jueves, 30 de diciembre de 2004

Oliver Flesch


Este relato fue publicado por su autor en el foro de relatos eróticos de petardas el 30 de diciembre de 2004

ÉL

En Navidad, lo que más aborrezco es la pasión consumista que hace que todos y cada uno de nosotros se dirija a las tiendas como si lo regalaran. Siempre que veo la estampa de la gente saliendo de los comercios con sus carros llenos de paquetes, me vienen a la cabeza la imagen esa de una película de Buñuel con un rebaño de ovejas saliendo por la puerta de una iglesia. Todos los años trato de resistirme a formar parte de semejante manada, pero debe ir en los genes, porque todos los años termino mezclándome con ella. Este año no iba a ser menos, así que dirigí mis pasos hacia donde todo el mundo dispuesto a perder la menor cantidad de tiempo posible.

Entré en el centro comercial y la vi. Su pelo, largo y negro, caía sobre su espalda, a duras penas tapado por el absurdo gorrito que tapaba su cabeza.

Ella me miró. Sonrió. Lentamente, me hizo una seña. La acompañé a los servicios del centro comercial sin mediar palabra entre nosotros. Una vez allí, me cogió la mano y nos metimos en uno de los cubículos del baño de señoras. Sonrió de nuevo y, muy despacio, empezó a desabrocharse el cinturón, negro y ancho, que ceñía tanto su amplia chaqueta como su estrecho talle. Al caer el cinturón al suelo, la hebilla repiqueteó en las baldosas y la chaqueta se abrió dejando ver el suéter rojo que llevaba debajo. Apoyando el pie en la tapa del water, se quitó las botas. Primero una y luego la otra terminaron en el suelo, junto al cinturón. Pensé que se quitaría los pantalones, pero en vez de eso, se acercó a mí un poco más (aunque era difícil dadas las dimensiones del sitio en el que nos encontrábamos) y empezó a desabotonar mi gabardina que pronto fue a reunirse con sus botas.

Entonces, relamiéndose ligeramente los labios, tiró de mi camisa para sacarla del pantalón y, como si fuera un jersey, me la sacó por encima de la cabeza. Acarició mi pecho con sus largas uñas, jugueteando un momento con el vello que lo cubre. Después se echó hacia atrás y se bajó el pantalón. La visión de aquel cuerpo maravilloso vestido sólo con panties y suéter me excitó muchísimo, cosa de la que, estoy seguro, se dio cuenta, pues volvió a sonreírme.

- ¿Te gusto? – dijo ella.
- Claro –dije-. ¿No lo notas?

Me acarició delicadamente el bulto que sobresalía en el tergal de mi pantalón y no dijo más, aunque sus ojos me contestaron que sí lo notaba.

Se quitó el suéter y la blonda blanca de su sujetador, destacando en el moreno de su piel, saltó a mis ojos. El sujetador se hizo hueco en la pequeña montaña de ropa que había en el suelo, descubriendo sus pechos erguidos, de pezón violáceo y aspecto irresistible.

- Bésame – dijo.

Procedí a hacerlo mientras torpemente acariciaba su espalda. Me apartó suavemente e hizo que sus medias se deslizaran por sus caderas y piernas hasta enrollarse en sus tobillos. Me agaché y, despacio, saqué sus pies de las medias y los besé con más lujuria que cariño, todo hay que decirlo. Mientras lamía entre sus dedos, tire de la goma de las bragas hacia abajo y la dejé totalmente desnuda ante mis ojos. La vista que había desde allí abajo era absolutamente impresionante.

Ella tiró de mis axilas levantándome y bajó la cremallera de mi pantalón. Apartando el slip, liberó mi polla tan enhiesta que, si hubiera esperado un poco más, supongo que habría terminado de liberarse sola. La cogió con su mano y, mirándome a los ojos, se la llevó a la boca empezando a lamerla desde la punta a la raíz, proporcionándome un placer que hacía tiempo que no sentía.

