro-, sigue despertando los mismos sentimientos que despertaba el antiguo y añade a su haber una renovada capacidad para la razón y la conversación encantadoras.

El Castaño claro sigue teniendo sus cosas propias de su metro veinte escaso, su inocencia, la ingenuidad intacta, la hidalguía esa que se olvida de adulto, la bondad intrínseca que se hace extrínseca, casi centrífuga cuando, por aspersión, la arroja sobre la Ex-Rizos o sobre mí o sobre su madre. En ese momento (y en los correspondientes y correspondidos abrazos y besos) la diabetes se dispara y la saliva forma charcos a mis pies, charcos eternos de cariño imperecedero.

Aunque cambie, aunque siga cambiando, será rubio per se y para siempre.

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A Jorge, por existir, por ser parte de razón primera.

jueves, 31 de mayo de 2007

Las manos que te regalan son como las flores que te acarician. Las sensaciones que provocan ambas son un tríptico de amor, dudas y deseo. Te das cuenta de ello cuando esas manos no te rozan o cuando no recibes más flores. Entonces, las echas de menos, más allá de lo que cuidaste el lienzo que componían. Entonces ya es momento de recordar en vez de disfrutar. Es momento de hacer trastabillar a las lágrimas con buenos ratos.

Yo te mandaría un ramo de dedos de mano cariñosa con lirios blancos para que te acordaras del mar y del viento y de la arena que pisabas descalza, dejándote lamer por ella. Te enviaría un manojo de besos con una orquídea púrpura en el centro para que te acordaras de los susurros, de las palabras y de los brazos que abrazan. Con una tarjeta, no podía ser de otro modo, en blanco: un acertijo facilito.

Las flores muertas –todas las arrancadas lo son, por cara que sea la floristería dónde las compras, por bonito que sea el parque donde las cortas- endulzarán tu entierro con su empalagoso aroma. Pero te habrás ido y de poco servirá el evocar tus días, tus ojos y tus labios. Te habrás marchado y mis manos no podrán ya retirarte el pelo de los ojos ni sentir palpitar tu cuello bajo mis dedos. Te habrás marchado pero sé, estoy seguro, que finalmente nos encontraremos en otro lugar, un sitio dónde las flores olerán a vivo, dónde el dolor será una risa en la distancia.


miércoles, 30 de mayo de 2007


Desayuno café con azúcar de sueños no cumplidos y tostadas de histeria con mantequilla de aburrimiento.
El coche me lleva solo, él también se ha acostumbrado.
Llegaré tarde hoy también y no pasará nada.
No me sorprende que tenga tantas ganas de trabajar.


martes, 29 de mayo de 2007



La Rizos sigue creciendo y cada vez tiene menos. Sigue con el pelo de estrella de juguete pero la tijera se ha llevado parte del apodo en cada mordisco. No tiene ninguna importancia, no será lo único que no dure siempre. Por desgracia.

Su lengua de trapo, sigue siéndolo, se ha hecho torbellino de ideas atropelladas y no para nunca. Si sueña a la velocidad que habla no me sorprende que tenga pesadillas. Por cierto, hay que tener el alma de hada para que los protagonistas de tan horribles sueños sean los ponis. Pero no animales que mueren o que muerden o que hacen daño de alguna forma. No, no: ponis en general, que por otro lado, despierta no le producen ningún temor. Pero es lo que tienen los duendes, que son así aún dormidos.

Se ha vuelto coqueta, con el tiempo y ya posa como la que se sabe buscada por un objetivo de cámara de amores correspondidos. Aún es caprichosa y se impone, por más que intentemos que no sea así. No le hace falta pero es pronto para que se dé cuenta.

Es dulce sin empalago e inteligente sin caer en la sobreactuación. Ensaya palabras, canciones, armonías. Se queda con lo que le gusta pero no descarta el resto. Es lista, lo bastante como para abrir más puertas de las que cierra, como para escuchar aún más de lo que habla.

Sus besos de cría pequeña hacen que mayo no muera en junio y dure para siempre. Saben a primavera y a piel limpia. Duelen de ausencia cuando no se prodigan y dejan la indeleble marca de lo que no te puedes permitir malgastar. Y puede estar tranquila: no la vamos a perder.

