miércoles, 27 de junio de 2007


Me despierto a la sombra y miro las nubes viajar perezosamente por el cielo azul de verano. Nubes blancas y algodonosas que contagian su apatía desdibujada. Siento el suelo fresco de hierba bajo mi cuerpo y dejo volar la imaginación. Con la mirada perdida acierto a darme cuenta de que alguien se acerca: es un anciano de edad indefinida, entre el óxido y la mortaja. Cierro los ojos y dejo que pase de largo pero no lo hace.

- Se está bien aquí, ¿verdad?
- Sí. A la sombra sí.
- No hace tanto tiempo aquí no había ningún banco, ningún columpio ni nada de eso. Era todo monte sin más. Los niños no necesitaban tanto artilugio metálico o de madera para jugar y divertirse y los de aquí nunca hemos necesitado caminos para recorrer nada.
- Es verdad -le dije convencido de que me iba a arrepentir de dar pie a una conversación que no me apetecía en absoluto.
- Y tanto que es verdad –el anciano se iba animando-, tal y cómo te lo cuento. Es que hoy en día todo es demasiado fácil, todo se os da hecho, joder. Me acuerdo yo, cuando tenía tu edad –buena memoria tenía, eso es innegable, pensé-, llevaba ya un montón de años currando y viviendo solo y no como ahora que si por vosotros fuera...
- Pues lleva usted razón, supongo.
- Claro que la llevo. Entonces no había tanta televisión ni tanta mierda como ahora, que ves a cualquier imberbe por ahí con su camarita digital, sus cascos con música de esa machacona y su carísimo e imprescindible teléfono. Entonces no había ni fotos en color siquiera, ni nada de nada. Pero no creas que nos sobraba el tiempo, ¿eh?
- No lo creo, no.
- Sabíamos como disfrutarlo, el que nos quedaba, claro está. Yo creo que éramos más felices, aunque tuviéramos menos caprichos.
- Pues seguramente fuera así, no lo pongo en duda. Lo que pasa es que han cambiado mucho las cosas.
- Claro que han cambiado. A peor. Si recuperáramos la capacidad esa que teníamos, si fuéramos capaces de hacerlo sin perder lo que hemos ganado... Bueno, no te quiero aburrir más. Me marcho, pero no se te olvide lo que te he dicho, ¿eh? No se te olvide.
- No se me olvidará, no se preocupe.

El anciano se marcha y me quedo pensando. En cierto modo lleva razón (a pesar de la grima que me suele producir aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor), nos hemos aburguesado demasiado, nos hemos aborregado (como las nubes del cielo, en realidad) y hemos perdido el gusto por los pequeños placeres de la vida. Todo es aburrimiento y buscamos la felicidad en emociones cada vez más de mercado. Hemos olvidado lo que sentíamos cuando metíamos los pies en un charco, no recordamos –o apenas lo hacemos- las sensaciones sencillas, el placer en lo simple, en lo cotidiano. El salir al campo sin más pretensión que el disfrutar de ese campo, el charlar con amigos, el compartir una cerveza...

Me levanto del césped y marcho para casa. No dejo de darle vueltas a la conversación con el ochentón. No dejo de ver el brillo de sus ojos cuando él mismo recordaba su pasado. Pienso en juegos infantiles, en carreras, en bicicletas y en caballitos de madera. En cervezas en un parque, en risas, en conversaciones tan profundas como inútiles. En estériles discusiones, en amigos olvidados, en juergas pasadas. En cuanto llegue a casa cogeré los viejos álbumes de fotos y trataré de que no se quede todo solo en un mero recuerdo. Intentaré recuperar todo aquello o por lo menos no olvidarlo.

viernes, 22 de junio de 2007


Anoche cené filete de distancia con ensalada de adormidera y dos copas de nostalgia. El veneno de la espera se agarra con sus uñas pintadas de rojo oscuro, araña mi espalda y me tira del pelo. Cuento las horas, los minutos y los segundos porque imagino lo que me espera.

Echo de menos tantas cosas que no sé si me dará tiempo a disfrutarlas todas.

