lunes, 8 de diciembre de 2008


Lisboa. Siete de la tarde. Tras un largo paseo por el casco viejo termino visitando el monumento a los descubridores. Tiene un curioso aire soviético en su estética, podría perfectamente ser un homenaje bolchevique a aquellos hombres que descabezaron la Rusia zarista, aquellos asesinos (los verdugos son tan criminales como los propios a los que condenan o ajustician) bienintencionados en principio y que terminaron pervirtiendo y asesinando incluso sus propios ideales. Solo sobra el mar infinito y gris de otoño, sería un pegote en Moscú.

Trato de desentrañar esa Lisboa tan decadente o más que Berlín pero infinitamente más sucia. Llueve con persistencia y las paredes de los edificios chorrean tristeza y melancolía, como si los ladrillos dieran rienda suelta a sus emociones y no pudieran contener más sufrimiento. De vuelta al hotel me detengo a beber oporto en el primer bar que encuentro. Un bar con fados de fondo, con portuguesas recias y morenas y ese aire de profundidad que solo se encuentra ya en la España más profunda o en el corazón de la lusitania vecina.

Tengo ganas de llegar a casa ya. Tengo ganas de regresar al otro día a día, tengo ganas de verte y de desentrañarte a ti, mirándote a los ojos y de dejar de soñar contigo para vivirte de nuevo cada día. Tengo ganas de dejar de verte mezclada en las paredes, como cubierta de fachada, disimulada en cada rincón, porque tengo ganas de tocarte, de acariciarte como las lágrimas del oporto acarician el vaso, de quemarme la garganta contigo en vez de con vino, de embriagarme de piel y sentimientos. Y será entonces cuando pueda comprender la melancolía y la saudade infinitas de estas calles, de estos suelos irregulares, de estas paredes manchadas de hollín añejo. Será entonces cuando de nuevo tenga perspectiva.
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jueves, 4 de diciembre de 2008

Berlín. Son las ocho de la mañana y hace frío. He traído conmigo todos los discos que tengo que hacen referencia a Berlín. Al menos para mí. El Bowie alemán, el Reed de la época, Einsturzende, los primeros de Nick Cave, Katzenjammer, algo de la Dietrich, Bauhaus cuando eran Bauhaus… En el hotel los escucho uno tras otro, de forma aleatoria, las canciones se suceden antes en mi cabeza que en el reproductor. La niebla que cubre la ciudad, desdibujando contornos y edificios me habla de ti también. Hay niebla fuera y niebla dentro y el humo de cigarrillo no ayuda a despejar el ambiente.

Tengo que estar todavía unas horas más en esta ciudad, tan decadente como Lisboa o más pero infinitamente más limpia. Tan cultureta y tan profunda, tan… berlinesa. Tengo que estar en tu ausencia otros siete días y te echo de menos cada minuto… Me desnudo y abro la ventana, quiero sentir el frío y la humedad en la piel, llenar con hielo todos los poros de mi cuerpo, los del alma ya están llenos.

Siete días en seis ciudades. Seis aeropuertos, siete vuelos. Seis informes y seis hoteles. Demasiado tiempo para estar lejos, demasiado corto para disfrutar nada. Montañas de fotos apresuradas, detalles y recuerdos escasos para ser algo que tanto me aleja de lo importante. Un trabajo que, como todos, se envidia desde fuera y se sufre desde dentro. Y la niebla no despeja, la cerveza no es lo prometido y Berlín espera. Tengo vuelo a las seis de la tarde, trataré de que nos conozcamos antes, pero será, siempre, demasiado poco tiempo. Y te echaré de menos y te veré en cada rincón, te intentaré beber en cada vaso pero también será demasiado poco.

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viernes, 28 de noviembre de 2008

Tengo un amigo pop, es decir, le gusta el pop, escucha pop y se siente pop. Como no podía ser de otra forma, me recomendó un bar pop. Uno de esos garitos con pretensiones que creen que colgando un par de láminas de Warhol o de Lichtenstein en las paredes, poniendo asientos tapizados en eskay rojo oscuro y pinchando a los Strokes ya son pop. Un antro de esos con cócteles supermodernos y repletos de gente con flequillo y gafas de pasta. Vamos, que me sentía tan fuera de lugar como si en la barra de acero cromado hubiera estado Jenna Jameson haciendo un crucigrama o como si en el diminuto escenario recitara el I Ching Patrick Bateman. Cuando le expliqué a mi amigo que me sentía en otro mundo (hay otros mundos pero están en éste) me miró muy serio y me dijo:

- Es que tú no eres pop.

A punto estuve de retirarle automáticamente el saludo y meterle mentalmente en el mismo saco que a todos los capullos de galería de arte contemporáneo y chaquetas con coderas que nos rodeaban cuando comprendí que era cierto. No soy pop. No lo soy por lo menos en el concepto chungo-yanki-proeuropeo que se estilaba por allí. El pop en España nunca fue Warhol. Ni Almodóvar, por más que se empeñen los nostálgicos de la movida. Aquí la sopa Campbell no deja de ser una curiosidad con sabor a rayos y los copos de avena siempre se los han dado a los caballos, al menos cuando había caballos. Las mallas de Pepi, de Luci o de Bom eran más seudopunkis londinenses que neoyorkinas arty. Nunca hemos untado tostadas con jarabe de arce ni le hemos rendido pleitesía a su majestad la mantequilla de maíz.

En España el pop o lo pop ha sido (y es) otra cosa. Dame una tasca con buenas tapas y cerveza fría o un rioja y un pincho de morcilla. Dame un camarero con conversación y un par de habituales acodados en una barra mugrienta. Dame diez o doce bocazas de bar, treinta o cuarenta borrachos habituales y conocidos o cincuenta tías sinceras. Dame Rastro un domingo por la mañana, dame una charla eterna y fumada, dame una barra de pan recién hecha y una tableta de chocolate sin leche. Dame todo eso y te cuento lo que es pop.