Después la rodeó con sus labios y comenzó un ejercicio de succión que para sí querrían los fabricantes de aspiradoras, valga la comparación. Tuve que apoyarme en la pared de detrás para no caerme. Cuando pensé que me correría en su boca, puso un pie en la taza del water y me atrajo hacia sí.

Cogió mi muy mojada polla con su mano y la dirigió hacia el centro de sus otros labios, sin duda tan o más apetitosos que los de arriba. Si no fuera porque obviamente me dejé, podría decir que prácticamente me violó. Agarró con fuerza mis nalgas y empezó a follarme del modo más salvaje en el que lo hayan hecho jamás. Al poco rato, se corrió y me corrí. Noté que se corría por como me la apretaba con su vulva y, claro, ante semejante situación, me vi obligado a corresponderla entregándole todo mi semen.

Tras corrernos, sin decir nada, se limpió como pudo con papel higiénico, se vistió y se fue, dejándome allí dentro a mí solo.
Quise salir a preguntarle al menos su nombre pero cuando terminé de vestirme, al asomarme fuera, no había nadie. Recogí mis cosas y salí del baño a seguir comprando más regalos.

Aún estaba donde la vi por primera vez. Al recordar lo que había sucedido, noté que estaba empalmado de nuevo. Me giré y vi a unos cincuenta metros a uno de los guardias de seguridad del centro comercial. Me acerqué a él y le pregunté por los servicios pues sin duda tenía que hacer algo para desahogar la erección.

- Por favor, ¿podría indicarme dónde están los servicios?
- Por supuesto, como casi siempre, al fondo a la derecha –dijo.

Al llegar a los baños, vi que estaban fuera de servicio. Me giré y la vi de nuevo. Iba vestida de Papá Noel, o debería decir de Mamá Noel(a), ya que no llevaba barba y, desde luego, no tenía barriga. Pensé, al fin y al cabo, el hombre propone y la mujer dispone.

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ELLA

En Navidad, lo que más aborrezco es la pasión consumista que hace que todos y cada uno de nosotros se dirija a las tiendas como si lo regalaran. Siempre que veo la estampa de la gente saliendo de los comercios con sus carros llenos de paquetes, me viene a la cabeza la imagen esa de una película de Buñuel con un rebaño de ovejas saliendo por la puerta de una iglesia. Todos los años trato de resistirme a formar parte de semejante manada, pero me resulta imposible ya que trabajo de promotora en uno de estos grandes bazares del capitalismo. Sí, ya sé que me estoy poniendo un poco roja pero no puede ser menos dado que desempeño mi trabajo disfrazada de San/ta Nicolás/a. Este año no iba a ser menos, así que dirigí mis pasos hacia donde todo el mundo dispuesta a perder la paciencia lo más tarde posible.

Entré en el centro comercial, me dirigí a mi puesto de trabajo y le vi. Su pelo, ralo y escaso, tapaba una más que incipiente calva.

Él me miró. Sonrió. Le devolví la sonrisa con más cortesía que ganas. Debió malinterpretar mi sonrisa porque empezó a desnudarme con la mirada. La gabardina ajada que llevaba y, ¡Oh Dios!, sus pantalones de tergal gris no contribuían precisamente a aumentar su atractivo.

Noté como introducía la mano en el bolsillo de su pantalón y al poco rato se acomodó la gabardina para disimular su erección. La verdad es que me dio bastante asco la situación, así que intenté mirar para otro lado y centrarme en los niños que se acercaban a mí a jugar con los juguetes de la marca que me había tocado promocionar ese año.

No sé porque pero volví a mirar a aquel tipo. Seguía con la misma mueca libidinosa de antes pero ahora me miraba aún más fijamente. No sé qué estaría pensando pero desde luego no me gusta que me miren así. Parecía estar pensando en como sería hacérselo conmigo.