El cielo es azul y el mar está cerca pero mis pasos se encaminan al regreso. El lunes será otro día y luego muchos más, pero serán diferentes.

jueves, 21 de junio de 2007

Hajdu Tamas

De noche hay mariposas que juegan con flores secas y estiran su corta vida girando sin cesar alrededor de las luces que señalan el camino. Hay estrellas que caen a la Tierra en silencio, dejando su rastro de lágrima blanca en la cara de los enamorados.

De noche hay niños con fiebre que crecen y crecen ladrando su llanto a padres insomnes, vendiendo con rabia el silencio. Hay hospitales que no cierran para así sentirse útiles, curando a los enfermos y acabando con los sanos.

De noche hay perros que maúllan a la luna pidiendo permiso para agonizar un poco más, gritando su miedo a las calles de cartón. Hay ancianos que mueren solos de amargura, borrachos de ausencia y con la mente desquiciada por la edad.

De noche hay hojas que susurran secretos de alcoba, rasgando lo quieto e inspirando canciones de sed y cerveza aguada. Hay gentes que vagan su vagabundeo vago, aprovechando la ayuda de lo oscuro y sintiéndose vivos por un rato.

También hay mujeres que duermen la compañía de los amantes, rompiendo con saña los sueños de futuro. Y lámparas fundidas esperando ayuda y dulces que nunca lo fueron y también hay hombres que vuelven a casa danzando viejos bailes y cantando procaces canciones, pensando en pasados de madera podrida.

De noche nos uniremos y nos abrazaremos hasta caer rendidos por el sueño, haremos oídos sordos a los ecos de los gritos de los cerdos y uniremos nuestras manos, licuando piel y fluidos hasta ser sólo uno. Volaremos lejos, más allá de lo humano, menos allá de lo divino y cuando el amanecer rompa el hechizo, apedrearemos al hada azul de la morbosidad azucarada, seremos nosotros y nadie más, para siempre.

miércoles, 20 de junio de 2007


En el planeta de los árboles no existen mercados dónde te venden las bolsas. No hay nada que hacer más que contemplar a las hojas bailar con el viento y a la sabia vida hacerse savia.

En el planeta de los árboles los niños juegan con cuerdas de colores y, si te fijas bien, te das cuentas de que algunos lo son sólo por fuera. No hay sitio para el pensamiento adulto ni para el dinero ni para la prisa.

En el planeta de los árboles el fuego se lleva con uno y la ceniza no ensucia nada. No hay lugar para nada que no sea dejarse arrastrar por el murmullo de los brotes que renacen, inaudibles a partir de los tres años.

En el planeta de los árboles anochece de mentira y el rojo y el rosa y el naranja y el violeta jamás se fundieron tan bien con el verde oscuro. No hay espacio para no sangrar la herida de la distancia, para no evocarte con cada célula, para no sentirse sólo.

En el planeta de los árboles la brisa huele a ti y me hace echarte de menos. No queda nada más que dejar que los recuerdos inunden mi mente y me lleven lejos, dónde el océano se llama mar y dónde nunca es verano realmente.

En el planeta de los árboles no hay más que añoranza y belleza, belleza y añoranza. No resta nada por decir, por saber, por conocer. En el planeta de los árboles te esperaré de nuevo. Para recorrer sus sombras juntos.

martes, 19 de junio de 2007



En el centro de algunas ciudades (en la periferia también pero creo en menor medida) suelen acumularse personajes peculiares que, lejos del friki de turno, parecen tener la extraña afición de dar lecciones gratuitas y nunca solicitadas.

En el centro de una ciudad cualquiera (podría ser cualquiera aunque esté hablando de una muy concreta) quedan todavía personas que ya hace mucho tiempo de que hizo mucho tiempo que desaparecieron de listados oficiales, de ayudas y de censos y que quedaron únicamente para la conciencia colectiva.

