viernes, 6 de julio de 2007


- ¿No las habías visto?
- No. Nunca. No me había fijado.
- Pues están por todas partes. Siempre han estado ahí. Desde que llegamos.
- No lo entiendo. ¿Por qué nos siguen?
- No nos siguen. Nos rodean. Están. Se mueven, van y vienen, nunca se acercan. Solo están.
- ¿Y si lo hicieran?
- Si hicieran ¿qué?
- Acercarse. Puede ser peligroso...
- No creo que lo hagan. Han tenido muchas ocasiones para aproximarse más y no lo han hecho. Estate tranquilo.
- No puedo estarlo. Me dan miedo.

Las sombras que se alargan con la caída del sol son tan equívocas como los ruidos desconocidos. No importa cuánto tiempo haga que conoces su existencia ni lo racional que seas: al final en el fondo de tu mente siempre te queda la duda. Siempre está la sensación –certeza- de qué es más lo ignorado que lo sabido, lo ignoto que lo estudiado. Resulta muy molesto, por muy escéptico que se sea, ese extraño convencimiento que tantas veces te resta valentía.

El miedo es otro seguro compañero de la oscuridad. Es genético, es casi inherente al ser humano (por no decir a cualquier ser vivo). Ese miedo, denso y pastoso, irracional, que te agarrota, que te eriza el vello, que te acelera el latido. No es concreto, no es por tanto explicable, no se puede conjurar. El pavor que te abre los ojos al máximo, que te provoca escalofríos y sudores, que te despierta en medio de la noche, que se te aferra a los tobillos y tira fuerte, muy fuerte.

- ¿Sabes qué son? ¿quiénes son?
- Ni idea. Sé lo mismo que tú. Pero no tengas miedo, de verdad, no nos harán nada.
- No sé por qué estás tan seguro. Dices que no sabes qué son...
- Y no lo sé. Pero no me preocupa lo que no conozco.
- Tú siempre tan práctico...

¿De qué sirve preocuparse de lo que no se conoce? ¿para qué angustiarse si ese agobio no solucionará nada? Pues porque no es algo pensado, previsto ni que se haga para resolver nada. Es inevitable. Por desgracia lo es.

- Y si no te preocupan, ¿por qué huimos todo el tiempo?
- Pues porque sé que nos buscan, sé que andan detrás de nosotros, aunque a lo mejor esas siluetas no tienen nada que ver. A lo mejor son sombras solo, que sé yo, el sol y los árboles, el viento juega a veces de forma caprichosa. Aún así, es mejor que no nos quedemos quietos.
- ¿Quién nos busca? ¿por qué?
- De sobra lo sabes. No quiero explicarlo de nuevo.

Tres meses huyendo por el bosque, comiendo lo que el mismo bosque decide regalar, bebiendo cuando es posible y siempre corriendo. Al final del camino, los árboles son amigos, la hierba fiel compañera de cama y los escasos animales con los que se cruzan se reparten entre motivo de inquietud, camaradas de desdicha y proteína pura.

- No hemos hecho nada malo.
- Lo sé. Pero no todos pensamos lo mismo y ahora déjame en paz un rato, no quiero seguir hablando.

El no poder charlar con nadie genera difíciles conversaciones, dualidades imposibles y una cierta y necia lucidez. O sabia, según se mire. La soledad, cuando es profunda y real, no ayuda en nada. Cuando el fin está cerca, la única forma de combatir el esparto en la lengua y en el alma es dirigirse a quien quieres y a quien te quiere. Cuando el fin está cerca, no queda nadie más.



- Ahí está. Ya le tenemos.
- Espera, no quiero que falles. Espera... ¡Ahora!

El primer disparo golpea la pantorrilla derecha derribándole. El desertor se levanta a duras penas e intenta seguir corriendo. La segunda bala entra por la espalda, destrozando columna y sueños, seccionando médula y libertad, talando carne y vida. Cae al suelo, todavía no muerto y se arrastra pesadamente. Sus perseguidores (sus asesinos, sus verdugos, han tardado mucho tiempo en encontrar razones, en infundirse más que valor, causa real) esperan pacientemente a que todo acabe. Y todo termina, como terminan las esperanzas. Solas.

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