martes, 28 de agosto de 2007


Hubo un tiempo que algunos recordamos con cariño y otros simplemente no saben que existió, en el que la gente decía que las bicicletas eran para el verano. Hubo un tiempo en el que en cualquier zona de playa podías ver (incluso ser arrollado si no tenías cuidado) a un buen montón de chavales subidos en esa especie de caballo perdedor con ruedas. Fue un tiempo de juventudes compartidas, de adolescencias cooperativas, de comparaciones odiosas y de amigos y de calle y de aventuras estivales. Un tiempo de sentimientos amplificados, de llantos desgarrados y risas de las que dejaban agujetas en la boca. Un tiempo de nucas erizadas casi por nada, un primer beso, una mirada, una frase robada... No fue, seguramente, un tiempo objetivamente mejor, ni siquiera desde dentro, aunque se recuerde con sonrisa torcida y nostalgia en el fondo del alma.

Hubo un tiempo en el que ese dudoso medio de transporte era el vehículo de cien mil sensaciones a pesar del incómodo sillín y del chirrido agónico de la cadena. Un tiempo de carreras arriesgadas, de viajes imposibles, de morrazos y golpes y brechas y moratones inconcebibles hoy en día. Un tiempo en el que la inconsciencia era la hermana pequeña de la diversión y no había ni tantos psicólogos infantiles ni niños traumatizados por tener alguna cicatriz de más (al contrario, el número de marcas era importante por lo que tenía de currículo vital). Un tiempo en el que los amigos jurábamos con sangre lo incontestable e infinito de nuestra relación (veinte años sin verlos ni casi recordarlos no me han hecho olvidar aquellos pactos) y te echabas novias de las de pasear de la mano y besar en la mejilla como summum de la más pecaminosa lujuria.

Hubo un tiempo en el que por ir a por el pan te jugabas la vida en cada curva de cada imposible carretera, llena de baches y de coches sin airbag. Un tiempo en el que las chucherías se concedían con cartilla de racionamiento y las play station eran cien por cien plástico y sin pilas. No había tantos juegos pero te divertías igual o más. Fue un tiempo bonito aunque duro y los que lo vivimos esperamos poder leer recuerdos de este tiempo dentro de otros tantos años (por parte de los que ahora recorren ese camino tan iniciático, tan de Kerouac en el fondo). Ya sé que siempre se tiene la percepción de que cualquier tiempo pasado fue mejor (los “good old days” aquellos). Ya sé que se magnifica lo relacionado con la infancia y, en general, casi cualquier recuerdo lo bastante lejano en el tiempo. Sé todo eso, sí. Pero es que hubo un tiempo en el que la felicidad absoluta no dependía de dineros ni de clases, no dependía de colores ni de envidias. Se disfrutaba de lo que se tenía, sin mirar a los lados ni hacia atrás, sin pensar en mucho más allá de un momento concreto. Sin dudar tanto, joder.

Hoy no es así. Ya no hay bicicletas infantiles ni adolescentes por las calles. Si quieres que te atropellen dos ruedas movidas por tracción animal, únicamente te queda el recurso del deportista imbécil con su casco de diseño o del dominguero feliz. Nada que ver. Por eso quizá los niños ya casi no sonríen. Por eso quizá ha cambiado el tránsito de chaval a adulto: sólo quedan o niños de cuarenta años o adultos de doce. Por eso a lo mejor esa bicicleta estaba ahí. Por eso a lo mejor nadie le hacía demasiado caso.


lunes, 27 de agosto de 2007


La maternidad, aunque sea buscada, siempre te pilla por sorpresa. Da igual lo “preparado” que creas que estás o las intenciones que tengas. Siempre es una sorpresa. El estado de estupor dura unos segundos (más o menos, según cada quién) y después llega todo lo demás. La alegría se mezcla con la angustia en proporciones variadas y el nudo en el estómago creo que no depende del sexo del sorprendido. Es obvio que no es igual ser padre que madre, ni siquiera es igual saberse padre que saberse madre, de hecho envidio desde lo más hondo el ser madre. Me parece -desde fuera, cerca pero externo- milagroso, maravilloso prodigio debe ser, el sentir como algo crece dentro de ti, se mueve y provoca aluviones de sentimientos y sensaciones. Creo que hay pocas experiencias únicas, muy pocas, poquísimas, que sean por ellas mismas capaces de cambiarte la vida, de volverla del revés, de hacerte empezar de nuevo tantas cosas. Hay pocas experiencias tan hábiles, tan expeditivas a la hora de dar vuelcos a las cosas, tan diestras como para convertir todo lo anterior en accesorio y lo futuro en continua sorpresa. Evidentemente esa nueva vida capaz de convertir las demás en igualmente nuevas lo hace con ambos progenitores, pero es en la maternidad donde las cicatrices y los cambios son más profundos, los vínculos más estrechos y todo lo que esto conlleva.