Al poco rato vi que iba andando hacia el guardia de seguridad y después hacia los servicios. Imagino que iría a cascársela ya que es lo que suele hacer este tipo de mirones. Enseguida volvió a salir. Parece que el guardia no le había avisado de que los baños estaban fuera de servicio. Pensé, al fin y al cabo, y menos mal que es así, el hombre propone y la mujer dispone.


viernes, 26 de noviembre de 2004



Este relato fue publicado por su autor en el foro de relatos eróticos de petardas el 26 de noviembre de 2004

La tengo pequeña. Sí, la tengo pequeña, para que lo voy a negar. No es que su tamaño sea ligeramente inferior a la media nacional, es que la tengo francamente corta. Es algo que nunca me dejó de acomplejar hasta que conocí al gran amor de mi vida. Hasta los treinta años no llegó mi momento de practicar el coito por primera vez. Sí, es cierto, había habido pequeños escarceos, pero el pudor u otras razones, me había impedido ir más allá de algún tocamiento o algún fugaz restregón más o menos consentido.

Debo decirte que esta primera experiencia sexual completa no fue con la primera mujer que conocí, ni con la primera de la que me enamoré. Lo que sucede es que en mis anteriores “relaciones” siempre había habido una cuestión de porte viril que me había impedido consumar, o dicho con menos reserva, que uno no está ya para remilgos, hasta entonces el tama&ntildeo de mi pene había hecho retraerse a mis anteriores amantes.

Sin embargo, cuando conocí a mi bella, supe que con ella había de perder eso de lo que hablaban todos mis conocidos. Me conjuré a su conquista, que para qué enga&ntildearos, no resultó fácil. Se resistía a mis encantos la muy... ...cándida. Ahora que ya han pasado un montón de a&ntildeos te puedo contar cómo fue, sin ruborizarme o tartamudear. Al menos así lo espero.

La conocí en una tienda del pueblo donde me crié. Tan pronto la vi pasar, noté que el corazón me latía como si se me quisiera salir del pecho. Su pelo largo, negro, sus ojos castaños y su cuerpo que, mal disimulado entre los anchos vestidos de la época, prometían todos los placeres que habían estado vedados para mí desde siempre. Era una mujer completamente diferente a todas las demás que conocía, distinta a todas las mujeres del pueblo.

Aún hoy, al recordarlo, puedo ver esa figura sublime, esa mirada solapada que me robó el alma, luego el corazón y finalmente el virgo. Y sí, he dicho virgo. Ya se que hoy en día nadie habla así, pero permite alguna pequeña licencia a este viejo que te cuenta lo más importante que le sucedió en su aburrida vida y haz un pequeño esfuerzo por entenderme a pesar de que se que mi vocabulario pasó de moda hace mucho. Bueno, al grano, que me pierdo por las ramas nada más ver el árbol, como dicen en mi pueblo.

En aquel primer encuentro, lógicamente no me dirigí a ella; simplemente observé como salía de la tienda con una bolsa llena de comestibles. Yo, anonadado por su presencia, apenas fui capaz de balbucear un gracias a la dependienta que llevaba ya un rato intentando darme el cambio con una sonrisa pícara pintada en sus ojos.

Después, estuve unos días sin verla, intentando hacer discretas averiguaciones por todo el pueblo, preguntando por ella, pero nadie sabía nada. Yo, mientras, desesperaba de desinformación, sabía que tenía que encontrarla como sabía que probablemente no me haría ningún caso. Al fin y al cabo, yo tenía treinta a&ntildeos y ella no creía que tuviera más de diecinueve...

También estaba en mi cabeza el recuerdo de otros encuentros, frustrados, de otros sinsentidos, de otros desencantos. Esos recuerdos, dolorosos, no empañaban el deseo de encontrarla, de dirigirme a ella, de poder oír aunque solo fuera por una vez su voz, aunque ese deseo se tradujera en un no, como me había sucedido tantas veces, o en un ataque de risa como otros que me humillaron en el pasado. De lo que estaba seguro es de que jamás podría haberme perdonado el no haberlo intentado, el haber dejado pasar esa oportunidad, el haber... ...de nuevo por las ramas. Perdona.

