miércoles, 20 de septiembre de 2006

Foto de Sergei Belov

Buenos días, amiguitas y amiguitos. Aquí os dejo mi ración de letras. Perdonad la tardanza, pero los hados me han impedido daros esta dosis antes. El motivo que inspira estas líneas no es otro que los acontecimientos que se han venido sucediendo en el mundo del asesinato, que es al que me dedico y el que me da de comer.

Es una vergüenza lo que viene pasando últimamente. Ya nadie, pero nadie, contrata los servicios de los profesionales. En mi campo, me dedico a la fabricación de venenos, la crisis es aún más grave que en otros campos, aunque mis compañeros, los afiladores de cuchillos y los vendedores de armas en general, tampoco andan para tirar cohetes. Y el problema es la improvisación. Los asesinos ya no planifican. Utilizan cualquier cosa que tengan a mano. Y esto rige tanto para las muertes violentas como para las más sutiles. Ya nadie compra un arma de precisión: prefieren arriesgar con ancianas escopetas de caza, aún a sabiendas de que las probabilidades de error aumentan terriblemente. Ya nadie utiliza bisturíes o escalpelos, cuchillos perfectamente equilibrados y, ni siquiera, bien afilados. Salvo, claro está, que los tengan a mano. Y así no hay manera.

Pero, en mi caso, concretando, amiguitos, es todavía peor. Manadas de ramplones aficionados, piaras de vulgares amateurs, recuas de anodinos seudoasesinos y reatas de mediocres en general, han convertido el homicidio en una chapuza como nunca antes había sido. Han sustituido el arte de matar, la sinfonía de muerte en tus manos, por la más burda, la más grosera (y más gratuita) de las violencias. Han abandonado la senda no ya de la perfección, sino del simple placer, del poder, de tener la existencia de alguien a tu merced.

Por ese motivo he decidido acabar con mi vida. Y, siendo así, siendo como soy, he decidido igualmente, haciendo violencia de mi mismo, someterme a lo burdo, al dictado de lo improvisado. Yo podría, creedme que podría, idear tal crimen, tal obra, que culpara ineludiblemente a quien yo deseara y que supusiera un reto para el más afamado de los investigadores. Pero, ¿para qué?. No vale la pena, no merece el esfuerzo.

De este modo, voy a suicidarme con ácido. Tomaré una cápsula o dos o diez, las que sean necesarias, de un nuevo ácido de mi invención tan tosco como todos los matarifes (no merecen ser llamados asesinos) que en los últimos tiempos han creado escuela y, lamentablemente, secuela. Tragaré dicho ácido y me provocará una hemorragia interna lo bastante grave como para matarme.

Dolerá, sí, os lo aseguro. Dolerá mucho. Pero si sirve para que los criminales del futuro comprendan y retomen el camino de los maestros, mi dolor habrá sido bien empleado y mi sacrificio el adecuado. Claro, que asimismo podría ser que no sirviera para nada, que mi muerte fuera tan inútil como sus vidas. Podría pasar eso, desde luego. Pero por lo menos no estaré aquí para verlo.