jueves, 27 de abril de 2006

Foto de Jody Schiesser


Honor. Honor y gloria. Trincheras. Compañeros muertos, amigos casi, que ya no son. Poder. La vida en tus manos. En tus manos la vida ajena y la tuya, en el otro extremo del arma enemiga. Dolor. Muerte. Muerte por todas partes. El olor del miedo llena tus sentidos. Mezclado con adrenalina a partes iguales. El polvo en la nariz, el sudor haciendo que te lloren los ojos y el calor, maldito calor. Tras cada batalla, desinfectar las heridas del alma con otra botella más. No lo hace más llevadero, pero por un rato, olvidas el horror. Horror de una guerra sin sentido, como todas, pero ésta más, si cabe. Porque en ésta pueden matarte a ti. Recuerdas cada día, cada minuto, cada segundo, la imbecilidad de alistarte. Recuerdas lo que dejaste atrás, familia, amigos, barrio... La metralla a tu alrededor, la sangre y los trozos destrozados de aquel que hace un rato te pasaba el mechero para encender tu cigarro te devuelven a la realidad. Pero no te quedan lágrimas que verter. El barro de la trinchera se alimenta de ellas y ahíto como está de dolores foráneos, no admite ni una gota más. Miras al frente, tratas de no pensar y disparas. Como si el ruido de tu arma fuera a tapar el silencio que te envuelve por dentro. Disparas mientras piensas en lo que ahora se antoja tan lejos.



Amor. Amor y gloria. Sábanas de seda. Compañeros antes, en lo bueno y en lo malo, que puede que no sigan siéndolo. Las vidas prestadas, donadas, regaladas. Olor a mar, a hierba, cómo solo se percibe en esos momentos. La vida se arrastra a los pies de la cama, desbordada. La noche os arropa con su tenue manta. El calor no importa. Notas sus lágrimas rebasando sus ojos. Tus dedos recorren su espada desnuda, erizando la piel a su paso. Os miráis sin veros en la oscuridad de la alcoba. No os veis pero os sabéis. Os sentís allí. Os tocáis, acariciáis y besáis, conociéndoos a cada centímetro de piel percibida. Notáis el sabor salado del sudor emergente y os fundís en él. En uno sólo. El calor que os inunda se hace llama al contacto de la piel. Nada de afuera importa. Sabéis que puede ser la última oportunidad de estar juntos y os lanzáis al precipicio del placer compartido sin protección ninguna. Os entregáis por completo sintiéndoos en paz con el otro. El abrazo que dura, eterno, los labios pegados, con sal de deseo, las manos recorren cuerpos para el otro perfectos, en amplias caricias y los ojos se besan enfermos de amor.



Victoria. Hacia la victoria y hasta la victoria siempre. Es el objetivo final. Aunque la mierda y la sangre te rodeen por completo, aunque todo a tu paso sea desolación y muerte, aunque el salado del sudor y el llanto no se te quite de la garganta, aunque todo esté perdido o ganado (porque un soldado nunca sabe cual es la situación, probablemente si lo supiera no seguiría adelante), siempre hacia. El general, tu general, ese tipo malencarado que sólo da órdenes, te empuja en nombre del desprecio militar a la muerte. Disparas y te disparan, las balas silban su melodía hipnótica en tu derredor, caes y te levantas y caes y te levantas y caes y te levantas y caes y te levantas y caes, o te levantas. Sólo hay cuerpos caídos a tu alrededor, en medio del barro, en medio de ninguna parte. Tu cerebro se niega a estar más contigo y vuela y vuela y vuela.



Victoria se llamaba. La del pelo rubio, largo, lacio. La de las curvas sinuosas y llenas. La de los pechos generosos, las caderas amplias y la risa suave. La de los ojos hambrientos y la lengua inteligente. La de la piel insultantemente joven y el alma enrabietada. La de la mirada. Aquella era. Fue objetivo antes que propia. Fue cazadora cazada. Fue amada en silencio antes de que las palabras lo trajeran todo. Fue y siempre será. La amaste demasiado. Como aquella vez que sentisteis. Aquella vez postrera en la que os recorristeis los cuerpos. Aquella vez en que entre beso y beso, entre risa y risa, entre mirada y mirada os lo dijisteis todo. Aquella vez en que los colores del cielo se arrodillaron tras tus párpados y creíste morir, solamente para descubrir lo que era la vida. Indecente en lo lejano, sentiste su carne cerca, tan viva... Besaste sus ojos despacio, lamiste sus labios y, abriéndote paso en su cuello, borracho de ella, descendiste al resto de su cuerpo. Sus pechos se resistieron a la conquista hasta que cayeron rendidos. Y tú, deseando el deseo, delirando de anhelo los besaste, los lamiste tierno y fuiste el derrotado por ellos. La piel de Victoria anticipó lo que vendría, en su erizado sentir. Y el estremecimiento la pilló desprevenida. Al bajar por su ombligo, arqueó las caderas queriendo acelerarte en tu camino al centro del universo. Remoloneaste en las inmediaciones de Venus, pero ahí la presión de las femeninas manos en tu cabeza obligaron al movimiento. Y la bebiste saciando una sed de milenios.