En el centro de esa ciudad del norte de la que todo el tiempo hablo existe una persona que un día decidió hacerse personaje. Personaje tullido, una pierna le falta, que se apoya en un gastado bastón y que dedica su tiempo libre (todo el tiempo sería libre si no nos empeñáramos en esclavizarlo, aunque en este caso ese tiempo es más libre de lo habitual) a cortar el tráfico poniéndose en medio de la calle y retando a los coches (esas ratas metálicas que hacen de la calzada alcantarilla) a pasar por su lado, exigiéndoles enterarse de lo que demanda.

En el centro de esa ciudad, de la Ciudad, existe un personaje que acostumbra vestir pantalones cortos de color indefinido y camisetas con soflamas escritas a mano, con bolígrafo o rotulador, sin orden aparente pero con un mensaje claro. Un personaje de pelo sucio, desgreñado, pero con una barba ya cana y sorprendentemente cuidada dadas las circunstancias.

En el centro de la Ciudad conviven proclamas de todo tipo, la mayor parte de ellas vendidas al mejor postor, venga éste de dónde venga. La lucha de este héroe de segunda, tercera, cuarta o quinta es definitivamente estéril, tanto por lo que propone como por los medios empleados para hacerlo, pero tiene los ojos (esos sí los conserva inasequibles a las consecuencias que en el resto de su cuerpo ha tenido su estilo de vida) preñados de ilusión y cuajados de recuerdo.

En el centro de la Ciudad todavía sobreviven algunos actores dispuestos a que un paseo vespertino merezca la pena. Algunos de ellos (por más que parezcan el abuelo perdido del antaño célebre Cojo Manteca) dedican su vida a recordar a los demás que la lucha (que nunca tuvo color, a pesar de que muchos se empeñen en comprársela), por muy absurda que sea, por muy insensata, por muy incluso injusta, todavía puede ser un fin en sí misma. Antes se les llamaba idealistas. Hoy no existen más que para despertar sonrisas condescendientes o iras exageradas a los súbditos de la prisa moderna.

En el centro de la Ciudad todavía existen algunas mentes anormales (por preclaras) que se empeñan en que no se olviden determinadas cosas. Algunos dueños de esas mentes cortan el tráfico, otros pierden muñecas.

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Nota: El dueño de la pelea existe cómo existe la dueña de la muñeca. El primero cada tarde entrega un trozo de su vida sin pedir a cambio. La segunda vive rodeada de más muñecas de las necesarias y no juega con ninguna.


miércoles, 6 de junio de 2007

Foto de Avatar
Una noche, hace algunas ya, cogí al Rubio en brazos para llevarle a la cama. A la mañana siguiente, el crío que acuné se había transformado en una persona de metro veinte y pelo castaño. Asustado, corrí a mirar por toda la casa, buscando otros cambios, otras metamorfosis. Pero nada más había variado.

Aliviado, volví a su cuarto, nos sentamos a charlar y comprendí que tampoco en él había más cambios, seguían allí las preguntas con respuesta postergada –que no olvidada, no podría permitírmelo ni el ex-rubio me dejaría-, la metafísica, la nobleza. Seguía todo tal y cómo estaba la noche anterior. La risa, la sinceridad, la justicia, la lógica, el cariño... quizás fueran aún más pausadas, más reflexivas, más maduras, no podría asegurarlo.

El nuevo rubio, el Castaño claro de momento –viendo los antecedentes terminará Castaño sin más o Moreno pero poco casi seguro-, sigue despertando los mismos sentimientos que despertaba el antiguo y añade a su haber una renovada capacidad para la razón y la conversación encantadoras.

El Castaño claro sigue teniendo sus cosas propias de su metro veinte escaso, su inocencia, la ingenuidad intacta, la hidalguía esa que se olvida de adulto, la bondad intrínseca que se hace extrínseca, casi centrífuga cuando, por aspersión, la arroja sobre la Ex-Rizos o sobre mí o sobre su madre. En ese momento (y en los correspondientes y correspondidos abrazos y besos) la diabetes se dispara y la saliva forma charcos a mis pies, charcos eternos de cariño imperecedero.

Aunque cambie, aunque siga cambiando, será rubio per se y para siempre.

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A Jorge, por existir, por ser parte de razón primera.