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A Marta de nuevo.


lunes, 28 de mayo de 2007


El hombre sin sombrero se abotona la gabardina a la luz de las farolas. Apura un cigarrillo y lo aplasta con el pie derecho, siempre con el pie derecho. Llueve despacio como el tiempo en un reloj viejo. El hombre sin sombrero encoge los hombros y sigue caminando. Sus pensamientos se diluyen y difuminan unos con otros igual que el agua disuelve el polvo del aire. Tiene la mente llena de barro y el paso decidido. No sabe cuánto rato lleva andando ni le preocupa. Evita paraguas y codos anónimos con los que ni siquiera intercambia una mirada, no ya una palabra. En alguna parte un violín aúlla dolorido y su chirriar se mezcla con el ruido de la lluvia y los motores –y algún claxon– de los coches que desafían atascos de vuelta a casa.

El hombre sin sombrero se concentra en su objetivo y observa. Fija sus ojos en algunas personas con las que se cruza –ellos tampoco llevan sombrero– y hace que rápidamente vuelvan la mirada y encojan sus cuerpos buscando calor ante el hielo súbito que les congela la espalda, de los riñones al cuello. El hombre sin sombrero es un tipo peligroso: eso dicen sus ojos azules y su piel curtida. Eso cuenta cada arruga que surca su cara, cada gesto. Es una impresión, nadie sabe nada. Nadie adivina qué esconde su mirada desafiante, qué ocultan las marcas de su cara. Nadie podría decir por qué es peligroso o incluso si solamente es un estremecimiento injustificado sin más.

Ya ha dejado de llover y la mujer sin nombre consulta su reloj. Intranquila se asoma a la ventana, buscando una señal, buscando un signo que la serene. “Me reconocerás fácilmente en cuanto me veas, no te preocupes” le había dicho el desconocido. “Las presencias son tan características como las ausencias”. Enigmático, lo bastante raro como para excitar su imaginación y lo suficientemente cotidiano como para no despertar sospechas.

La mujer sin nombre sabe a lo que viene el desconocido, por eso está preparada. Hace mucho tiempo que lo sabe, antes incluso de hablar con él por teléfono la primera vez, de ahí su seguridad. No hace que esté menos nerviosa pero ayuda a sobrellevarlo. Recuerda perfectamente cómo han sido otras citas: frías, distantes, tan lejos de lo soñado que dolería – dolería mucho – si no fuera porque hace tiempo que no espera realmente nada, aunque cada nuevo encuentro la haga pensar que será diferente.

La mujer sin nombre rememora aquel contacto inicial, no es difícil, solo han pasado unos meses. Agosto. Jueves por la tarde. Una de esas tardes de verano de calor sofocante. Una de esas tardes en las que el aire quema y el sexo resulta incluso refrescante, aunque sólo sea por la evaporación del sudor compartido. Está sola, así que de sexo -al menos compartido- nada de nada. Dormita en el sillón anestesiada por la fantástica televisión vespertina. Esos son los únicos programas que no cambian demasiado en verano. La tábula rasa cerebral del espectador medio a esa hora no permite bajar más el listón de calidad, como sí sucede en el resto de franjas horarias del día.

La mujer sin nombre se levanta del sillón y enciende su portátil y se conecta al mundo exterior, desnudo e indiferente a las necesidades ajenas. Abre algunas páginas, con desgana, buscando algo que la saque de la hastiada somnolencia que la maltrata. Sin querer, o queriendo, nunca se conocen bien los senderos del ánimo humano, llega a una página de esas en los que la gente intercambia opiniones y ciberfluidos. Un chat. Uno de esos – todos o cualquiera – dónde el nombre de las salas tiene la única función de saber en cual de ellas estarán previsiblemente los apodos con los que te has escrito anteriormente. Da lo mismo que la sala se llame “Camelot”, “Cine Actual”, “Cibersexo”, “Videojuegos” o “Cultura Con Ñ”. Todas son “Cibersexo”, con su mezcla especial de salidos intentando onanismos desesperados, chicas buscando lo mismo (las menos), chicas hartas de espantar a los primeros (las más) y un subconjunto del primer grupo haciéndose pasar por el segundo. La mujer sin nombre no busca nada de eso, tan solo remedio a corto plazo para una soledad nunca escogida y siempre difusa.

