jueves, 31 de agosto de 2006

Foto de Evgeniy Shaman

Madre eres, madre serás y parirás con dolor. El ser de tus entrañas, aquel que te acompañó casi cuarenta semanas, está a punto de conocer el mundo y a su madre. A la mujer que ha dado una parte importante de sí misma, su víscera misma, para que nazca lo más sano que sea posible. A su padre le conocerá o no, según si sobre tras. Al cabrón responsable de que aún hoy, doscientos y pico días después, te plantees qué hubiera pasado si. Al hijo de la gran puta culpable de que te duela todo el cuerpo, tengas los tobillos casi líquidos y lleves cuatrocientos treinta y dos mil minutos jodiéndote el cuello para intentar verte los pies.

La decisión de conocerle dices que es tuya. Bueno, dices. Al final la decisión será solo suya de él, pues varón nacerá. Otro varón para alegrar el mundo y engordar a alguna desgraciada con su semilla de macho alfa. O beta, que en cuestiones progenitoras humanas las letras griegas perdieron su importancia. Otro varón para, en un momento dado generar desprecio o deseo o amor u odio. A lo mejor si hubieras tenido embarazo de hembra te resultaría más fácil. No te sería tan complicado olvidar la cara de su padre. Aunque probablemente no seas capaz de olvidarla de todas formas. Podrías, a lo mejor deberías, haberlo pensado antes. Podrías haber tomado otra decisión, esa sí era tuya, pero decidiste probarlo, probarte a ti misma aquello de que el no-nato no es culpable. Y no lo es, desde luego. Otro tema es que seas capaz de quererlo, cuidarlo y criarlo como no-culpable. Como merece.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Foto de Evgeniy Shaman

Eres la hija del bosque, o así te llaman por lo menos. Las gentes del lugar te tienen miedo porque se dice que raptas a los niños y los escondes en los huecos de los árboles. También dicen que a una palabra tuya, estos te obedecen ciegamente. Dicen y dicen, pero nadie habló nunca contigo. En su momento hicieron batidas, para acabar contigo, pero siempre pudiste despistar a los perros. Pero nadie intentó nunca hablar contigo. Incluso en una ocasión, prendieron fuego a una parte del bosque para tratar de abrasarte en tu refugio. Pero nadie intentó nunca hablar contigo.

Si lo hubieran intentado, habrían sabido que tú eras la primera en estar harta de estar sola, la primera en desear más compañía que el cantar de los pájaros durante el día y la luz de las estrellas por las noches. La primera en necesitar “contacto humano” – al menos, así lo llaman, o así te pareció entenderlo una vez que robaste una conversación -. Si lo hubieran intentado, habrían tenido la oportunidad de conocer tu historia, de conocerte mejor, de hablar contigo. Ahora ya es tarde. Ya eres la hija del bosque. Ya no recuerdas cómo es eso de hablar.

viernes, 18 de agosto de 2006

Foto de Avatar

Él es la lógica. Aplastante en un cuerpecillo cada vez menos pequeño. Aplasta cuando sin pestañear te mira y te suelta una de sus prodigiosas frases. Limpia la mirada, de envidiable inocencia se tiñen sus ojos cuando pregunta. Y siempre pregunta. Quiere tener todas las respuestas para poder recordarlas en el momento justo y desarmarte con su atinadísimo juicio de adulto sabio, pero le falta la soberbia para serlo.

Él es la risa. Es la carcajada sincera, tan espontánea que parece fuera de lugar. Nada más lejos. Nunca la espontaneidad puede estar de más. Transparente esa risa, de incontenible alegría se llenan sus labios cuando ríe. Y siempre se ríe. Quiere saber todos los chistes del mundo para hacerte reír a ti también y poder compartir ese momento.

Él es la sinceridad. No sabe mentir, ni falta le hace. Cuando lo intenta, su cara es de tal apuro, de tanta vergüenza, que te da pena que lo intente, no tanto por la mentira en sí, siempre inocente, siempre piadosa, sino por lo mal que lo pasa. Es sincero siempre. Quiere serlo porque necesita recibir lo mismo a cambio. Necesita sentir ese apoyo para ser lógico, para poder reírse con ganas. Y es tan fácil decepcionarle... no se ríe entonces.