No hay decencia en la batalla. No se hacen prisioneros, no los hay, prisioneros, más que de sí mismos. No hay piedad, ni compasión, cuando la destrucción es el objetivo. Cada ciudad tomada, cada pueblo arrebatado al enemigo, cada palmo de tierra conquistado, cada muchacha violada, cada madre torturada, cada mutilado, cada herido abandonado, cada hogar saqueado, cada incendio, cada abuso, cada muerto, cada aliento robado, cada futuro relegado, cada día perdido, cada día ganado, cada risa escupida a los ojos del vencido, terminan por no significar nada. El guerrero, el soldado siempre firme, sin dar un paso atrás aunque avanzar sea caminar hacia una ruina segura. Si no física, sí mental, desde luego. Y seguir caminado después, con la mente ya arruinada, con el cuerpo agotado y los huesos molidos por el esfuerzo y la tensión, con cada músculo reclamando descanso, cada fibra, cada nervio, pidiendo permiso para retirarse. “Ya es hora de volver a casa” te dicen. Pero no es hora aún, no. No mientras quede un alma que arrebatar, un porvenir que destrozar, un cuerpo que amputar, un cerebro que dominar.



No hay descanso cuando de amar se trata. No existe la libertad, si eres prisionero del cuerpo anhelado. Cuando el éxtasis es el objetivo, cada gemido arrancado, cada te quiero escupido, cada caricia robada, cada aroma saboreado, cada tacto apreciado, cada célula hecha nervio, cada suspiro de placer desarraigado, cada mirada cómplice encontrada, lo significan todo. El amante, siempre dispuesto, sin volver la mirada, no hay ojos para nada más, para nadie más. No hay manos ni huesos ni lenguas ni pieles ni besos ni sexos más que los amados. Os entrelazáis los cuerpos entre suspiros, pajareando vuestras almas elegíacas unidas en la eterna caricia enamorada; rodáis por las colinas del placer mientras vuestros ojos se siguen buscando y descubriendo sin querer perderse nada. Os tocáis y os sentís enmarañados, buscáis y halláis respuestas a todas las preguntas. A cada roce, un gemido y vais cayendo en el ligero entumecimiento del compartir. Y como además no sabéis si habrá más ocasiones, la urgencia mutada en deseo, la carne trémula se abre y se llena del otro.



La maldita guerra persevera en su aullido loco. Es una perra que no quiere soltar bocado una vez que te ha mordido con sus negros dientes de asesina. Sigue y sigue y sigue y seguirá hasta que no quede nada por arrasar o hasta que uno de los dos bandos decida rendirse. Suelen coincidir ambos al tiempo. Prosigues hacia delante porque atrás no quedó nada. Anestesiado, tan embebido de sufrimiento, dejas de sentir dolor. Eres una puta máquina de matar. En realidad, eres una puta sólo. Al fin y al cabo, te enrolaste por dinero. Sí, lo disfrazaste de amor a la patria, de ganas de mejorar las cosas, de deseo de hacer lo que te vendieron como justo. Pero la única razón, la ultima, la definitiva, fue el dinero. Por dinero matas y por dinero morirás. No sabes cuándo, pero esto no puede durar. Son meses esquivando balas y metralla, rehuyendo a la parca. Cada esquina que doblas, la esperas. Aún no ha llegado, pero no te cabe duda, no te quepa duda de que lo hará. Y cuando lo haga, no vas a estar preparado. Este último pensamiento te corroe por dentro en los últimos días. Tus más recientes pesadillas, recurrentes como siempre, se apoyan justamente en esa idea. Ya casi no recuerdas a Victoria. Cada vez son menos los momentos en los que te sorprendes pensando en ella. Te queda el recuerdo del sexo, ese sí, pues la abstinencia forzosa –si bien no de sexo, un buen montón de mujeres ultrajadas a tus espaldas dan fe de ello, sí de sexo con amor, del que hace desdeñar el otro- no permite que lo olvides del todo.