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jueves, 20 de noviembre de 2008


Con una cerveza en la mano a medio beber y tres frases colgadas en el aire sobrecalentado del bar - es que noviembre viene frío -, me fijo en ella. De pié, apoyada en la pared, no parece afectarla lo más mínimo ni la temperatura ni mi forma de mirarla. Está acostumbrada a que la observen, supongo, está habituada al ojo ajeno, escrutador a veces, reprobador las más. No se mueve, no frunce una ceja siquiera, parece puesta por el ayuntamiento, ese de las obras mastodónticas y la piel de cordero. Me pregunto si forma parte de alguna extraña performance, de alguna nueva parida seudocultural de profundo significado para el artista y el que lo subvenciona y que tiene escaso sentido o valor para el ocasional espectador.

Se acerca un tipo, la desnuda con los ojos, le hace un gesto. Ella ni se molesta en cambiar de postura, temple infinito, debe saber que no hay nada que hacer. Y así es, el impertinente sigue su camino, su errar sin rumbo. Es el quinto hombre que se para sin que ella haga nada. Pasarán muchos más, es de esperar. Y ella continuará igual, así pase el tiempo, así la noche dé la bienvenida a la mañana, porque no existe, no es, no ha estado aquí. No hay nadie apoyado en esa pared pintada y ruinosa. No es más que una estatua, con sangre en las venas, sí, con hielo en el corazón y fuego escondido en la entrepierna (ese no lo vende ni lo regala, lo reserva para quien ella quiera), con tristeza infinita y con más horas atrás que por delante, con tanta determinación como hermosura, cruel hermosura que todavía no la ha abandonado del todo. Siempre estará ahí apoyada. Para que yo la mire y ella se ría por dentro.

miércoles, 12 de noviembre de 2008


La mañana me recibe con cielo de acero y frío del que traspasa todo. Me gustan los días así, amenazando lluvia pero sin llegar a concretar la amenaza. Pequeñas nubes de vapor salen de mi boca y se mezclan con las de los demás transeúntes y el aire espeso y sucio de esta ciudad de fin de siglo continuo que me ha tocado vivir. Llego al aeropuerto con tiempo de sobra y me refugio en una de esas acogedoras jaulas para fumadores. Una docena de tipos tan grises como el día y el color del humo de sus pitillos levantan la vista al verme llegar: solidaridad entre enfermos, supongo.

Acabado el cigarrillo, me siento en una incomodísima butaca azul e irremediablemente me fijo en la extranjera que tengo sentada delante: edad indefinida aunque los cuarenta no los cumple, camiseta de tirantes (un abrigo largo y negro reposa en el asiento de al lado) y uno de los cuerpos más tatuados (si las generosas porciones de carne visible no engañan) que he visto cara a cara. Tengo la costumbre, desde hace ya tiempo, de observar el aspecto de los desconocidos. Es un cierto afán cotilla, aunque realmente su vida real no me importa lo más mínimo. Es mucho más divertido imaginar ruindades y felicidades, sucesos pasados, presentes y futuros, basándome sólo en sus rostros, en sus rasgos o en su forma de vestirse y moverse. Tampoco me preocupa demasiado lo atinado de las deducciones, toda vez que nunca tendré manera de confirmarlas. La mujer tiene el pelo rubio teñido, gusta del maquillaje exagerado (en el sentido de ir más pintado que maquillado, es decir, es estética, no importa lo obvio que resulte que se lleva la cara pintada) y ve con mirada profunda, la ruta 66 en cada ojo. Lleva en cada arruga cien kilómetros de asfalto tan gris como el día y en cada pestañeo cae al suelo el polvo de cien carreteras. Me extraña verla sentada en un aeropuerto, tiene más pinta de viajar en moto que en avión, pero supongo que si está aquí procedente de esa América tan profunda como a ratos atractiva (atractiva como ella) tendrá que haber venido de algún modo.


Por un instante (o fueron diez o fueron mil) traté de imaginar cómo habría sido su vida, qué le habría pasado, cuántos guiones de película podrían escribirse con su pasado y cuántos generaría su futuro. Ella se dio cuenta de que la estaba mirando, no podía ser de otro modo. Algunas mujeres cuando se dan cuenta de que las observan, se avergüenzan y evitan el cruce de miradas; otras se irritan, se enfadan. La mujer de la vida tatuada sonrió, me miró a su vez y estuvimos un rato (o fueron horas o meses) charlando y bebiendo café. Yo con leche fría y azúcar, ella por descontado solo e hirviendo (soy un blando). Sirven mi café demasiado caliente y, por lo que aprecio en su cara, el de ella demasiado frío. El café como excusa, azúcar por intercambio.

Me gustan las mujeres como ella, a años luz de ser guapas, a kilómetros de responder al absurdo y estúpido estereotipo de imbécil delgada y preferiblemente rubia (que sea idiota, que no moleste hablando, que estamos para lo que estamos). Me gustan las mujeres con aspecto de tener cosas que decir, mujeres hacia las cuales la atracción sexual viene después de la conversación y antes de la siguiente conversación. Mujeres de verdad, personas de verdad, con algo que contar, con algo más que curvas. Que sean como ella, como la del tatuaje infinito, como la de los ojos cielo y la sonrisa experta. Mujeres grises o rojas, rubias, morenas, tatuadas o no, mayores o jóvenes, delgadas o menos delgadas pero mujeres, al fin y al cabo, que lo sean. Ellas por si solas justifican la lengua quemada y la nostalgia.

martes, 4 de noviembre de 2008

Ando buscando no sé el qué, ando persiguiendo algo que no conozco. En estas primeras etapas estoy seguro de que lo que peor llevaré serán las agujetas fruto de la falta de costumbre, la inactividad pasará factura. Recorro con la mente lugares comunes, me empapo o lo intento de influencias que sumen y trato de descartar las que no lo hagan.