Tras pasar trece de los peores días de mi vida, volví a verla. Caminaba por la calle en uno de esos días en que el sol parece harto de iluminar sin más y decide abrasar personas. El fulgor del astro no conseguía ni por asomo enceguecer el otro resplandor que llegaba a mis ya entonces cansados ojos. ¡Madre mía! ¡Qué mujer! ¡Qué manera de andar, de moverse, como si no tuviera pies en absoluto!. Más que andar, parecía como si flotara. Con la melena al viento -escaso todo hay que decirlo- y aunque solo sus tobillos desnudos podían verse, era como un regalo para los sentidos, un regalo caído del cielo. Me estoy poniendo bastante cursi, pero ¡ay!, el amor es lo que tiene.

Decidí hacerme el encontradizo, hacer como que pasaba por allí y no había reparado antes en su presencia.
- Buenos días, señorita –balbucee.
- Buenos días.
Ella sonrió y yo aún no se si esa sonrisa era de burla por mi torpe acercamiento o si realmente no era capaz de mirar a alguien sin sonreírle con todo su cuerpo.
- Usted no es de por aquí. ¿Verdad? (frase muy original, dicho sea de paso. Vamos que no le pregunté si estudiaba o trabajaba porque en aquel entonces las mujeres no solían hacer ni una cosa ni la otra).
- He llegado hace poco, pero me da la sensación de haber sido siempre de aquí.

Es lo que tiene mi pueblo. Cuando quiere, es hospitalario hasta hacer que el forastero se sienta como en casa.
- ¿Y qué le ha hecho venir a alegrarnos con su presencia? –le dije intentando no parecer demasiado indiscreto.
- El aburrimiento, supongo –contestó mientras un velo de algún recuerdo triste empañaba por un momento su mirada.
No quise insistir por ese camino, ya que no tenía idea de que podía haber sido lo que había nublado sus ojos.
- Oiga, no quiero parecer atrevido, pero hace un calor de mil demonios. ¿Le apetece a usted tomar algo?
No se como me atreví a decir esto. Estaba seguro de que recibiría una negativa, sin embargo:
- De acuerdo. La verdad es que un refresco me sentaría bien.

Nos dirigimos al único bar del pueblo que puede ser considerado como tal. El miedo a las miradas cotillas de los demás parroquianos me pesaba en las piernas. Aquella mujer merecía sin duda el que me convirtiera en la comidilla más jugosa de los últimos años.

Podrías pensar que a partir de este primer encuentro todo fue coser y cantar. Te equivocas de medio a medio. Me supuso cuatro meses de invitaciones y conversaciones cada vez más íntimas conseguir una primera cita a solas. Eran otros tiempos y la amenaza de ser considerada una chica fácil impedía muchas veces un acercamiento más sincero. Porque a estas alturas estaba claro que, si bien no podía ni mucho menos estar seguro de que me amara, se sentía a gusto en nuestras informales reuniones, siempre con espectadores pero siempre con la sensación (al menos para mí era así) de que estábamos solos. No en el bar o en la tienda o en algún banco de la calle, más bien en todo el universo. Yo, claro, seguía babeando en su presencia, cosa que trataba de disimular pero que el habernos convertido no ya en comidilla sino en rumor a voces hacía más difícil. Vuelvo a perderme...

La primera cita en la que estuvimos a solas fue en mi casa. Era un frío día de noviembre, habíamos estado juntos en el bar y se nos hizo tarde charlando de lo divino y lo humano. La dueña del local nos sugirió entre amable y divertida que continuáramos nuestra charla en otro sitio ya que ella pensaba cerrar. Lógicamente yo no podía perder una ocasión como aquella e invité a mi dulce compañía a un último trago en mi casa.