Él es el cariño. Cuando abraza a la Rizos o a mí o a su madre, no sabe no ser cariñoso. Es besucón y juguetón. Derrite esa forma de ser. Franca, sencilla, espontánea, inmaculada... es tierno hasta en el enfado. Es imposible no corresponderle. Su forma de ser no te lo permite. Es el refugio siempre, el lugar al que mirar o dirigirse cuando un nubarrón te ensombrece el día. Es la luz.

Él es la justicia. Es la bondad, incorrupta. No exige nada, en general, pero menos aún lo que no está dispuesto a regalar, siempre con creces. Siempre fue así. Se deja. Da rabia cuando sufre por esa bondad, por ese sentido de la justicia tan reñido con cualquier instinto de conservación. Duele verlo, es cierto, pero de algún modo, lo prefiero así, tan puro, tan transparente. Ojalá no cambie nunca, no creo que lo haga, no quiero que lo haga, dudo que pueda hacerlo.

Le quiero mucho, yo, al rubio éste, sí.



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A Jorge, algún día comprenderá también esto.

viernes, 11 de agosto de 2006

Autor desconocido

Urbano se despierta pronto en la pensión en la que se refugia. Son las doce y media del mediodía y, aunque el día amaneció gris, ahora el asfalto derretido y el sol en lo alto se besan apasionadamente en su incestuoso abrazo. La resaca, único amigo fiel que le queda, no le deja obviar el hecho de que lo de Esperanza fue un error. No, por supuesto, porque la muy zorra mereciera otra cosa, sino porque en lo más profundo de su cerebro Urbano sabe que un profesional no se puede permitir cegarse con los sentimientos de un momento concreto. No es que Urbano se crea excesivamente profesional, pero si quiere seguir sobreviviendo, es la imagen que necesita dar.

Desayuna el recuerdo del whisky de anoche. Sin magdalenas. Se viste de cualquier manera y se dirige a la calle del Pez. Espera un nuevo encargo. Cuando llega a la puerta del bar, ve como el hombre de la barra habla con un tipo al que Urbano no conoce. De pronto, el extraño se gira y sus miradas se cruzan. Urbano comprende. Demasiado tarde tal vez, renuncia a entrar al bar y aprieta el paso calle abajo. De vez en cuando, con más ansiedad y a intervalos de tiempo más cortos, mira atrás a ver si le sigue alguien. En la esquina con San Bernardo se para y observa la calle. No viene nadie. Infinitamente más tranquilo, entra en una cafetería y se pide un nuevo whisky barato. Lo necesita para reflexionar. La experiencia no le engaña, no puede ni sabe cómo hacerlo. Ha visto en la mirada que le echó el anónimo que hablaba de él con el otro, ahora tan desgraciadamente conocido, todo lo que necesitaba ver. Sólo le hace falta saber cuando para poder prevenirse.

Urbano ha decidido dejar la ciudad. No puede permitirse acabar así. No ahora. Recoge sus cosas de la pensión, caben todas en una bolsa pequeña y mete las dos navajas en la cinturilla del pantalón. Espera sinceramente, por una vez en su vida, haberse equivocado, pero no quiere correr riesgos. Baja a la calle y se dirige al metro. El viaje se le hace larguísimo. Irá hasta el punto más lejano de la gran urbe y allí hará autostop hasta dónde le lleven. Lo más lejos posible. En el metro va fijándose en cada rasgo, en cada cara, pero nada le resulta familiar. Tiene los nervios de punta. Un joven le empuja suavemente en el hombro para bajar en la estación donde se ha detenido el metro y Urbano está a punto de degollarle, hasta ahí llega la paranoia.

Urbano baja en la estación que ha elegido para empezar su viaje, seguramente a ninguna parte y a todos los sitios a la vez. De repente se fija en el hombre que baja con él. Es el mismo que vio en el bar ayer, pero esta vez no se cruzan sus miradas. Sólo siente, ya en el andén, el frío de una pistola en la base de la espina dorsal y tres aún más gélidas palabras: “No te gires”. Urbano no lo hace y el otro le dirige con la pistola hacia la salida. Al llegar a la calle, deja de sentir el glacial contacto de la pistola y lo sustituye un calor increíble, como nunca antes ha sentido, que comienza en su espalda y se extiende por todo el abdomen. Nota la sangre pegajosa abrirse paso a borbotones y cae al suelo. Un momento antes de rendirse a la evidencia de la sobria, le da tiempo a preguntar:

- ¿Por qué?
- Era su hermana, imbécil. Esperanza era su hermana.