El cansancio me roba aliento y me siento a recuperarlo. Miro los árboles, casi desnudos ya (lo hacen al contrario que las personas, casi como si su invierno fuera nuestro estío o es que nos hemos vuelto todos locos). Esqueletos que revivirán en meses, extienden sus dedos huesudos al cielo, implorando algo, pidiendo disculpas por ser caducos.

Mi paseo me lleva a la “Contemplación del jubilado”: deporte comparable a la “Observación y denuesto de la obra callejera” que practican ellos mismos con tanta asiduidad como sus otras obligaciones les permiten, es decir, casi siempre. Me pregunto si al igual que ahora, sin haberlo pretendido, me reconozco cada día más parecido a mi padre, cuando tenga su edad también caeré en esa apología del consejo no solicitado. Confío en que no, pero nunca se sabe. También confío en no ser un viejo verde y hace años confiaba en no ser gruñón y cascarrabias y… ya ves.

Pero decía que comenzaba el viaje persiguiendo algo. Estoy seguro de que lograré encontrarlo.

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jueves, 23 de octubre de 2008


Una mañana no muy lejana, este ciego que dice escribir y ser leído algunas veces leyó -releyó debería decir- una frase del genial “granaíno” Val del Omar. Se vio harto, muy harto de antifaces, cansado de hipocresías y de jabón inmerecido, ahíto de mediocridad como solamente un mediocre puede sentirse. Decidió que era el momento de romper, de destruir, de tener esa fe en el caos que también predicaba el poeta (y cantaban los asimismo “granaínos” Lagartija Nick) y acabó con el Prometeo creado. Desanduvo lo andado, deshizo cual Penélope y se embarcó de nuevo. Sin importarle dónde estuviera Ítaca pues lo bello fue, es y será el camino.

Si queda por ahí algún otro viajero solitario y harto puede acompañarme. Será bienvenido.

viernes, 22 de agosto de 2008



Agosto se acaba por fin y ya parece que llega septiembre, se modera el calor (aunque siga sudando) y Madrid sigue vacío a pesar de la crisis: hay cosas desde luego irrenunciables, vacaciones, cañas, tapas, quejas... Todo parece más blanco, saturado en blanco realmente. La luz no ha cambiado, el aire asfixiante tampoco.

Vivimos tiempos difíciles, tiempos de comida preparada, de anuncios que venden “salud” disfrazada de Omega 3 y colesterol bueno, de lenguaje degradado hasta extremos de náusea constante y de pérdida del escaso pudor que nos quedaba. Visita una playa, a poder ser levantina, de esas de mar de mentira y arena y agua calientes, de las de chiringuito y fritanga, paletos y guiris naranjas. Verás como paso a paso, poco a poco se ha ido perdiendo la vergüenza, la que antaño impedía ponerse bikini o hacer topless a las mayores de sesenta, la que (con la salvedad de aquellos meybas absurdos) impedía a los gordos y a los fofos (que no siempre es lo mismo) plantarse grotescos bañadores de lycra ajustada. Ya no queda nada de aquel recato que dejaba el más absoluto de los ridículos para la intimidad de paredes adentro, no queda nada en las lenguas ni en los cuerpos de las personas.

Vivimos tiempos difíciles, tiempos de políticos lamentables en todas las facciones, de periodistas a las que deberían quitarles el título si lo tienen, tiempos de radiofórmula y de libros sin ningún sentido (nunca antes se habían publicado tantos títulos de usar y tirar, tanto compendio de anécdotas, tanta pérdida de tiempo en forma de panfleto firmado por el famosete de turno y seguramente malescrito por algún talentoso mercenario de las letras que por otro lado jamás verá publicada su propia obra, sin duda de mayor calidad). Mientras tanto, el “público objetivo”, o sea todos, que nunca había estado tan más allá de la alienación tremenda, se conforma con cualquier cosa, con veranear en Marina-D’Or-ciudad-de-vacaciones-vacaciones-todo-el-año, con consumir y consumir, con pensar lo menos posible.

Pero agosto se acaba y con él una parte de toda la mierda que llevan dos meses vomitando por la pequeña pantalla, inmundicias que serán convenientemente sustituidas por basura nueva, así como los becarios serán reemplazados por las grandes estrellas catódicas de nuevo. Agosto se termina y con el calor se irán los cuerpos medio desnudos de toda índole y tendremos que mirar de nuevo el interior. Se irá la luz blanca cegadora, se irán el sudor y los huecos para aparcar. Agosto finaliza en breve y confío en que regrese parte de la cordura perdida aunque dudo que sea en septiembre.

viernes, 8 de agosto de 2008



La piscina está llena de gente, los niños corren y cazan insectos y otros bichos; alardean de grandes capturas, arañas del tamaño de sus manos, avispas, escorpiones… Sus madres les esperan despreocupadas, hablando entre ellas de gilipolleces varias, mientras fuman como carreteros y escupen tacos que luego les sorprenderán en la boca de sus hijos, preciosos niños buenos. El agua de la piscina está caliente como el asfalto y tiene un color parecido, jóvenes retozan en el césped-barro de forma más o menos disimulada, otros leen libros de verano, insípidos como sus vidas. Hay un tipo que se dice socorrista dormitando con los ojos abiertos y expresión ausente a la sombra de una sombrilla publicitaria: algunos esperamos sinceramente que no haya emergencias acuáticas, no tiene pinta de ir a ponerles solución. El verano es así en algunos barrios y en algunos pueblos, en aquellos dónde existen piscinas comunitarias y rotondas llenas de flores de pega plantadas por el ayuntamiento y agonizantes desde diez minutos después de ser colocadas. Pero bueno, contarán como zonas verdes, supongo.

Vacaciones. Vacaciones de la rutina laboral pero sólo de ella, lo del descanso es otro tema. Ratos de piscina para refrescar no se sabe muy bien el qué, lecturas y películas postergadas, sueños cortos por el calor, sudores a todas horas… Bendito verano, dicen algunos. Amigas más bien desconocidas que vuelven y traen letras con ellas, ruido y ventiladores, aires acondicionados, tráfico escaso, autobuses y coches, viajes y playa repleta. Arena y sol, siestas. Rubella por fin a mi lado tras días sin vernos que parecen meses. Sigue roja pero está distinta, no sé muy bien de qué modo. Bendito verano, sí.