Mi casa no es muy grande aunque si suele estar limpia, cosa extraña quizá para un solterón como yo. Además no quedaba demasiado lejos del bar, algo que no es en absoluto raro teniendo en cuenta las exiguas dimensiones del pueblo.

Cuando terminamos el corto paseo al llegar al porche de mi casa, noté que la chica dudaba en seguir más adelante y entrar en el salón ya que seguro que pensó que su virtud podía quedar comprometida, por más que durante cuatro meses yo le había demostrado ser un perfecto caballero. Al fin se decidió y entró. La invité a ponerse cómoda y le pregunté si quería otra ronda de lo mismo que habíamos estado bebiendo toda la tarde y noche. Ella accedió, claro. Nos sentamos en el sofá y proseguimos con nuestra charla. La conversación, sin subir de tono, sí que fue bajando de volumen y en esa intimidad me permití acercarme un poco más a ella. Olía como el campo recién cosechado. Ese olor limpio, fresco y penetrante, como de hierba recién cortada, que a algunos nos trae tantos recuerdos de ni&ntildeez y adolescencia rurales.
Poco a poco me fui acercando más hasta que mi mano, sin que supiera yo muy bien cómo, rozó su pelo. La noté que se ponía tensa, pero como tampoco me dijo nada y yo llevaba alguna copa de más, me atreví a acariciarle suavemente el cabello, como colocándoselo. Ella hizo un ligero ademán de alejarse pero finalmente me permitió seguir adelante. Yo me lancé a tumba abierta y, con más miedo que vergüenza, comencé a explicarle lo mucho que la amaba. Fui tratando de describir mis sentimientos empezando por lo que sentí la primera vez que la vi, hacía un siglo o dos. Ella escuchó atentamente mi más que encendida exposición sin decir nada. Cuando comprendió que había terminado y que esperaba una respuesta, se echó a reír. No fue una risa burlona, no me pareció que se mofara de mis sentimientos. Me explicó que, aunque llevábamos viéndonos esos meses, realmente no la conocía y no podía estar tan seguro de mis sentimientos hacia ella sin conocerla apenas. Por supuesto, negué que pudiera ser así. Claro que la amaba, como jamás había amado a nadie antes.

- Pero bueno, ¿hicieron el amor aquella noche?, ¿sí o no?
- Más despacio, joven. No todo en la vida es sexo. Tenga paciencia, hombre, que ya llegara ese momento. Y no, no hicimos el amor aquella noche.
- Es usted un pánfilo.
- Y tú un impertinente –lo siento, pero yo a alguien que me llama pánfilo, no puedo mantenerle el tratamiento.

Ella me dijo muy seria que me consideraba la mejor persona que había conocido nunca y que por momentos la hacía olvidar cosas de su pasado que era mejor no remover. A mí se me caía el alma a los pies por momentos porque pensaba que lo siguiente que me iba a decir era que me quería como amigo (frase más de moda ahora que hace años, pero también entonces de uso común para evitar el más desagradable “no quiero saber nada de ti, pero no te preocupes que si me pasa algo, estoy hecha polvo en casa y necesito un hombro que empapar, ya te llamaré”). Sin embargo, ella no dijo eso. Simplemente me dijo que yo también le gustaba aunque no estaba segura de si estaba enamorada de mí. Me dijo también que la dejara que lo pensara un poco y que al día siguiente me daría una respuesta. Yo me quedé sin habla. ¡Era posible que mi amor fuera correspondido!. No pude decir nada más, ya que se levantó, me besó en la mejilla y se marchó a su casa. Aún hoy me quema el lugar donde recibí aquel primer beso, que no por casto fue menos intenso.

