sábado, 23 de octubre de 2004

Foto de Philippe Pache


Este relato fue publicado por su autor en el foro de relatos eróticos de petardas el 23 de octubre de 2004


S era perfecta. Tenía los ojos celestes como el cielo de verano, ojos límpidos, sin una sombra que pudiera ocultar lo que pasaba por su cabecita. Tenía un pelo maravilloso, castaño, largo y lacio pero con volumen al mismo tiempo, no sé si me explico. Un pelo suave, espeso sin llegar a la exageración; un pelo en el que daba gusto perder los dedos, para después encontrarlos sintiendo en las yemas ese tacto-cosquilleo tan especial.

Si en esa caricia dabas con sus orejas, de lóbulo perfecto, redondeado, podías ver en sus ojos ese brillo de placer íntimo que solo en unos ojos tan transparentes como los de S resulta visible.

Tenía la nariz algo respingona, una nariz que reía cuando S reía. Y ?qué risa!. Cristalina, contagiosa, casi silenciosa también. Una risa que te hacía reír desde su interior aunque solo una levísima mueca se tradujera en sus labios.

Labios rojos, carnosos, apetecibles. Siempre dispuestos, siempre preparados para la entrega, siempre ligeramente húmedos, brillantes y deseables. Ocultaban unos dientes pequeños, casi de leche, maravillosamente alineados, y una lengua ágil, ni muy delgada ni muy gruesa, esa lengua que en ocasiones podía tener vida propia y en otras reía o danzaba con el resto de su cuerpo. Una lengua que invitaba a besar. Y tras besarla, acudías a su delicada barbilla, suave, tersa, con un pequeño hoyuelo que marcaba el camino hacia su cuello.

Un cuello de piel tensa, mullida, donde se marcaban sus estructuras más internas, tendones que se estremecían con esos besos, con esas caricias que con mi boca les procuraba, que terminaban en unas clavículas donde confluían los deseos. De ahí a su escote, solo había un descenso inevitable hasta encontrar sus pechos, coronando su latido.

Pechos medianos, ni demasiado grandes ni demasiado pequeños; ni blandos ni excesivamente duros, terminados en unos pezones pequeños y muy oscuros, firmes al tacto, amables a los labios, que no entendías como podían endurecerse más, pero que de hecho lo hacían. Al rodearlos con la boca o hacerlos vibrar con la punta de la lengua, te daba la sensación de que crecían un poco y se convertían en dos pequeñas piedrecitas que hacían insoslayable el morderlos suavemente, como con miedo a romperlos, aunque jamás se rompían. Tras el descenso, su vientre liso y duro, trabajado y hecho diana con su ombligo en el centro.

Ombligo que, huelga decirlo, anticipaba en su profundidad la necesidad de introducir la lengua en alguna otra oquedad más húmeda y más caliente, más abajo y más deseable si cabe.

Y al llegar a ese hueco, encontrarlo rodeado del vello justo, suave y brillante, perfecto (pero ya dije que S era perfecta, ¿no?) y rizado, cuidado y hecho de nuevo para perder los dedos, recuperados de caricias anteriores, y tras la pérdida, acariciar más dentro, más íntimo, buscando ese fluir tan conocido, tan recordado. Y separar labios, arriba y abajo, y encontrar más brillos, más calor, más deseo. Y después acercar la cara y percibir ese calor, ese olor acre y nunca desagradable. Y desear hundirte en esa profundidad y esa oscuridad que nunca fue insondable, en ese desear que solo puede proceder del amor más puro; bucear en el leve temblor que anticipa y sugiere el placer.

Y perder la noción del tiempo y del espacio al volver a sentir de algún modo lo que fue seno materno. Ese momento en el que no oyes nada, no ves nada, solo sientes, solo deseas, solo quieres prolongar esa sensación-no sensación, que ojalá durara siempre, que ojalá no acabara.

Pero sabes que no va a ser así, que tras la inmersión, se alternarán dedos y lengua; sabes que los dedos separarán, tocarán, sentirán, permitiéndote tomar aire, besar tal vez el interior de sus muslos, allí donde la piel no puede ser más suave, no puede ser más besable su tacto.

Y tus dedos toman vida propia y entran, primero de uno en uno y luego de dos en dos o de tres en tres. Y salen brillantes, calientes y con ganas de volver a entrar, levemente mareados. Y si hablaran entre ellos se contarían caminos hallados y volverían a recorrerlos. Y encontrarían seguramente el clítoris, ese centro de todos los besos y de todos los deseos, palpitante clímax.

Y entonces miras a los ojos de S, esos ojos azules como cielo de verano, y lees en ellos y donde estuvieran tus dedos, tu boca, tu lengua y tu alma, desea ahora estar el resto de tu cuerpo. Deseas fundirte con S, en un abrazo más profundo y vuelves a mirar a sus ojos y vuelves a leerlos y percibes ese deje de súplica que te invita a ir más allá y apoyas tu cuerpo sobre el suyo y cada parte de tu cuerpo encuentra su camino en ese abrazo último.

Y sientes como entras dentro de ella, como si te tiraras de cabeza al agua pero con las sensaciones más concretas, más específicas, más concentradas en el punto donde confluyen todos tus sentidos, todos tus sentimientos, toda tu energía, toda tu sangre y todos tus nervios. Y entras. Y sales. Y notas como ese moldeable e íntimo ser te acoge y te abraza, te absorbe y se relaja esperando una nueva entrada a la eternidad.

Y el tensar los músculos, anticipando, y el brillo y todos los colores del mundo en sus ojos, en tus ojos, en lo más profundo de tu cerebro, y todos los olores y todos los sabores y todo lo conocido y la luz al final del túnel y todo se concentra, en un único punto y estalla, de nuevo en mil colores, en mil gemidos, y eyaculas el aire, contenido hace rato, y todo se desborda, y no hay lugar para el vacío.

Y en ese abrazo eterno, en ese sentirse uno, en ese cosmos íntimo sientes que miras a Dios a los ojos y ves que solo es S. ¿Sólo?. Y deseas prolongar ese momento, repetirlo, pero sabes que no se puede alargar ese tiempo, tan solo calcarlo de nuevo. ¿Sólo?. Y quieres que vuelva a ser tuya de la misma forma, y volver tú a ser suyo, aunque solo sea una vez más. ¿Sólo?. Y piensas que S es perfecta.

Sólo le falta hablar...