Los niños propios esperan diversión, actividad y juegos con las olas, castillos de arena y cangrejos en las rocas, natación y buceo: agotador aunque maravillosamente agotador. Terminará el verano y empezarán trabajos y colegios, volverá la rutina que decía antes y entonces echaré de menos algunos ratos, las peleas de mentira, los besos espontáneos, las cosquillas… no el calor, claro, a ese viejo cabrón no lo echaré de menos.

miércoles, 6 de agosto de 2008



Y llegará noviembre, supongo, y el calor éste que atenaza, que quita las ganas de casi todo, desaparecerá. Dejaremos de sufrir estrés térmico (nuevo y estúpido eufemismo para no tener que decir que hace un calor de cojones) y por lo menos algunos nos sentiremos mejor. Habrá quien prefiera el verano abrasador éste, que derrite asfaltos y neuronas –si quedan sanas- al crudo invierno, pero, qué queréis que os diga, con el frío te abrigas y punto, llega un momento en que dejas de tenerlo pero con el calor... Creedme, he visto gente por la calle arrancándose la piel a tiras para aumentar su desnudez y refrescarse, cualquiera ha sentido como te despellejas, voluntariamente o no, después de quemarte con el sol, pero ni por esas. El calor no tiene solución, ni aires acondicionados (gran invento que aumenta la temperatura en la calle con la excusa de congelar usuarios, debe ser cosa de la termodinámica), ni remojos en el caldo en que se han convertido las piscinas ni nada de nada. Sólo queda esperar o emigrar más al norte.

Vendrá el anunciado cambio climático (el que se anunciaba como consecuencia de aquí a cincuenta o cien años y al que cada día se hace responsable de excepciones históricas como que haga calor en verano, frío en invierno y alternancia de sequías e inundaciones, vamos, algo que hasta que llegó el dichoso cambio no había pasado en estas tierras nunca) y nos joderá vivos. El apocalipsis ya está aquí amiguitos, no hay que esperar a fluctuaciones del clima, ni a tsunamis asesinos ni a venganzas divinas. El apocalipsis ya ha llegado y se llama televisión veraniega. Arrasa con todo y con todos, no es fácil detenerla y aunque el fabricante te dora la píldora con mandos a distancia cada vez más sofisticados y botones on-off , es todo una vil mentira. Queda desenchufarla y luego desenchufar a los vecinos también pero entonces tendríamos que charlar con la familia (descartado el leer un libro) y esa no es más que otra forma de destrucción masiva y rápida.

Vendrán nuevos días y se me olvidará que alguna vez escribí esto, vendrán otoños e inviernos, vendrán compañías y se me olvidaran tantas cosas (es la ventaja, alguna había de tener, de disfrutar la escasa memoria que me vino con el resto del lote) que nada de lo anterior tendrá ningún sentido. Vendrán más libros y más canciones, vendrán más conversaciones con y sin cerveza y vendrán fuerzas –espero. Hoy no me apetece demasiado ni una cosa ni las otras y será hartazgo o será lo que sea pero pronto dejará de tener importancia. Vendrán, vendrán, o no y actuaremos en consecuencia. Mientras tanto, seguiremos tratando de sobrevivir a los treinta y muchos grados a la sombra y hablaremos con nosotros mismos.

martes, 22 de julio de 2008



Todas las mañanas, en diferentes horarios pero con sorprendente puntualidad a pesar de todo, pasa por delante de la puerta de la empresa en la que trabajo un grupo de chicos y chicas, señores y señoras y cuidadoras (lo siento, no pasan cuidadores, perdonéseme el talante). Todas las mañanas, con puntualidad británica, oigo sus pasos desde mi mesa y todas las mañanas bajo a fumarme un cigarrillo procurando coincidir con el paseo.

Saludo y me saludan , todas las mañanas, los chicos y las chicas, los señores y las señoras, todos sin excepción. No así las cuidadoras, que continúan andando sin ni siquiera girar la cabeza. Hay mañanas en las que mi humor - normalmente es serio, casi adusto – no está para demasiadas alegrías, ni siquiera para cortesías, pero aún así me esfuerzo en saludar y en sonreír pues ellos y ellas siempre sonríen, cada mañana, sea cual sea su humor, haga calor o haga frío, llueva o truene. Si hay paseo, hay sonrisas, siempre.

Todas las mañanas, o casi todas, hay más gente en la calle además de mí y de los paseantes y todas las mañanas o casi todas alguien dedica una parte de su infinito desprecio a hacer lo propio con nuestros saludos y sonrisas. A veces, algunas mañanas por lo tanto, he estado tentado de contestar dicha burla pero siempre he terminado dejándolo estar, toda vez que ni la cantidad ni el tamaño de las sonrisas de los caminantes menguaban o disminuían.

Sé o creo saber la razón de la reacción de una gran parte de esa otra gente y casi me atrevería a decir que sé lo que piensan cuando los ven: piensan que son un grupo de imbéciles, retrasados, subnormales, mongólicos, monguis, tupis o cualquier otro epíteto que supongo variará de una mente a otra pero que en el fondo significará lo mismo. Yo creo que piensan eso porque se dan cuenta de que son felices y ellos con toda su (en su criterio) enorme inteligencia se saben incapaces de algo tan sencillo, tan simple, tan imbécil, tan retrasado, tan subnormal, tan mongólico, tan mongui, tan tupi, como ser capaces de sonreír cada día, cada mañana, sea cual sea su humor, haga calor o haga frío, llueva o truene. Tan imbécil y tan maravilloso. Tan envidiable.

lunes, 30 de junio de 2008



- Tengo que decirte algo.
- El qué.
- Te mueres.
- Ya lo sé.
- ¿Lo sabes? ¿Cómo que lo sabes? Hace cuánto…
- Hace mucho tiempo. Hace años que lo sé. Casi desde que tengo uso de razón. Sé que desde que nací estoy muriendo, poco a poco o más rápidamente, imperceptiblemente o de una forma evidente, poco importa. Cada día que pasa es un día menos mucho más que otro día más.
- Ya. Pero es que ahora es inminente.
- ¿Y qué importa eso? ¿En qué cambia las cosas?

