Hoy he entrado en una galería de alimentación que no visitaba desde hace al menos veinte años. Desolador. Un ochenta por ciento de los puestos cerrados –ignoro si para siempre- y prácticamente ningún cliente. Según caminaba buscando dónde comprar una barra de pan, una simple barra de pan, los recuerdos se agolpaban en mi cabeza. El barrio que me crió, en los tiempos en los que jugar en la calle era lo normal, siempre y cuando subieras a casa antes de que anocheciera. Las calles –todas iguales- de una de esas zonas de expansión en su momento, de esa preburbuja preinmobiliaria y post baby boom. Las tonterías de los niños, las certezas infantiles, la inocencia y la sorpresa infinita.
Carreras de cangrejos prestados por el pescadero en las rampas “bajacarros” al lado de las escalinatas, miradas entre curiosas y asqueadas al mostrador de la casquería, conversaciones robadas y llenas de frases absolutamente demoledoras por parte de las clientas de toda la vida… durante cinco minutos me he sentido un metro más bajito y con unas cuantas canas y kilos menos. Durante cinco minutos he vuelto a ser el que fui y he echado de menos incluso el agua maloliente en los canalillos que rodeaban los tenderetes del pescado o los desperdicios sebosos de las carnicerías.
Mientras caminaba en el silencio de la galería casi cerrada, inerte, me ha dado por darle vueltas a un asunto que nada tenía que ver con la visita. Un asunto que nunca me preocupó (porque hubo quien se esforzó en que así fuera) y que procuro ahora transmitir a cuanto niño, propio o ajeno, me demuestra deseos de conocer las grandes y pequeñas verdades de este mundo. Un asunto capital por lo nimio o nimio por lo capital, según se mire.
Y es que hay gente, en serio, alguno conozco, para la que las grandes curiosidades de siempre (aparte de las consabidas quienes somos, de dónde venimos, etc.) se resumen en saber adónde van los patos cuando se hielan los estanques, como el papanatas de Caulfield en la más que sobrevalorada y sobada novelita de Salinger. Hay para quien ni siquiera existen esas preguntas. Es gente sin afán de saber, imagino. A mí, por el contrario, de pequeño, más o menos en la época de los correteos crustáceos, me contaron una historia, un cuento que luego, con matices, se repitió casi al milímetro con Smoles como protagonistas muchos años después. Una fábula que planteaba la existencia de un reino perdido, de un mundo mágico y maravilloso. Un universo paralelo que contestaba una de las preguntas que me hacía entonces, qué aún me hago de vez en cuando (y más personas y algunos bancos también) aunque sé la respuesta: ¿a dónde van los objetos que se extravían dentro de una casa? Esos objetos que sin razón aparente desaparecen misteriosamente y nunca jamás vuelven a aparecer, a pesar de que no salen de la habitación, eso lo sabes con seguridad, no tienen donde ir, al menos en nuestra dimensión.
Yo, hace tiempo que lo sé. Hace mucho que me lo explicaron, en esos años de aprender a tirar piedras con fuerza y puntería, de cabalgar encima de perros reales, que se me antojaban enormes y probablemente no lo fueran tanto, de jugar en la calle inventando cien mil historias. En esos años de estar convencido de que las amistades durarían siempre, de coger la “Ruta” para ir a clase a Móstoles, de visitas con mi madre al mercado… Esos tiempos en los que me hablaron de el reino perdido de los calcetines.