- Definitivamente no sólo es usted un pánfilo sino que además es un cursi.
- ¿Me vas a dejar que continúe la historia?
No soporto a los jovenzuelos que se creen con derecho a apresurarlo todo. Cada cosa lleva su tiempo. Las frutas hay que cogerlas en sazón, verdes no valen nada.

Al día siguiente volvimos a vernos. Yo había mejorado mucho y solo llegué un par de horas antes al lugar de la cita. No hizo falta que me dijera nada, ya que llegó y me plantó un beso en los labios. Breve, sí, pero en los labios. La abracé por su estrecho talle y la besé apasionadamente. Ella respondió al beso, así que sin hablar una palabra, nos cogimos de la mano y fuimos a mi casa.

- Y te la tiraste –espetó omitiendo él también el tratamiento.
- ¡Espera! –rugí-. Yo en mi vida me he tirado a nadie, por más veces que haya consumado mi amor. ¿Qué te has creído? ¿Que todos vamos por ahí, como perros en celo, cómo haces tú?. No seas ridículo y déjame seguir o me callo ahora y te quedarás sin saber que fue lo que pasó –amenacé sin mucha convicción, ya que en realidad era yo quien necesitaba contar la historia, más que él escucharla.
- De acuerdo –contestó con media sonrisa pintada en su cara.

Cuando llegamos, continuamos besándonos sin romper nuestro abrazo, el que habíamos iniciado en el momento de cruzar el umbral, a salvo de indiscretas miradas. Yo aproveché la coyuntura para acariciarla la espalda, sin dejar como ya he dicho de besarla. Fuimos desnudándonos poco a poco y, de esta forma, descubrí por primera vez su cuerpo, tal y como Dios la trajo al mundo. ¡Qué cuerpo!. Era impresionante. Tenía la piel más suave que he conocido; su pecho, del tamaño justo, era tan despampanante que no pude seguir mirándola, necesitaba besar aquella piel sin más demora. Ella apagó la luz y continuó desnudándome, también lentamente, como correspondía según la situación. Aquella primera noche de amor fue como un ritual, como una danza sin fin en la que cada uno se entregó al otro, sin que sepa yo quien dio o se entregó más. Los detalles quedan para mi recuerdo y espero que para el suyo, por algo soy un caballero.

- Pues que bien. Ahora que por fin llega lo mejor, vas y te callas los detalles.
- Es como es, si te gusta así, bien. Si no, ahí tienes la puerta –le dije. Empezaba a estar molesto con su impaciencia y con lo que a todas luces representaba para mí una gran falta de educación por su parte.

Seguimos juntos durante diez meses, haciendo el amor cuando podíamos y simplemente charlando y conociéndonos mejor cuando las circunstancias nos impedían estar a solas.

De repente un día, no se presentó en el lugar donde nos citábamos siempre sin necesidad de quedar más explícitamente. Aún hoy no se por qué. La busqué por todo el pueblo, tampoco tardé mucho. Día tras día volví al lugar de nuestras citas, por si ella aparecía. No lo hizo. Estuve esperándola físicamente al menos dos años, mentalmente aún la espero. Durante los diez meses que estuvimos juntos no sucedió nada que explicara lo que luego habría de suceder.