Besas su cuerpo al ritmo en que ella besa el tuyo, con la impaciencia del amante que se sabe perecedero en su amar. Lames cada poro de su piel y comprendes que necesitáis alcanzar la unión completa. El placer es tan intenso que casi duele y con cada ir y venir de los dos sexos fundidos vislumbráis hasta donde os alcanzan los ojos de la mente cual debe ser el paraíso del que hablaban los antiguos, el edén soñado. Notas que no puedes aguantar más, aunque te gustaría prolongar ese momento en el tiempo hasta más allá del infinito y te derramas. Con ese derramarte, te has derretido todo tú y formas junto con el simultáneo disolver de la amada un charco líquido de emociones superpuestas. Observáis las sonrisas plácidas en vuestras caras y los ojos entrecerrados enmarcando el rubor de las mejillas. Será la última noche juntos y las estrellas imaginadas y las entrevistas a través de la ventana os hablan de adioses.



Y un beso, éste de despedida, te destroza el alma y no hay lágrimas aún. El calor de ese último beso es una palpitante llaga que no deja lugar a ninguna otra sensación. Y te marchas sin mirar atrás. Tienes miedo de no poder soportarlo. Tienes que fingir seguridad y entereza. Y ahí vas, con tu uniforme limpito y recién planchado. Con tu pecho orgulloso y sin vacilación alguna en tu andar. Y es en tu fingida jactancia donde se esconde la mentira. Y finges que nada ya te importa, vas a cumplir con tu deber.



Y un mortero te destroza el cuerpo y una mujer que lee junto a la ventana presiente lo peor y una lágrima cae en algún lugar y dos nuevas muertes llenan el aire en su abrazo eterno.


viernes, 21 de abril de 2006

Foto de Sara Saudkova




Después de todo, sólo eres otro cigarro. Otra muesca más en el cabecero de mi cama. Hay que ver qué fácil me resultó conquistarte. Un par de copas, la mejor de mis sonrisas, un cortejo lento pero efectivo. Fingir interés en las estupideces que me contabas, procurando que no se me notara que sólo me interesaban los abismos de tu escote y la profundidad de tu cadera magra de cariño ajeno. Fue un juego de niños. La antesala del polvo perfecto, seguro que lo has disfrutado. Pocas veces habrás tenido la fortuna de que te follara un amante tan experimentado como yo. Ahora duermes agradecida, claro. Te veo desnuda y no pareces tan segura de ti misma. Desarmada, ya no te jactas de tus encantos. Antes sí lo hiciste, sutilmente, cómo para que yo no me diera cuenta de nada. Tal vez ahora, después del placer que sin duda te he proporcionado -dale gracias al cielo de que hoy me sintiera generoso- sabrás reconocer quién es el mejor, quién es el verdadero triunfador. A lo mejor, a pesar de todo, sigues pensando que has sido tú la que me ha ligado, pero ya te he dicho que representas tan sólo una más, ni siquiera la mejor que ha pasado por mi catre. Supongo que no esperarás que nos volvamos a ver, yo nunca repito amantes. Una vez que sus pieles han sido mías, una vez que he degustado sus cuerpos, no hay ninguna necesidad de volver a hacerlo. Aparte de que no tendría ningún mérito y se perdería el placer de la caza, de la conquista por sí misma. Así que no te hagas ilusiones, que esto no va a volver a suceder. Además, cien euros por un polvo me parece excesivo.


miércoles, 12 de abril de 2006



La señorita Rizos es la rubia que me quita el sueño. Me lo compra y me da a cambio una sonrisa, una voz, una palabra de trapo. Es buen negocio, al final, aunque a veces no lo sientas así. La señorita Rizos es hija de una nube y se parece mucho al llanto de las estrellas. Es amarilla y rápida, como las fugaces. Lleva el cielo con ella y el infierno lo enfría con su mirada. Y cuando extiende las manos no puedes evitar cogerlas. Es magnética y caprichosa. Es cabezota y le puede el genio; es cariñosa y besa sin pedir nada a cambio. Tiene más virtudes que defectos y eso que es pronto para conocerlos todos.

La señorita Rizos hace que mi corazón lata más rápido o más lento, según sea su voluntad. Tiene un gran poder y lo usa, vaya si lo usa. Sabe perfectamente lo que quiere y como conseguirlo. Y más cuando te mira como si fueras Superman. Lleva en los ojos todas las olas, todos los vientos y todas las luces de todos los mares y de todas las estaciones. Crece sin que te des cuenta pero siempre será pequeña. Es tan niña que en ocasiones parece adulta. Y da miedo a veces.

La señorita Rizos es futuro y sus besos de luna llena iluminan los párpados cerrados y un arcoiris te traspasa el alma. Su lengua canta la melodía de los ángeles con el céfiro en los dientes. Cuando veo su piel tatuada de amor de madre, la existencia cobra sentido y hace que el taxi del cariño ponga el eterno cartel de ocupado. La señorita Rizos tiene siempre el corazón en la boca y cuando ríe, el mundo se para. Cuando llora, también. Se sabe el centro en esos dos momentos y ciertamente lo es.