Al principio desconfió. Era extraño que recibiera el mensaje privado justamente en el momento en que estaba a punto de abandonar internet, en su enésimo intento de entretenimiento vacuo, toda vez que trescientos cincuenta y seis “hola k tal? K yevas puesto?” en sus infinitas variaciones, con más o menos faltas ortográficas, desaniman a cualquiera. Era raro que le llegara el mensaje en ese preciso instante, tan inverosímil como sus palabras: “Soy el hombre sin sombrero. Me gusta tu no-nombre. Espero que con el tiempo nos conozcamos lo suficiente como para desentrañarnos mutuamente”. Sin más. El mensaje destilaba una cierta arrogancia pero era tan distinto de todos los demás, tan seguro de sí mismo, que reprimió las ganas de no hacerle caso y contestó. Con recelo pero con curiosidad creciente, la relación entre ambos “carentes” (como le gustaba a él llamarla) fue desarrollándose. En un principio fueron tanteando temas bastante banales y descubriendo las muchas cosas que tenían en común: soledad, ganas de conocer a otra persona, hartazgo de ese mundo en el que se habían descubierto pero que no les había saciado antes en absoluto... por supuesto también tenían intereses culturales y de ocio comunes, pero esos – para un trato puramente epistolar – eran lo de menos.

Una noche, muchos ratos robados al sueño después, la mujer sin nombre se encontró un correo electrónico que de nuevo la sorprendió (e infundió miedo, todo hay que decirlo): “Hace tiempo dijiste que te gustaría que nos fuésemos conociendo poco a poco, por partes, sin prisa. He pensado tomarte la palabra en lo de por partes: envíame una fotografía de una parte de tu cuerpo, la que quieras, la que más te guste o la que más odies, en la que se vea sólo esa parte. Yo haré lo mismo. Besos, el hombre sin sombrero”. Dos semanas estuvo sin atreverse a enviarle nada.

El hombre sin sombrero se desliza entre las casas del barrio viejo. Recorre las aceras, demorándose lo menos posible. Busca una calle, un piso, una ventana con la señal propuesta. Por un momento duda. El hombre sin sombrero no tiene miedo –nunca lo ha tenido- pero le intranquiliza el pensamiento de que quizá se haya equivocado: a lo mejor no es la cita correcta, no es la persona adecuada. Lleva un tiempo buscando y ahora que parece que la ha encontrado, no desea tener que volver a empezar de cero. Sabe que quien le espera no siempre fue tan decidida. Le costó un mundo dar cada paso y esa mezcla de timidez vencida y pudor olvidado le excita y le preocupa al mismo tiempo. Espera que a última hora no se eche atrás, no lo ha hecho antes (aunque la intranquilidad y la duda le ha acompañado todo el tiempo) y no tiene porque hacerlo ahora, pero...

El hombre sin sombrero recuerda también las primeras fotos que intercambió con la mujer sin nombre, las dos semanas que estuvo esperando recibir la primera, la emoción al mirar esa imagen, nada erótica pero asombrosamente explícita: un dedo corazón, extendido en una mano cerrada. Un gesto fácil de interpretar equivocadamente, una expresión que parecía ser la primera y la última entrega de la anatomía de su propietaria. Pensó que se había enfadado, que aquella fotografía sería lo más que obtendría de ella. El texto que acompañaba el envío tampoco ayudaba demasiado: “Ahí tienes. Espero que disfrutes mirándola tanto como yo haciéndola”. Tan escueto, tan frío. Pero se equivocaba. Había sido una pequeña broma, al día siguiente recibió otra foto muy parecida, prácticamente igual pero con la uña mordida. Y como texto: “la uña mordida es el resultado de no recibir respuesta, por no recibir la tuya, la respuesta prometida”. Con una carcajada, el hombre sin sombrero fotografió su brazo izquierdo y lo envió.

Tras darle muchas vueltas, la mujer sin nombre decidió enviar las dos fotos del dedo corazón, con la inquietud de si, cuando las recibiera, el hombre sin sombrero entendería la broma. La imagen del brazo izquierdo resolvió el enigma. El problema es que ahora esperaría una nueva foto y al haber roto ya el hielo, esa segunda era mucho más difícil. El hombre sin sombrero había enviado su brazo, ¿qué pretendería a cambio? La mujer sin nombre optó por recurrir al fetichismo más común o a uno de los más comunes: los pies. Desnudo el derecho, con tacón fino el izquierdo. Uñas pintadas de sangre y vértigo en punta.