- Y ¿no volviste a verla?
- Nunca. Durante todos estos años, he estado esperando encontrármela como aquella primera vez. He vuelto muchas veces a mi pueblo preguntando por ella. Incluso recorrí toda la región buscándola. Y nada. No tengo ni idea de qué pasó, ni de por qué desapareció sin más.
- ¿Crees que realmente te quería?
- Sí. Si no me hubiera querido, no tengo forma de entender nuestra relación que aunque corta, fue muy intensa.
- Pero en todo este tiempo, ¿no has descubierto o imaginado la razón de su falta? –interrumpió el joven.
- No. La verdad es que no. Quizá fuera ese algo de su pasado que la ensombrecía de vez en cuando y que nunca me contó –dije.
- En el tiempo que estuvisteis juntos, ¿nunca discutisteis?
- No. Jamás discutimos. No hubo ninguna pelea entre nosotros. Compartimos muchas cosas pero el mal humor nunca lo intercambiamos.
- Pero hay una cosa que no termino de comprender –dijo el joven mientras se volvía a llenar el vaso.
- Ya. Yo hay muchas cosas que no termino de comprender –contesté, pensando en cómo podía mantenerse lúcido con lo que había bebido-, pero dime, dime.
- Todo iba bien entre vosotros por lo que me has contado. No discutíais, os limitasteis durante un montón de meses a disfrutar de vuestro amor. ¿No hubo nada que te hiciera sospechar que algo no funcionaba?
- Es que no creo que el problema fuera que algo no funcionara. Quiero creer que fue algo ajeno a la relación lo que la hizo alejarse de mí. No creo que fuera por la diferencia de edad, ni por tenerla yo pequeña. Créeme que es algo a lo que le he dado muchas vueltas. Nunca le dio importancia al tamaño, o no le preocupaba o no le disgustaba. Tampoco creo que fuera por ser ella blanca y yo negro. No se porque me dejó y punto. El caso es que tras estar esos diez meses con ella, comprendí que el tamaño es una cuestión de perspectiva.
- ¿Una cuestión de perspectiva?
- Sí, sólo una cuestión de perspectiva.



sábado, 23 de octubre de 2004

Foto de Philippe Pache


Este relato fue publicado por su autor en el foro de relatos eróticos de petardas el 23 de octubre de 2004


S era perfecta. Tenía los ojos celestes como el cielo de verano, ojos límpidos, sin una sombra que pudiera ocultar lo que pasaba por su cabecita. Tenía un pelo maravilloso, castaño, largo y lacio pero con volumen al mismo tiempo, no sé si me explico. Un pelo suave, espeso sin llegar a la exageración; un pelo en el que daba gusto perder los dedos, para después encontrarlos sintiendo en las yemas ese tacto-cosquilleo tan especial.

Si en esa caricia dabas con sus orejas, de lóbulo perfecto, redondeado, podías ver en sus ojos ese brillo de placer íntimo que solo en unos ojos tan transparentes como los de S resulta visible.

Tenía la nariz algo respingona, una nariz que reía cuando S reía. Y ?qué risa!. Cristalina, contagiosa, casi silenciosa también. Una risa que te hacía reír desde su interior aunque solo una levísima mueca se tradujera en sus labios.

Labios rojos, carnosos, apetecibles. Siempre dispuestos, siempre preparados para la entrega, siempre ligeramente húmedos, brillantes y deseables. Ocultaban unos dientes pequeños, casi de leche, maravillosamente alineados, y una lengua ágil, ni muy delgada ni muy gruesa, esa lengua que en ocasiones podía tener vida propia y en otras reía o danzaba con el resto de su cuerpo. Una lengua que invitaba a besar. Y tras besarla, acudías a su delicada barbilla, suave, tersa, con un pequeño hoyuelo que marcaba el camino hacia su cuello.

Un cuello de piel tensa, mullida, donde se marcaban sus estructuras más internas, tendones que se estremecían con esos besos, con esas caricias que con mi boca les procuraba, que terminaban en unas clavículas donde confluían los deseos. De ahí a su escote, solo había un descenso inevitable hasta encontrar sus pechos, coronando su latido.

Pechos medianos, ni demasiado grandes ni demasiado pequeños; ni blandos ni excesivamente duros, terminados en unos pezones pequeños y muy oscuros, firmes al tacto, amables a los labios, que no entendías como podían endurecerse más, pero que de hecho lo hacían. Al rodearlos con la boca o hacerlos vibrar con la punta de la lengua, te daba la sensación de que crecían un poco y se convertían en dos pequeñas piedrecitas que hacían insoslayable el morderlos suavemente, como con miedo a romperlos, aunque jamás se rompían. Tras el descenso, su vientre liso y duro, trabajado y hecho diana con su ombligo en el centro.