Apagué la tele y me fui a la cama. Tenía en el paladar un regusto amargo, una sensación de tener que haberle dicho algo a algunas personas, quizá para prepararlas, quizá solo para prevenirlas, tal vez únicamente para definir el terreno en el que moverse, el día a día, la noche a noche. Tenía la seguridad de haber estado ocultando (ocultándome) lo más importante durante demasiado tiempo.

miércoles, 7 de mayo de 2008



Me da miedo perder la memoria. No tanto la memoria de lo sucedido como de las cosas que a la postre son verdaderamente significativas. Olvidar los sucesos de la infancia, las risas, los juegos, incluso aquellos amigos que creías que serían para siempre no tiene mucha importancia: ni los amigos fueron eternos, ni los juegos ni las risas eran realmente esenciales e insustituibles. Olvidar primeros sexos, amores juveniles, frustraciones y demás, tampoco me preocupa. Me quita el sueño olvidar el lenguaje.

Postrada en esta cama de hierro, en la habitación que me han asignado, no tengo más compañía que yo misma. Pronto comprendí que si algún día conseguía salir de aquí, éste estaba más lejos que cerca, así que decidí esforzarme en lo más importante, en lo que estaba segura de querer mantener cuando llegara el ansiado día. Comencé a eliminar lo que me parecía superfluo, pero según fueron transcurriendo los meses y los años se fue modificando mi criterio inicial de lo que era necesario o no, fue variando mi percepción de lo esencial. Tras dejar atrás lo sobrante, todo lo que creo que no echaré en falta después o al menos lo que no me parece prioritario, es en no perder el lenguaje donde concentro ahora toda mi atención.

Tres por tres por dos. O sea nueve metros cuadrados o dieciocho cúbicos. Paredes gris cemento y un ventanuco diminuto cerca del techo que me permite saber poco más que si es de día o de noche. Una cama de hierro, de colchón duro y almohada ausente. Sábanas que cambian cada semana y fluorescentes en el techo como único adorno. Una especie de gatera en la parte más baja de la puerta sellada por la que se produce mi único intercambio con el exterior: bandejas de comida y bacinilla limpia entran tres veces al día y salen utilizadas otras tantas. No hay más contacto, no hay más canjes, no hay ni una palabra, ni una mirada, ni nada que me haga suponer que hay personas detrás del hormigón.

Voy olvidando palabras, vocablos, expresiones. Voy olvidando formas de expresión, cada día más inútiles. No tiene el menor sentido mantener la mente ocupada en conceptos que no se usan, para qué recordar cómo se dice tal o cual color si ya no hay colores, para que emplear tiempo y neuronas en adverbios, en formas verbales, en sintaxis, si no hay oportunidad de comunicarse con nadie, con nada. La mente solo dedicada a la supervivencia diaria, animal, primitiva y primigenia. No hay lugar para filosofías ni para nada que no sea conseguir despertar cuando el sueño te ha vencido.

Al principio, cuando aún tenía esperanza de ver el final del encierro, de volver a sentir el calor del sol en la piel, de empaparme bajo la lluvia, de esponjarme los labios con nuevos y viejos besos, de simple y llanamente intercambiar palabras, frases, pensamientos, me esforzaba en hallar una forma de escapar. Hoy sé que no es posible, aquí estoy y aquí terminaré, pronto si encuentro la manera, tarde –demasiado tarde- si no me queda más remedio.

Voy olvidando descripciones, recuerdos, no tanto lo que son sino cómo transmitirlos. Siento lo que siento, lo que he sentido siempre, por desgracia no he sabido hacerme bastante inmune, pero hoy ya no sabría decirlo de forma exacta, ni siquiera vagamente comprensible. Es más un anquilosamiento, un entumecimiento, que un olvido real, pero poco más da, no habrá a quien relatarlo, no habrá dónde, no habrá cuándo. No habrá nada que contar en realidad, tiempo plano, raso, sin altibajos, animal, primitivo y primigenio, como dije antes. Se me hace eterno.

Espero no perder lo esencial, espero poder morir recordando al menos la manera de describir lo que sienta, aún someramente, pero si me visto de sinceridad conmigo misma pierdo las certezas. No creo en más allás, no creo en nada que pueda venir después, pacté hace tiempo con mi dios que cuando acabe se acabe sin porvenires. No por desesperanza, no por miedo al dolor: no temo la muerte, la deseo, la quiero ya, la necesito. Prefiero pensar que después no habrá después, no se prolongará mi agonía, no habrá más vida. Prefiero pensarlo aunque no esté segura, de nada estoy ya convencida.

Espero no olvidarme de nada aunque es mucho lo olvidado ya, lo descartado. Todavía tengo en la piel y en el alma tu tacto, todavía veo con los ojos cerrados tu cara durmiente, todavía si me esfuerzo vuelvo y soy capaz de repetir mentalmente lo que me queda de ti. Aunque se difumina, se mezcla, se convierte en una almazuela de sensaciones que ya no sé si fueron o son solo por mi evocación, cada vez más vaga. Igual que sucede con los recuerdos infantiles que son siempre un collage de recuerdo real con reminiscencias de haberlo oído contar y la fantasía propia de la memoria lejana que acumula irrealidad en sí misma, así es lo que me viene a la mente de ti y no me importa en realidad, no voy nunca a confirmarlo, de modo que me queda la sonrisa por el pasado y poco importa lo cierto que sea.

