jueves, 14 de febrero de 2008


Cuando salí a la calle no tenía idea de qué me iba a encontrar. Los domingos por la tarde son aburridos por sí mismos y el plan que la ciudad me ofrecía no parecía ir a mejorarlo. Las calles vacías no aportaban nada y la primavera extraña que devoraba rápidamente al invierno tampoco. Tal vez un bar, una copa o dos o siete, un poco de conversación intrascendente y previsible, como preámbulo de algo mejor, me dieran lo que buscaba, aunque ni yo mismo supiera que era.

Una tasca al fondo de la calle, de esas de taburetes tapizados en absurdo eskay, barra cromada cubierta con esa especie de invernaderos para hongos, cuatro mesas cojas de madera y camarero tan aburrido como yo, me pareció un sitio tan bueno como cualquier otro. Al final de la barra un anciano de ojos vidriosos de anís, sabio de lengua trabada y espalda torcida, me preguntó por mi alma:

- ¿Y tu alma?
- La he dejado en casa, no ha querido acompañarme – contesté.

Entre el viejo y la puerta bebía café un payaso de vaqueros lavados, botas camperas y camisa de marca. Un tipo de esos que llaman socio a cualquier hombre, nena a las chicas y jefe al camarero, de los que creen que se inspiran en Clint Eastwood y pretenden parecerse a John Wayne pero en versión castiza. Uno de esos imbéciles que ya no cumplen los cuarenta pero se disfrazan de sus hijos adolescentes porque son modernos. Se rió en voz alta hasta que le hice callar con la mirada. Pedí al camarero de la mirada hastiada y el churrete añejo en el delantal de color indefinible un whisky de malta:

- Un whisky de malta, por favor. El menos malo que tengas.
- Son todos igual de buenos, si quieres te pongo una cerveza, está fría – dijo el camarero con una sonrisa socarrona pintada entre las cicatrices de su cara ajada.

Las dos putas de la mesa del final me miraron a mí y cuchichearon entre ellas: se habían debido dar cuenta de que también yo soy puta, aunque no lleve falda mínima o ajustada y medias de rejilla, aunque no me pinte la cara como si no hubiera más días, aunque no preste tres palabras y un coño amargo a cambio de unas monedas ni aunque no me den dos hostias si no entrego hasta el último céntimo de lo recaudado. Yo soy igual o más puta que ellas porque me rebajo hasta mucho más abajo, chupo y lamo mucho más profundo y entrego mi alma (que al fin y al cabo es mucho más rastrero que ceder el cuerpo) a cambio no sólo de algo de dinero sino incluso en ocasiones a cambio de una sonrisa, de una palabra amable o de un abrazo tan poco sincero como los gemidos de placer de ellas. Yo soy tan ramera o más que ellas, porque tampoco he elegido profesión pero me dejo la piel cada día en las uñas de un buen puñado de cabrones con más suerte que nosotros o que han sabido lamer mejor. Ya ni siquiera me molesta: todos nos prostituimos de forma más o menos superficial, todos vendemos órganos, tiempo y vida a cambio de una especie de ideal que compramos por televisión, pero que en el fondo sabemos que no existe en realidad y que sus sucedáneos asequibles no nos van a acercar a esa felicidad prometida. Todos somos putas, todos sin excepción. Ni mejores ni peores. Como no conseguía entender lo que decían, les pregunté que murmuraban:

- ¿Qué secreteáis? No estoy aquí para comprar nada.
- Ni nosotras te lo venderíamos, guapo, no estamos de servicio –respondieron entre divertidas y ofendidas.

En ese momento, en ese preciso instante, entró en el local una chica de unos veintitantos, con los ojos llenos de muchos más años. Pelo largo y moreno, lacio, nariz recta y labios rozando la grosería por lo carnoso. Se sentó en un taburete y pidió un vino. Tinto, con cuerpo, de color picota madura, como todos los tintos con cuerpo y casi ninguna picota madura. Cogió su mochila y sacó una de esas marionetas que se mueven con cuerdas desde arriba. Decadente, oscura, casi siniestra, la hizo saltar y andar por la barra, oler el vino e incluso diría que le preguntó por él. Continuó un rato jugando sin hablar con nadie, ajena a todo. Tenía que hablar con ella, conocerla mejor:

- ¿Te dedicas a los títeres?
- Cuando juego con ellos, yo manejo las cuerdas. Cuando termino, los guardo en su caja y me convierto en lo que verdaderamente soy. Lo que somos todos, lo que nos hace uniformes en el fondo. Lo que quita sentido al amor y al dolor, a la soledad y a la convivencia, a la riqueza y a la pobreza. Lo que hace que verdaderamente tanto tú como yo, el idiota ese y el camarero, el anciano del final de la barra y las dos mujeres de esa mesa seamos iguales.
- ¿Putas?
- No, marionetas.

viernes, 1 de febrero de 2008


Rubella es roja y colorea todo lo que acaricia o mira o siente o ve. Es roja, pinta las hayas aún sin ser otoño. Es de un escarlata engañoso, ni tan sangriento como su alma ni tan bermellón como debiera ni tan rosa como su nombre podría indicar. Es de un encarnado variable, a veces roza el burdeos y otras sugiere el naranja. A veces es púrpura, color glándula, a veces en momentos tibios se acerca peligrosa al fucsia.

Rubella es roja y convierte en vino el agua y oxida el aire sin preocuparse más de ello. Calentadora nata de sangres ajenas, es tan responsable de iras como de pasiones, las bajas y las altas todas. Preña a la luna de verano y la embebe de fluidos tan vitales como inadmisibles. Pinta atardeceres y hace desperezarse al alba. Es tan día como noche, es estación, es el tiempo.

Rubella fuma siempre, normalmente con una de esas boquillas largas que alguien una vez dijo que imprimían fatalidad. Habla con voz dulce sin empalagos pero lo que dice nunca es casual. Mide cada frase y regala sus palabras como uñas largas. Se pinta los ojos y los labios, se perfuma de otoño y se viste como si hubiera llegado el último día. Se desnuda igual. Ella es perfecta así porque sabe perfectamente que no lo es.

Rubella odia intensamente y ama con todavía más rabia, es excesiva y viciosa, compulsiva para casi todo. Duerme poco y vive mucho, es fría cuando la modernidad bienpensante dice que se debe ser caliente y al revés. Es delicada pero dura, sinuosa y vengativa como un gato pero tan agradecida como el más estúpido de los perros.

Rubella es roja y tiñe de infierno el cielo porque de eso se trata exactamente. Te colma por dentro, te ocupa todo y desplaza lo tuyo. Contagia oscuridad y vence cualquier resistencia. Se hace fuerte, te anula completamente. Rubella es como es, maravillosa.