Y, de ese modo, poco a poco, por partes como estaba acordado, los dos desconocidos fueron explorándose paulatinamente, sin prisa. Sus conversaciones fueron haciéndose más profundas, más íntimas y personales y al mismo tiempo que desnudaban sus cuerpos y se enviaban el resultado, fueron despojando sus almas de artificios y enviándoselas también en trozos cada vez más grandes. La mujer sin nombre no podía evitar imaginar, con cada fotografía, como sería físicamente el hombre sin sombrero y con cada vez más frecuencia -y más pasión- satisfacía su deseo masturbándose y recreándose en el uso que se le podría dar (cuando el sexo es simbólico y se humedece en el icono, más irreal, más morboso se vuelve el pensamiento) a cada porción recibida, tanto de la mente como del cuerpo del extraño. Hasta que llegó el momento del primer contacto real, la primera llamada de teléfono, la primera conciencia de que detrás de unos dedos (y de unos brazos, unos pies, piernas, torso, sexo) había una persona de verdad. Con todo lo que eso tiene de atemorizador y excitante, de difícil y de apasionante. No tardaron mucho más en concretar una primera cita que sería en casa de ella por razones que ninguno de los dos se explica. Tal vez es importante para que la mujer sin nombre se sienta más segura –piensa él-, tal vez implique un esfuerzo extra que demuestre que se va en serio –opina ella-.

El hombre sin sombrero llega por fin a la calle que busca. Se respira el olor a tierra mojada tan característico de después del chaparrón. Se han formado algunos charcos sin importancia que darán juego a los críos del barrio mañana. Ha terminado de hacerse de noche y, aunque no es demasiado tarde, la gente ha optado por recogerse en sus casas. La televisión, tan nutritiva en estos tiempos que corren, sustituye más de una cena y muchos ratos de compañía. También cercena soledades o al menos las aplaza para el día siguiente. El hombre sin sombrero sabe que a poco que se dé bien la cosa, no necesitará hoy del frío aparato, ni para consumir su incomunicación elegida ni para conciliar el sueño.

La mujer sin nombre sigue asomada a la ventana. Desde abajo no puede vérsela pero continúa vigilante, sin perder detalle de cada persona que se acerca a su portal o que deambula por la calle. En el último rato el número de ambos tipos de transeúntes ha disminuido radicalmente y ahora mismo resulta francamente sencillo mantener la vigilia. Aún persiste el temor que la ha acompañado estos días, desde que se concretó la cita hasta hoy. No es tanto miedo porque pueda pasarla algo; de una forma tan estúpida y ciega como infantil, confía en el desconocido. No le cree mala persona, no le espera peligroso. Nadie que se dedica a descuartizar desconocidas es tan retorcido ni tan elaborado como para hacerlo partiendo de un plan como el que les ha llevado hasta donde están. Nadie tan loco o tan enfermo oculta tan bien sus verdaderas intenciones. Nadie tan psicópata es capaz de las ternuras susurradas acariciando teclas que la mujer sin nombre rememora una y otra vez. O en eso confía, eso se repite en una especie de mantra desquiciado –todos lo son en realidad-, en un bucle de repetición sin fin, evocado para proporcionar seguridad. El pánico que le atenaza el estómago es a que las cosas no vayan bien, a que no funcionen como espera, cómo ella querría que lo hiciesen. Es un miedo mucho más pedestre, mucho más real, que le congela las entrañas y le anuda la voluntad. ¿Y si después de todo no le atraigo lo bastante? ¿Y si a pesar de las fotos no respondo a la idea que se ha hecho de mí? ¿Y si a pesar de los meses de conversaciones, no le caigo bien, no “conectamos”? ¿Y si a última hora... Hay mil preguntas, quinientas cincuenta y tres dudas y sólo dos posibles respuestas.