Pero mis días no se acaban solo por desear que así sea y ya estoy harta. A veces pienso que la solución, a falta de algo más rápido, es rechazar todo alimento, dejar de beber (se muere mucho antes de sed que de hambre, aunque ambas formas sean horriblemente dolorosas). Tiene que haber otra manera. Me siento en la cama y me devano los sesos. Otra vez. De repente doy con la solución, la final, la que me arrancará de aquí, de esto, para siempre. Con tu recuerdo que ya es mi único refugio en cada poro. Levanto la cama despacio, pesa lo suficiente o al menos confío en eso. Me tumbo en el suelo, boca arriba, junto a las patas traseras del catre. Poco a poco, centímetro a centímetro voy alzando la cama mientras me arrastro hasta situar la cabeza justo bajo la pata derecha. Pienso en tu mirada, en tus palabras, en tu cariño. Espero que estés bien y que hayas dejado ya de buscarme, que hayas rehecho y te hayas rehecho. Tengo la frente bajo el soporte de la cama. Estiro los brazos cuanto puedo, tengo que elevar la cama lo máximo posible. No habrá segundas oportunidades. Empujo hacia arriba con fuerza y la dejo caer. Oigo un ruido extraño, como cuando pisas una fruta caída de un árbol. La sangre se desliza por el suelo alimentando un charco cada vez más grande, como jugo de fruta. Con el zumo van fluyendo palabras, colores, nombres de olores, que abandonan mi cuerpo lentamente, se mezclan y dispersan. Después más palabras, más verbos, más conceptos. Frases enteras, recuerdos –siempre los recuerdos-, vivencias. Lo último que me abandona es tu nombre, ese que tantas veces susurré de madrugada. Tu nombre como resumen imperfecto de ti, de tu cara, de tu cuerpo, de tu alma… Al final también escapa y se lleva todo hálito de vida, lo poco o lo mucho que quedara.


lunes, 5 de mayo de 2008



Lo miro y se me olvida respirar. Miro y veo fragilidad, se desbordan sentimientos, rebosan sensaciones. Se me va el santo al cielo, pasan segundos como días, minutos como meses. Me voy a algún sitio lejano, mentalmente, y me cuesta volver, ocupado como estoy sólo en notar su calor, en notar su respiración, cada aliento. Cuento dedos, uñas, manos, pies. Cuento ojos, orejas, cuento todo. Cuento y respiro, al fin respiro.

Lo miro y se me olvida respirar. Miro y veo dulzura, veo suavidad, la piel es increíblemente suave, veo fortaleza no obstante, veo fuerza, veo determinación. Pienso en cada momento anticipado y se me borra todo al cogerlo en brazos, desearía hacer tábula rasa de todo lo anterior, empezar de cero para sentirlo todo. Borrar el tiempo, recrearme, poder recuperar a voluntad todo esto, ser capaz de revivirlo cuando quisiera. Parar el reloj, que no pase ni un minuto más sin recordarlo todo, sin desearlo de nuevo. El mundo se ralentiza, se detiene, cesa en su girar. Espacio y tiempo, tiempo y espacio son lo mismo en cada célula, en cada pensamiento, en cada movimiento.

Lo miro y no me apetece respirar. Temo perderme algo, tengo miedo de que si dedico algún tiempo, por escaso –casi nulo, inmedible- que este sea, me pierda algo irrecuperable, algo que no se volverá a repetir, un diminuto cambio, un pequeñísimo gesto, una mirada (la primera, la segunda, la que será clave de algo o la que por el contrario se repita pero de otro modo, con otro matiz, con diferencias casi imperceptibles pero importantísimas), un tic acaso. Tengo miedo de no estar ahí al cien por cien a pesar de tener la absoluta seguridad de que después, demasiado pronto, no voy a acordarme de nada, nada habrá detrás, obnubilado por lo de delante.

Lo miro y no me apetece respirar. No quiero hacerlo, únicamente quiero sentir el calor al cogerlo en brazos, abandonado en mis manos. Quiero ser derribado de todos los caballos, caer de nuevo. Saulo no se desplomó, no lo hace hoy, deslumbrado por la luz. Es la luz. Es el cosmos, no da sentido, es el sentido. Como lo fueron, como lo son, los otros, como lo son todos.
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A Pablo, que es y será.


jueves, 10 de abril de 2008

Duérmete niño, duérmete ya. Si no lo haces vendrá un guardia civil completamente borracho con un artilugio de esos de soplar en cada mano y te llevará con él. Le tendrás que llamar padre (a la benemérita no le gusta lo de papá) y no volveremos a vernos. Crecerás lejos de aquí y con suerte y un tricornio serás como él, controlarás el tráfico y obligaras a los “malos” a llamarte de usted. Él estará orgulloso y yo moriré de ausencia.

Duérmete niño, duérmete ya. Si no lo haces, pronto, mañana no habrá desayuno, ni comida ni cena. No hay raciones para niños desobedientes, solo los nenes buenos, los que tienen las manos limpias (todos los niños las tienen, siempre, pero los adultos no sabemos verlo, hace demasiado tiempo desde la última vez que nos las lavamos y hoy nos siguen chorreando maldades pasadas y presentes), los que hacen caso a los mayores tienen derecho a recibir algo a cambio, aunque solo sea desprecio.

Duérmete niño, duérmete ya. Ya es tarde. Las brujas, los ogros y los señores del saco están acosando a otros críos, no hay para todos. Overbooking lo llaman, a esto también. No te asustaré con ellos, no es necesario. Tienes bastante con lo que tienes alrededor, cada día, cada noche, cada segundo.