Ombligo que, huelga decirlo, anticipaba en su profundidad la necesidad de introducir la lengua en alguna otra oquedad más húmeda y más caliente, más abajo y más deseable si cabe.

Y al llegar a ese hueco, encontrarlo rodeado del vello justo, suave y brillante, perfecto (pero ya dije que S era perfecta, ¿no?) y rizado, cuidado y hecho de nuevo para perder los dedos, recuperados de caricias anteriores, y tras la pérdida, acariciar más dentro, más íntimo, buscando ese fluir tan conocido, tan recordado. Y separar labios, arriba y abajo, y encontrar más brillos, más calor, más deseo. Y después acercar la cara y percibir ese calor, ese olor acre y nunca desagradable. Y desear hundirte en esa profundidad y esa oscuridad que nunca fue insondable, en ese desear que solo puede proceder del amor más puro; bucear en el leve temblor que anticipa y sugiere el placer.

Y perder la noción del tiempo y del espacio al volver a sentir de algún modo lo que fue seno materno. Ese momento en el que no oyes nada, no ves nada, solo sientes, solo deseas, solo quieres prolongar esa sensación-no sensación, que ojalá durara siempre, que ojalá no acabara.

Pero sabes que no va a ser así, que tras la inmersión, se alternarán dedos y lengua; sabes que los dedos separarán, tocarán, sentirán, permitiéndote tomar aire, besar tal vez el interior de sus muslos, allí donde la piel no puede ser más suave, no puede ser más besable su tacto.

Y tus dedos toman vida propia y entran, primero de uno en uno y luego de dos en dos o de tres en tres. Y salen brillantes, calientes y con ganas de volver a entrar, levemente mareados. Y si hablaran entre ellos se contarían caminos hallados y volverían a recorrerlos. Y encontrarían seguramente el clítoris, ese centro de todos los besos y de todos los deseos, palpitante clímax.

Y entonces miras a los ojos de S, esos ojos azules como cielo de verano, y lees en ellos y donde estuvieran tus dedos, tu boca, tu lengua y tu alma, desea ahora estar el resto de tu cuerpo. Deseas fundirte con S, en un abrazo más profundo y vuelves a mirar a sus ojos y vuelves a leerlos y percibes ese deje de súplica que te invita a ir más allá y apoyas tu cuerpo sobre el suyo y cada parte de tu cuerpo encuentra su camino en ese abrazo último.

Y sientes como entras dentro de ella, como si te tiraras de cabeza al agua pero con las sensaciones más concretas, más específicas, más concentradas en el punto donde confluyen todos tus sentidos, todos tus sentimientos, toda tu energía, toda tu sangre y todos tus nervios. Y entras. Y sales. Y notas como ese moldeable e íntimo ser te acoge y te abraza, te absorbe y se relaja esperando una nueva entrada a la eternidad.

Y el tensar los músculos, anticipando, y el brillo y todos los colores del mundo en sus ojos, en tus ojos, en lo más profundo de tu cerebro, y todos los olores y todos los sabores y todo lo conocido y la luz al final del túnel y todo se concentra, en un único punto y estalla, de nuevo en mil colores, en mil gemidos, y eyaculas el aire, contenido hace rato, y todo se desborda, y no hay lugar para el vacío.

Y en ese abrazo eterno, en ese sentirse uno, en ese cosmos íntimo sientes que miras a Dios a los ojos y ves que solo es S. ¿Sólo?. Y deseas prolongar ese momento, repetirlo, pero sabes que no se puede alargar ese tiempo, tan solo calcarlo de nuevo. ¿Sólo?. Y quieres que vuelva a ser tuya de la misma forma, y volver tú a ser suyo, aunque solo sea una vez más. ¿Sólo?. Y piensas que S es perfecta.

Sólo le falta hablar...