Hay escépticos, siempre los hay, que podrán razonarlo (de hecho lo harán) como consecuencia la mar de lógica de la cascada hormonal. Todo es química, al fin y al cabo, todo es lo ineludible de la ciencia obstétrica y ginecológica. Todo no es más que una preparación puramente animal y evolutiva para ese fin supremo de la especie, esa necesidad de perpetuarse. Sí, sí, sí y más sí. Lo que quieras. Pero no deja de parecerme increíble la maternidad. Increíble que con todos los millones de cosas que pueden salir mal, casi siempre salga bien. Me dirán que un porcentaje muy alto de las veces que sale mal pasa desapercibido incluso para las madres, un casi siempre bastante relativo por tanto. Y tendrán razón, pero aún así, me parece fantástico cuando todo va bien.

No conozco en mis carnes lo que supone esa suerte de parasitismo elegido, no conozco en mí mismo lo que ha de ser notar por dentro una patada, un giro, un movimiento inesperado. No conozco desde dentro lo que se siente al dar a luz, la experiencia del embarazo ni la del parto en sí y aunque sí he tenido la inmensa fortuna de sentir manitas abrazando tus dedos, primeras sonrisas -y primeros abrazos, besos, palabras, pasos, llantos, etc.- y todo lo que puede llegar a ser la paternidad (por lo menos en lo que se refiere a los primeros años), envidio con dolor casi la Maternidad. Porque esa sí debe llevar mayúscula siempre, porque esa sí concierne, sí cuenta, sí es importante. O Importante, realmente.


miércoles, 22 de agosto de 2007


Agosto se acaba -que Dios lo tenga en su seno mucho tiempo- y da la sensación de que con el mes terminan muchas más cosas. Si los seres humanos tuviéramos los dedos de frente que nos suponemos, el uno de septiembre debiera ser cada año, año nuevo. Pero no, preferimos inventarnos ese enero que realmente no significa el comienzo de nada.

Agosto se termina casi como llegó, con meteorología un poco impropia, agradablemente inadecuada. Se inicia una nueva etapa, un nuevo año en mi mí mismo, con un buen saco de renovación bajo cada brazo y la ilusión en el entrecejo. El ceño, habitualmente fruncido, se relaja anticipando; pierde la arruga casi perpetua augurando comienzos y celebrando finales que espera sean olvidados en el baúl que nunca debió ser abierto.

Pandora me felicita cada noche por las decisiones tomadas (aunque sean compartidas) y el cielo se cubre de esperanza. Solo falta la lluvia, la tormenta de sabor añejo, que termine de limpiar lo manchado y deje su regusto fresco y nuevo. Terminará por llegar también, supongo.


martes, 21 de agosto de 2007


Anoche tuve un extraño sueño. Otra vez, otra visión, otra imagen, otro sueño. En esta ocasión, fue todavía más extraño: durante el propio sueño era perfectamente consciente tanto de que estaba viviendo una experiencia onírica como de una especie de deja vu rarísimo que me hacía pensar que eso ya lo había soñado. Tal vez los colores coincidentes del cielo y de la tierra me recordaban la alucinación de la rubia de la camiseta rosa. No me sorprendí al verla de nuevo por allí, claro está. Llevaba un peinado diferente y otra camiseta, esta vez sin lema alguno, pero la sonrisa enloquecida era inconfundible.

Algo más había cambiado de todas formas. Algo en cierta forma imperceptible, como si el panorama fuera el mismo pero a otra hora del día, tal vez la luz... Otros personajes pueblan el horizonte, no hay ya carreteras, no hay perros, solo se repite la rubia y los colores, más o menos. Como con un zoom raro, distorsionado, la imagen se acerca hasta ocuparse con calles y edificios, ladrillos y adoquines de acera...