La mujer sin nombre no cree estar enamorada. ¿Cómo se puede una enamorarse de alguien sin conocerle más que por correos electrónicos? El hombre sin sombrero no es más que una voz al teléfono, unas palabras más o menos bien escritas en una pantalla, un apodo bastante absurdo después de todo, una pila de fotos en un disco duro (e impresas en papel muchas de ellas, incluso hay una “reconstrucción” casi de Shelley escondida en un cajón del dormitorio, con papel celo en lugar de costurones quirúrgicos e imaginación haciendo de rayo donador, de relámpago creador de vida). No es nada más que eso. Nadie podría enamorarse de una idea, de una entelequia en el fondo, de un auténtico desconocido, del que no se sabe cómo piensa en realidad, cómo siente, cómo se mueve, cómo huele. No, la mujer sin nombre no está enamorada y un desconocido se acerca a su portal con una gabardina mojada. Un desconocido alto, bastante alto, con dos ojos azules lavados a la piedra que miran un segundo hacia arriba, hacia la ventana dónde otros ojos menos vaqueros, castaños, más de otoño, escrutan la oscuridad rota por la luz que baña la entrada al portal. Un desconocido con la piel curtida y una caja en una bolsa. Un desconocido que lleva esa bolsa como si fuera un regalo, una bolsa, una caja, con forma de sombrero, aunque eso no podría jurarse en la distancia. No, la mujer sin nombre no está enamorada, ni mucho menos, no podría suceder semejante cosa dada la situación. Si pudiera ser eso lo que siente, quizá el miedo le impediría abrir la puerta al llamar el desconocido, quizá no estaría dispuesta a verse –sentirse- rechazada otra vez. Quizá si fuera amor no querría arriesgar ese sentimiento -bastante puro, bastante platónico en el fondo- por el temor a no ser correspondido, quizá se comportaría con la inmadurez del que rechaza para no exponerse a ser rechazado. Pero no, no está enamorada, se repite a sí misma una y otra vez. No está enamorada pero no abre la puerta. No contesta a las llamadas, trata de esconderse del mundo, de huir al interior, de fingir su ausencia, pero una sombra en la ventana la delata. El hombre sin sombrero ve esa sombra y comprende. Lo comprende todo. Deposita con infinito cuidado, con enorme delicadeza, la bolsa al pie del portal y se marcha. Ni una sola vez mira atrás pero en sus ojos –al igual que sucede tras la ventana que le observa, roja de cobardía, enmudecida de vergüenza- comienza de nuevo a llover con la cadencia del aguacero. Y una nueva arruga marca sus caras, envejecidas por tormentas pasadas, por chubascos sucesivos.



Nota: La fotografía de este post está extraida de www.petekarici.com

martes, 22 de mayo de 2007



Soy yo, sí, ese soy yo. Soy el ala de cera de un Ícaro alcoholizado y escéptico, la espina en la garganta, la que no se traga con miga de pan, la llama de la vela que no se apaga soplando, que no reacciona ante el apretón de dos dedos desconocidos. Soy el grado extra, la nube que cambia de forma, la luna nueva, la luna llena que crece, que engorda, que se empapa de sangre en verano y se congela en invierno.

Soy yo, sí, aquel que recuerdas cuando los demás olvidan. Soy la onda de la piedra que cae en el río, soy el pez que no boquea fuera del agua y soy el légamo del fondo, el remanso estancado y el torbellino, la superficie metálica y la poza sin fondo. Soy raro pero conocido. Frecuente en lo infinito.

Soy yo, sí, la escalera del ático, el peldaño del patíbulo, la trampilla que se abre al ahorcado, la planta raquítica, la tierra estéril que recoge su semen. Soy la escayola del ánimo, la sortija del divorciado, el fruto podrido que decide no pudrir el cesto. Soy tus sueños, tu memoria y tu REM. Soy la lis del escudo, el blasón de tu alma, el león rampante de tu corazón. Soy todo eso y poco más.

Soy yo, sí, el idiota del centro de la foto desenfocada. Soy la arcada, soy la náusea, los dedos en la garganta. Soy una especie de Alex DeLarge de pueblo. Soy el vómito ante la violencia y la violencia al mismo tiempo. Soy la anorexia y la bulimia. Soy lo atávico, soy lo falso. La madera de la moneda, la avería sin garantía, la mentira. Soy el subidón de adrenalina del embustero. Soy el fraude, el robo del cleptómano, la euforia del timado que aún no lo sabe, el ojo ciego del sobornado. Soy todo lo dudoso, todo lo kitsch. Que coño, soy Las Vegas.

Soy yo, sí, la mala noticia, la arista que evitas. Soy el cáncer infantil, el alzheimer a los quince años, la aguja doblada, la espada sin filo del banquete de bodas. Soy la radio que nunca se sintoniza bien, el argumento inconexo de una aburrida película de supuesto arte y ensayo. Soy todo lo inútil, todo lo absurdo.

Soy todo eso, sí, todo eso soy. Soy lo que soy y soy así. Ten cuidado con lo que eliges.