Una leve sonrisa curva los labios de Urbano en el último momento. Y comprende. Pero ya es demasiado tarde.


miércoles, 9 de agosto de 2006

Foto de Jan Saudek

Urbano sabe perfectamente que su vida es una puta mierda. Ni mejor ni peor que la de cualquiera. Una existencia tan inútil como necesaria. Inútil en el sentido de que nadie, absolutamente nadie, sentiría su pérdida. Necesaria en el sentido de que para que haya un equilibrio, han de existir personas en ambos polos, en el lado inservible y en el útil. Urbano ni quiere ni necesita compasión, no quiere ni necesita que nadie se identifique con él. No quiere ni necesita que nadie sienta pena por su vida o culpabilidad por la desgracia en que se halle metido. Su vida es una mierda sí, lo es, pero es la suya; no es la que ha elegido, porque no le ha quedado otra opción –o eso piensa él-, pero es la que la propia vida ha elegido por él.

Urbano ha terminado las dos botellas que compró con lo obtenido en su último trabajo. Le ha dado la sensación de que estaba bebiendo sangre ajena. Le gusta, en cierto modo, el gusto metálico de la sangre (siempre y cuando sea extraña). Reflexiona sobre ello y decide hacer una llamada.

- Hola, ¿Piedad?
- No, Piedad no está. Soy Esperanza. ¿Quién eres?
- Soy Urbano. Necesito compañía esta noche. Bueno, no exactamente compañía. Lo que necesito es echar un polvo.
- Bueno, pues quizá estés hablando con la persona adecuada. ¿Qué te gustaría exactamente?
- No lo sé. Por eso preguntaba por Piedad. Ella me conoce y yo a ella y sabe lo que me gusta.
- Si quieres voy adonde me digas y así nos conocemos también tu y yo. Sí que te aviso que yo soy un poco más cara que Piedad, porque estoy más buena. El completo serán setenta euros.
- Si es cierto que estás más buena, te daré ochenta.
- Dime la dirección.

Urbano se la da y se sienta a esperar a que llegue. Fuma un cigarrillo tras otro arrojando las colillas por la ventana. Al poco rato, Esperanza llama a la puerta. Él se levanta y la abre. Esperanza se ha puesto un vestido ajustado de color verde que ha conocido mejores tiempos y zapatos de tacón a juego con el vestido. Es decir, viejos. Urbano la echa un vistazo y decide que no está más buena que Piedad, ni por asomo. Quizá la boca esté algo menos estropeada y la piel un poco más tersa, pero el estilo que el achaca a Piedad, no lo encuentra en Esperanza por ninguna parte.

- ¿Tienes el dinero?
- Después.
- Siempre el dinero por adelantado, cariño.
- Piedad siempre me coge le dinero después y así será. Si te gusta bien, si no, ahí tienes la puerta.
- No te enfades, cariño, no te enfades – dice Esperanza mientras comienza a desvestirse siguiendo los más manidos topicazos de un streptease de barrio. De barrio bajo, para más señas.
- No me llames cariño. No me gusta.
- De acuerdo, cielo. ¿Puedo llamarte cielo?
- No.

Urbano la empuja violentamente y comienza a besarla. Esperanza, con el pensamiento puesto en el dinero que tan rápida y fácilmente confía en ganarse, gime como enloquecida. Urbano termina de desnudarla con urgencia, desabrocha su pantalón y se la folla sin miramientos. Ella empieza a gritar y en unos pocos segundos Urbano se corre dejándole el coño y los muslos chorreando semen.

- Oh, fantástico, cariño, has estado fantástico.

Urbano saca su cuchillo y lo hunde en el cuello de Esperanza como en mantequilla caliente. La sangre brota a raudales y empapa la sucia sábana de la cama donde, unos segundos antes, ella gritaba que la estaba matando. Paradojas de la vida. Urbano lava sus manos y el cuchillo en la cocina y sale del piso alquilado al que no volverá. Cruza el portal silbando y pensando: “le dije que no me llamara cariño”.


martes, 8 de agosto de 2006

Autor desconocido

Urbano pasea por las calles. El calor es casi insoportable. Los edificios sangran óxido de chimenea envejecida y la gente, la que aún queda dentro de sus casas, la que no está muriendo un poco más bajo la implacable ausencia de aire respirable de la ciudad, sudan sus siestas frente al ventilador que hace tiempo que debería haberse estropeado.