La señorita Rizos hace que estés todo el día pensando en ella, con otras mil cosas en la cabeza y, de repente, te llama desde la ventana y todo lo olvidas, nada de lo anterior tiene sentido ya. A veces muerde fuerte con sus puñales de ratón, pero le puede al dolor. Enseña más que aprende, que no es poco, y siempre da más de lo que recibe. La quiero mucho yo a la señorita Rizos, sí.


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A Marta, siempre.

miércoles, 5 de abril de 2006

Foto de Barry G Oliver


Sentada en la terraza del bar, te estoy esperando. Llegas tarde como casi siempre. Pero hoy te lo perdono. Hoy te perdonaría casi todo. Y no es porque anoche durmiéramos juntos, ni siquiera por lo que hicimos antes de dormirnos. No es por cómo me acariciaste todo el cuerpo, aún vestida, mientras bailábamos con una copa de vino en la mano. No es por tu manera de besarme, con urgencia, haciendo que prácticamente no me enterara de qué canción sonaba en cada momento. No es por cómo entrelazabas tu lengua con la mía, por cómo se mezclaron nuestras salivas en la boca del otro o por los escalofríos de placer que me proporcionaste cuando abandonaste mi boca para detenerte en la curva que forma el cuello con el hombro. No es por los mordisquitos suaves que me diste en el lóbulo ni por la sensación, entre áspera y tierna que me regalaste en la piel de la espalda. No es por la dulzura con la que me fuiste quitando la ropa, sacándome, con cuidado y sin dejar de bailar, la blusa por encima de la cabeza, deteniéndote a cada instante para besar, lamer y acariciar cada milímetro de piel que iba quedando al descubierto. No es por el cuidado con el que desabrochaste el sostén, entre risas y corchetes, para no hacerme daño, decías. Estuviste liado con los corchetes un buen rato, aún sonrío al recordarlo, pero no es por eso por lo que te perdonaría casi todo.

No es por el estremecimiento que me arrancaste al rozarnos piel con piel, tras quitarte la camisa, entre caricias y juegos. No es por tus caricias en mis pechos, por el tiempo que estuviste jugando con ellos, besando, lamiendo y acariciando de nuevo cada milímetro, endureciendo mis pezones, recorriendo con tu sabia lengua la sensible piel de mis senos, notando tu incipiente barba y disfrutando también del leve arañazo de la misma. No es por cuando te agachaste, metiendo tu cabeza bajo mi falda, sin dejar de movernos al ritmo de la música, besando mis piernas, desde los tobillos a los muslos, deteniéndote a cada segundo, como si fuera pecado desaprovechar un momento, entreteniéndote primero en las corvas, haciéndome cosquillas y luego subiendo hasta las ingles, jugando con el borde de tela de mis bragas. No es por cuando te levantaste para volver a besarme, cogiendo mi cara entre tus manos, intercambiando más pasión. No es por cuando, ya desnudos completamente los dos, me cogiste en brazos y me llevaste a la cama. No es por eso, no.

No es por cómo reanudaste tus caricias ya tumbados. No es por cómo recorriste de nuevo mi cuerpo, más cómodamente, haciéndome vibrar de lujuria. No es por cómo lamiste mi sexo, completamente abierto, empapado, completamente entregado a tu boca y a tu alma. No es por cómo me regalaste el primer orgasmo, ni por cómo lamiste de nuevo, recogiendo la cosecha de tus besos. No es por cómo me hiciste necesitar ser poseída, notarte dentro de mí, fundidos, hechos uno, ni por cómo lo hiciste, despacio, amorosa y profundamente. No es por cómo fuiste apresurando el ritmo, con armonía acelerada y precisa, con mis uñas clavándose en tu espalda. No es por la sensación de saberme tuya, enamorada, con cada caricia. No es por el placer que intercambiamos, que compartimos mientras marcaba la cadencia con mi abrazo. No es por tu segundo regalo, mi segundo clímax, esta vez sí combinado con el tuyo, casi simultáneo, ni por el ronco gemido que exhaló tu garganta, tú, que eres tan silencioso.

No es por cómo me abrazaste después del sexo, queriendo mantener la unidad alcanzada, ni por el calor que me entregaste y recibiste. No es por cómo me apartaste un mechón de pelo para poder besarme los ojos, ni por la caricia de tu mano en mi cara, ni por tu sonrisa satisfecha, ni por el te quiero que musitaron tus labios. No es por nada de eso. Ni tan siquiera es por tu promesa de quererme siempre, de fidelidad imperecedera, de amor perenne.

Es porque anoche no pude jurarte lo mismo. Es porque anoche lloré cuando ya estabas dormido. Es porque anoche comprendí por fin que era la última vez. Es porque hoy eres tú el que debes perdonarme a mí. Es porque he decidido que no nos veamos más. Es porque todo se ha acabado. Es porque hoy vuelvo a casa. Es porque sé que no va a estar allí mi hogar.