Duérmete niño, duérmete ya. Duérmete de una puta vez. Si tengo que volver a venir a cantarte esta preciosa nana no sé si sabré contenerme. Tal vez se me vaya una mano o las dos o los dientes. Tal vez golpee, arañe, muerda, torture. Tal vez haga cosas de las que después me arrepentiré pero de las que siempre te acordarás más tú que yo. Tal vez termine todo así. Y no creo que tú quieras eso.

jueves, 14 de febrero de 2008


Cuando salí a la calle no tenía idea de qué me iba a encontrar. Los domingos por la tarde son aburridos por sí mismos y el plan que la ciudad me ofrecía no parecía ir a mejorarlo. Las calles vacías no aportaban nada y la primavera extraña que devoraba rápidamente al invierno tampoco. Tal vez un bar, una copa o dos o siete, un poco de conversación intrascendente y previsible, como preámbulo de algo mejor, me dieran lo que buscaba, aunque ni yo mismo supiera que era.

Una tasca al fondo de la calle, de esas de taburetes tapizados en absurdo eskay, barra cromada cubierta con esa especie de invernaderos para hongos, cuatro mesas cojas de madera y camarero tan aburrido como yo, me pareció un sitio tan bueno como cualquier otro. Al final de la barra un anciano de ojos vidriosos de anís, sabio de lengua trabada y espalda torcida, me preguntó por mi alma:

- ¿Y tu alma?
- La he dejado en casa, no ha querido acompañarme – contesté.

Entre el viejo y la puerta bebía café un payaso de vaqueros lavados, botas camperas y camisa de marca. Un tipo de esos que llaman socio a cualquier hombre, nena a las chicas y jefe al camarero, de los que creen que se inspiran en Clint Eastwood y pretenden parecerse a John Wayne pero en versión castiza. Uno de esos imbéciles que ya no cumplen los cuarenta pero se disfrazan de sus hijos adolescentes porque son modernos. Se rió en voz alta hasta que le hice callar con la mirada. Pedí al camarero de la mirada hastiada y el churrete añejo en el delantal de color indefinible un whisky de malta:

- Un whisky de malta, por favor. El menos malo que tengas.
- Son todos igual de buenos, si quieres te pongo una cerveza, está fría – dijo el camarero con una sonrisa socarrona pintada entre las cicatrices de su cara ajada.

Las dos putas de la mesa del final me miraron a mí y cuchichearon entre ellas: se habían debido dar cuenta de que también yo soy puta, aunque no lleve falda mínima o ajustada y medias de rejilla, aunque no me pinte la cara como si no hubiera más días, aunque no preste tres palabras y un coño amargo a cambio de unas monedas ni aunque no me den dos hostias si no entrego hasta el último céntimo de lo recaudado. Yo soy igual o más puta que ellas porque me rebajo hasta mucho más abajo, chupo y lamo mucho más profundo y entrego mi alma (que al fin y al cabo es mucho más rastrero que ceder el cuerpo) a cambio no sólo de algo de dinero sino incluso en ocasiones a cambio de una sonrisa, de una palabra amable o de un abrazo tan poco sincero como los gemidos de placer de ellas. Yo soy tan ramera o más que ellas, porque tampoco he elegido profesión pero me dejo la piel cada día en las uñas de un buen puñado de cabrones con más suerte que nosotros o que han sabido lamer mejor. Ya ni siquiera me molesta: todos nos prostituimos de forma más o menos superficial, todos vendemos órganos, tiempo y vida a cambio de una especie de ideal que compramos por televisión, pero que en el fondo sabemos que no existe en realidad y que sus sucedáneos asequibles no nos van a acercar a esa felicidad prometida. Todos somos putas, todos sin excepción. Ni mejores ni peores. Como no conseguía entender lo que decían, les pregunté que murmuraban:

- ¿Qué secreteáis? No estoy aquí para comprar nada.
- Ni nosotras te lo venderíamos, guapo, no estamos de servicio –respondieron entre divertidas y ofendidas.

En ese momento, en ese preciso instante, entró en el local una chica de unos veintitantos, con los ojos llenos de muchos más años. Pelo largo y moreno, lacio, nariz recta y labios rozando la grosería por lo carnoso. Se sentó en un taburete y pidió un vino. Tinto, con cuerpo, de color picota madura, como todos los tintos con cuerpo y casi ninguna picota madura. Cogió su mochila y sacó una de esas marionetas que se mueven con cuerdas desde arriba. Decadente, oscura, casi siniestra, la hizo saltar y andar por la barra, oler el vino e incluso diría que le preguntó por él. Continuó un rato jugando sin hablar con nadie, ajena a todo. Tenía que hablar con ella, conocerla mejor:

- ¿Te dedicas a los títeres?
- Cuando juego con ellos, yo manejo las cuerdas. Cuando termino, los guardo en su caja y me convierto en lo que verdaderamente soy. Lo que somos todos, lo que nos hace uniformes en el fondo. Lo que quita sentido al amor y al dolor, a la soledad y a la convivencia, a la riqueza y a la pobreza. Lo que hace que verdaderamente tanto tú como yo, el idiota ese y el camarero, el anciano del final de la barra y las dos mujeres de esa mesa seamos iguales.
- ¿Putas?
- No, marionetas.

viernes, 1 de febrero de 2008


Rubella es roja y colorea todo lo que acaricia o mira o siente o ve. Es roja, pinta las hayas aún sin ser otoño. Es de un escarlata engañoso, ni tan sangriento como su alma ni tan bermellón como debiera ni tan rosa como su nombre podría indicar. Es de un encarnado variable, a veces roza el burdeos y otras sugiere el naranja. A veces es púrpura, color glándula, a veces en momentos tibios se acerca peligrosa al fucsia.

Rubella es roja y convierte en vino el agua y oxida el aire sin preocuparse más de ello. Calentadora nata de sangres ajenas, es tan responsable de iras como de pasiones, las bajas y las altas todas. Preña a la luna de verano y la embebe de fluidos tan vitales como inadmisibles. Pinta atardeceres y hace desperezarse al alba. Es tan día como noche, es estación, es el tiempo.