Urbano contempla como las escasas personas que le acompañan en la acera buscan la sombra como los perros de los polígonos industriales: sin prisa pero sin dejarlo para más tarde. Se imagina a todas esas personas con la lengua fuera, chorreando más baba de la que su estado de hidratación aconseja. Una televisión atrona desde algún bar cercano: “Hay que beber mucho líquido”. Y en eso andan los parroquianos, con su quinto o sexto o décimo sol y sombra en la mano.

Urbano llega en su paseo de parado de larga duración a la calle Desengaño (jamás una calle tuvo un nombre más apropiado). Las putas le gritan con su mirada vacía y vieja que hoy no habrá besos para él. Ni siquiera pagándolos. Pero Urbano no quiere hoy esos besos. Hoy su destino es otro. Sube por Valverde hacia la calle del Pez y entra en un bar. Hay un tipo esperándole en la barra. Urbano y el tipo se miran fijamente, de alguna manera se retan con la mirada. No hay posible enfrentamiento entre ellos, sólo marcan el territorio, la parcela que cada uno controla. Al final, simplemente el tipo entrega un sobre y Urbano se marcha. En los dos minutos que ha durado el encuentro, nada ha roto el espeso silencio del agosto madrileño. En esos dos minutos, parecería que nunca hubieran pasado si no fuera por el descenso de la temperatura dentro del bar, se ha decidido la vida de alguien.

No hace mucho tiempo que la necesidad empujó a Urbano a matar por dinero. Hasta el momento no ha sido algo demasiado frecuente. Un par de cuchilladas al hijo de puta apropiado suponen algunos meses de whisky barato, fulanas aún más asequibles y tres comidas diarias. Siempre y cuando no seas demasiado exigente con ninguna de... con nada, en realidad. Urbano lógicamente no ahorra. Acude al bar de la calle del Pez cuando ya no le queda dinero para seguir viviendo. Es una vida sórdida, tanto como un polvo en un baño de gasolinera, pero cuando tu existencia está tan lejos del cacareadísimo “estado del bienestar” como la de Urbano, poco importa lo mezquina que sea.

Urbano está llegando a la Puerta del Sol. Los turistas acumulándose le recuerdan a las manadas de cebras que se agrupan para intentar escapar de los leones. Pero los carteristas del centro son infinitamente más listos que los leones y no acostumbran a fallar la presa. En la cercana calle de la Cruz encuentra a la suya. Un leve empujón hacia un portal disimula el navajazo, por si a algún transeúnte, muy poco probable, le diera por mirar en la dirección inadecuada. La sangre salpica, nada escandaloso, el portal y la vida del ajusticiado se escapa evaporándose en el ardiente suelo. Urbano no vuelve la mirada. Sigue andando hacia su casa, de vuelta. Hoy comprará dos botellas y se sentará sólo frente al balcón a celebrarlo con un vaso sucio y algunos meses menos en el calendario.


domingo, 6 de agosto de 2006

Foto de Emil Schildt

Duermes. Duermes y sueñas. Tras un tacaño paréntesis, hoy las pesadillas han vuelto. Caes, caes y caes. La caída parece no terminar nunca. Es de esas pesadillas recurrentes que en la obviedad del pensamiento lúcido no pueden significar nada. Pero los sudores fríos al despertar y la opresiva sensación de angustia no desaparecen hasta un buen rato después de despertarte. Racionalízalo, te dicen. Que lo racionalicen ellos. Pero por supuesto, ellos no sufren esos sueños. Realmente no es sólo la sensación de caer. No es sólo la desesperación de saber que es el final, aunque éste no aparezca nunca en la alucinación. Es una mezcla de eso (extraña combinación) y la seguridad de que se va a repetir el mismo sueño, una y otra vez, sin que sepas cómo hacer que no vuelva. Y el ruido. Un ruido frío (si es que tal cosa puede ser definida así), gélido y constante. Un ruido que te daña los oídos y te embota el cerebro. Un ruido que no te deja oír tus propios gritos. Anula todos los demás sentidos. No te deja apenas sentir nada más. Te despiertas empapada, aterrorizada y completamente desubicada. Tardas un rato en saber dónde estás. Buscas a tu lado la seguridad de la espalda o el brazo cómplice e infinitamente comprensivo. Pero ya no están. Se largaron tras el enésimo aullido “injustificado”, tras la eterna noche de pavor extremo. Tras la noche de bodas.