Cocodrilos enormes lloran con desidia asomando sus cabezotas por las bocas de las alcantarillas. Un niño, dos niños, tres niños, atados con cuerdas flotan por el cielo como los globos de la tonada estúpida, un viejo desdentado sujeta el amarre. La rubia mira a los lados de la calle, parece que espera algo que no llega; me arrepiento de no haber hablado con ella antes, hoy no habrá posibilidad. Lo sé sin saber por qué.

Mademoiselle Televisión atrona desde alguna parte o puede que desde todas partes, es difícil estar seguro. Su querido esposo, Mr. Aburrimiento, dormita en su sofá de eskay desgastado. El viejo de los globos infantiles tropieza él solo y los niños se elevan en el pesado aire estival. La rubia ríe fuerte, se acerca al viejo y le patea con furia desatada. Los cocodrilos se ocultan de nuevo tras infectar su pesar a un sauce cercano. De repente se produce un silencio incómodo. Todo el mundo deja lo que está haciendo y miran hacia el mismo punto. Una nube oculta el sol y con ella el sueño bruscamente termina. Enciendo la vida y comienza el primer día del comienzo de todo.


lunes, 20 de agosto de 2007


El mar o la mar. El mar masculino, superficial y tan sutil como un mármol renacentista, refugio y razón de sombrillas y crema para el sol, de top-less indecentes (no por mostrar sino por las cualidades de lo mostrado) y niños y cubos y palas de plástico. Grial de clases medias, incapaces de apreciar nada. Mar macho, arrogante para mal, presumido en el absurdo, mejor cuanto más caliente, superior cuanto más en calma, preferido mejor muerto. Amparo de tanto imbécil, resguardo de ánimos planos, lisos, sin voluntad ni categoría.

El mar. O la mar. La mar, femenina, ella, es olas y es adioses. Es espuma en la arena, es sal en la boca y en alma. Es belleza, es el nudo en la garganta, es el deseo y la lujuria. La mar, hembra hambrienta, como madre da la vida y como vieja zorra, que también lo es, la quita. Rompe y pare, engendra y asesina por igual. Dos monedas con muchas caras y muchas más cruces. Una vieja idiota de baba blanca, la furia y la calma, la sal –siempre la sal- y el sudor. La esperanza y el verdugo escondido tras la esquina, la mar, siempre la mar, siempre elegible, norteña y salvaje, por desatada y furiosa, por viva.


lunes, 13 de agosto de 2007


Anoche tuve un extraño sueño. Era como si mirara a través de una ventana y pudiera contemplar todo el mundo a mi alrededor, sólo que no había ventana. El cielo naranja y el suelo turquesa daban al escenario un raro aspecto cromático, una ilusión onírica, una paranoia similar a las inducidas por algunos alucinógenos.

Perros atados con longanizas corrían de aquí para allá, ladrando, saltando unos encima de otros y empeñados en devorar los suculentos collares de los adversarios. Una chica con una camiseta fucsia y un lema en el pecho (“fuck me, I´m famous”) trataba en vano de detenerlos. El sonido llegaba a mis oídos amortiguado, como debajo del agua. Cansada de correr, la chica se sentó a observar el panorama. Pronto los perro se hartaron de longaniza y empezaron a morderse unos a otros. La sangre corría verde por el suelo y el ruido iba en aumento. La chica sonreía excitada y un hilillo de baba caía al suelo desde la comisura de su boca entreabierta.

La carretera humea calor en la distancia al derretirse lentamente el asfalto con el sol de agosto y los coches, como lentos y pesados insectos se desplazan con rumbo desconocido. Un accidente cercano convertía atasco en infierno de aire acondicionado y conversación vacía. Desde mi posición era imposible distinguir entre las diferentes radiofórmulas sintonizadas, los cláxones impacientes y las imprecaciones de los conductores. El asfalto se derrite poco a poco y va engullendo automóviles, conductores y suegras. Niños chillones y malhumoradas –e insatisfechas- esposas gritan su desconsuelo. La calzada se lo traga todo como las putas de los anuncios de prensa. La chica de la camiseta rosa levanta la vista y ríe fuerte. Los perros vomitan trozos de carne y pelo.

El sueño se desvanece lentamente como vino, sin hacer ruido. Despierto y en ese duermevela espectral trato de dormir de nuevo, de recuperar el sueño. Tengo que hablar con esa chica, no puedo dejarlo para otro día.