jueves, 14 de octubre de 2010



Conocí a Ana una tarde de invierno cerrado, enero creo. Hacía frío y ella se arrebujaba en su abrigo, apenas los ojos visibles bajo capas de ropa. No le presté ninguna atención, para que negarlo. Fue después, en verano, casi tres años más tarde, fue después, sí. Bastante después, cuando lo hice.

Ana, friolera desde el primer instante, nunca pudo ni intentó negarlo. Friolera de manta de lana de cuadros rojos, lana de cuadros azules, lana sin cuadros. Lana de Ana casi a todas horas, doble edredón si refresca, veinte grados en la calle. Abrigo o jersey casi siempre, epidermis ardiendo a todas horas. Ana, como friolera no entiende que ese calor sea suficiente, ese calor suave, mullido, dulce, siempre es bastante, cuando te roza al lado y cuando se recuerda más tarde. Ni el mejor plumón, ni el más cálido tejido, ni la más invernal de las telas, dan más calor que la piel desnuda. Y más aún la piel friolera.

Nunca viví en ciudad costera, aunque me acerqué a Norteña, tantas veces. Sentí el calor en el Cantábrico, donde el mar es mar y el frío nunca es tanto. Donde la lluvia no resta belleza (al contrario, la potencia) y el cobertor necesario. Y allí se desveló la aterida como el mejor de los calefactores, el más potente de los soles. Allí se reveló, sí, aunque ya fuera su calor conocido.

Y sé que sin ella siempre sería invierno y aunque uno es caluroso y lo pasa fatal entre abril y noviembre (al menos cuando abril era abril y noviembre noviembre), sucumbiría congelado al primer frío, a la primera escarcha y a la soledad yerma y helada de una tundra interior como la que acontecería, sin mantas de cuadros ni edredones bajo los que cobijarse y sin su piel, sobre todo sin su piel.