Rubella fuma siempre, normalmente con una de esas boquillas largas que alguien una vez dijo que imprimían fatalidad. Habla con voz dulce sin empalagos pero lo que dice nunca es casual. Mide cada frase y regala sus palabras como uñas largas. Se pinta los ojos y los labios, se perfuma de otoño y se viste como si hubiera llegado el último día. Se desnuda igual. Ella es perfecta así porque sabe perfectamente que no lo es.

Rubella odia intensamente y ama con todavía más rabia, es excesiva y viciosa, compulsiva para casi todo. Duerme poco y vive mucho, es fría cuando la modernidad bienpensante dice que se debe ser caliente y al revés. Es delicada pero dura, sinuosa y vengativa como un gato pero tan agradecida como el más estúpido de los perros.

Rubella es roja y tiñe de infierno el cielo porque de eso se trata exactamente. Te colma por dentro, te ocupa todo y desplaza lo tuyo. Contagia oscuridad y vence cualquier resistencia. Se hace fuerte, te anula completamente. Rubella es como es, maravillosa.

viernes, 25 de enero de 2008

Tu memoria se desvanece como las luces entre la niebla. Se difumina tu imagen, palidecen tus palabras. Siempre le diste mucha importancia al hablar. Decías que se valora siempre a quien habla. Que a quien se expresa bien se le ensalza, y que se critica a quien lo hace mal. Siempre has dicho que hablar es abrir la puerta, vencer cerrojos, romper barreras. Conversar es comunicarse, transmitir ideas, sentimientos. Eso es sencillo en el fondo, todo el mundo, o casi, puede hacerlo. Los niños lo aprenden pronto, los ancianos lo olvidan tarde. No tiene ningún mérito hacer algo que toda la humanidad, generalizando, hace constantemente. Incluso son mayoría los que lo hacen razonablemente bien. De este modo, ¿qué cualidad especial es aquella que se distribuye de manera tan uniforme? ¿qué absurda estimación se le da a algo que sobra muchas más veces de las que falta? No puedo acordarme de ti por tus palabras, esas que hoy todavía sigo oyendo, con tu voz en mis recuerdos y sueños, con la de otros — impostores del pensamiento, ladrones de frases ya hechas — constantemente.

Yo te recuerdo por tus silencios. Esos silencios que ahora me enfrían el alma convertidos en colgajos de niebla, en mortajas de bruma que hielan por dentro aunque no hace frío apenas. Te amé por tus silencios. Los silencios son los meritorios, son los difíciles. Cualquiera es capaz de abrir su boca y decir cualquier cosa, lindeza o barbaridad o también alguna frase neutra, insípida e inodora. Los niños no juegan a ver quien es capaz de mantenerse más tiempo hablando sino a tratar de permanecer más tiempo en silencio, a intentar vencer la risa que produce ver el esfuerzo en el rostro del contrario, el opuesto que terminará rompiendo su mudez impuesta, aunque sea por mimesis. Yo no aprovechaba cada uno de tus silencios para hacer vanos intentos de permanecer asimismo callado, los aprovechaba para mirarte, infinitamente. Para recrearme en cada centímetro de tu piel, de tu pelo, de tu gesto. Para recrearme en cada rasgo de los que ahora me roba la niebla.


lunes, 21 de enero de 2008



Dulces eran las horas en las que me aún me dirigías la palabra. Dulces eran los días, tibias las noches, cuando todavía nos podíamos mirar a los ojos sin que nos hiciera daño. Y ahora ahí estás y aquí estoy. Tú sentado mirándome, yo con el agua por los tobillos y la boca muda, tratando de decirte con la mirada que esto no tiene sentido. Me miras y sonríes y el agua sigue subiendo, lentamente, moja mi piel, se enrosca en mis piernas pero sé que no serás capaz.

Me vienen a la cabeza mil y un momentos, cientos de segundos perfectos, claves. Los buenos, los malos y los que nos han traído aquí. El agua sigue trepando poco a poco, inexorablemente. Siento su frío en los muslos ya. Trato de liberarme, pero es inútil. ¿Por qué no dejas de sonreír? ¿Por qué no dices nada? Según tú, todo está hablado ya. Pero no debería ser así o el agua no continuaría su camino. No es así, no puede serlo.

Recuerdo a la perfección la caricia de tu pelo, la hondura de tus ojos, la canción, en ocasiones triste en otras alegre, de tu risa cuando era sincera. El rumor líquido me dificulta la memoria pero no la anestesia del todo, tengo casi medio cuerpo sumergido. Desconozco tus razones, pero los pies se me duermen de frío, te imploro que me sueltes, sin palabras, siempre presumiste de saber lo que pensaba unos minutos antes de que lo expresara con sonidos.

Mi cuello se tensa al intentar capturar más aire, respiro rápidamente, tal vez demasiado rápido. Tu sonrisa ha mutado en carcajada enloquecida o así me parece. Ahora si que has adivinado lo que pensaba y me dices que estás completamente cuerdo. No seré yo quien te lleve hoy la contraria pero he de levantar la cabeza para poder seguir respirando. Me falta el oxígeno y me gustaría ser capaz de obtenerlo de algún modo, aunque sepa que es imposible.

El agua se acerca a mi boca, besa mis labios como tú lo hiciste en su momento, el cansancio me está venciendo. Poco a poco, despacio, demasiado despacio, voy rindiendo voluntades y ánimos. Ya no me miras. Tus ojos hace rato que no buscan los míos, se pierden en el suelo. Compartimos lágrimas: las mías se disuelven a mi alrededor y desaparecen, las tuyas se acumulan a tus pies. Será lo último que compartamos pues siento que me queda poco, el final se acerca con cada gota. Sumerjo momentáneamente la cabeza y vuelvo a sacarla, por poco tiempo ya. No me quedan fuerzas para respirar ni a ti para mirarme. Nuestro tiempo se acaba. Respiraré agua y terminará todo. Quiero que me mires por última vez, quiero que recuerdes esto siempre. Quiero que nunca olvides, ni el final ni cómo fue al principio. Pero es demasiado tarde para querer, demasiado tarde para todo.