miércoles, 28 de noviembre de 2007



Los finales tienen la extraña costumbre de coincidir con otros principios. Así, el último interludio tenía que cerrar el círculo iniciado con el primero, igual que las estaciones están en pleno proceso de cierre y apertura ahora mismo.

Y es hoy, nunca en otro momento, cuando releo y veo y siento y oigo y pienso. Y es hoy, ese hoy que es pasado y presente y futuro, todo junto, cuando sin arrepentirme me cuesta entender que motivó el primer interludio.

Tal vez el frío (inesperado por muchos, jamás entenderé la razón) entumezca neuronas sanas. Tal vez fueron tiempos tan pasados que ya se olvidaron. Tal vez sea yo el que no quiera recordar determinadas sensaciones.

Y el invierno ya muerde de madrugada y ya se empiezan a ver los alientos de los parroquianos por las calles y la pátina de hielo en los coches. Y se acerca la Navidad y con ella, por desgracia, entre un ochenta y dos y un ochenta y siete por cierto de las ocasiones de ser imbécil y de parecerlo. Y se terminará el año, otro año, y pocas cosas habrán cambiado (quizá ninguna, quizá a peor) y empezará otro, con sus nuevas ilusiones y sus propósitos de enmienda que terminarán en frustraciones y en excusas hipócritas. En fin, nada nuevo. Ni nada demasiado viejo.

E igual que termina el año, terminan los interludios. El siete es un buen número para cerrar un círculo y, en esta ocasión, será así. Algún número tenía que ser, no tenía sentido ni prolongar indefinidamente ni postergar un final que en la punta de mi lengua dormía desde hace tiempo. Cogeré el lacre de sellar labios y dedos y almas y lo pondré tapando la cerradura del cajón de las palabras y los entreactos. Así será.


viernes, 23 de noviembre de 2007



Era de cristal. Bueno, casi de cristal. Era transparente pero no frágil. La textura de su cuerpo era la misma que si no hubiera sido transparente. Los médicos se habían hartado de repetirles a sus padres que era un problema grave (y muy raro, rarísimo, incurable) de ausencia de pigmentos, pero que todo lo demás era idéntico a lo esperado. Es decir, su piel no contenía nada que le diera color, ni su sangre, huesos, músculos, vasos, órganos, nada de nada. Sin embargo no tenía que tomar ninguna precaución especial, en ningún sentido. Era, finalmente, un tema puramente estético.

Por lo demás, era un niño normal, absolutamente normal. Jugaba, veía televisión, comía y dormía como cualquier crío de su edad. También era constantemente humillado, insultado y vejado por sus compañeros de clase como cualquier otro. Creció por tanto como crecemos todos, con frustraciones, alegrías, tristezas, ilusiones... pero con mucho más maquillaje. Su madre se esforzaba en maquillarle tratando de darle un aspecto “natural”. Tinte para el pelo y para disimular cejas y vello invisibles. Mangas y perneras largas prácticamente todo el año, al menos en público. Guantes y gorro de finales de septiembre a primeros casi de junio. Y se hizo un adolescente que había pasado mucho calor pero que fue capaz de adolecer aproximadamente como cualquiera.

Conoció chicas, muchas chicas, pero en el sentido bíblico no había conocido nunca a ninguna, hasta que “la única” entró en su vida. Se enamoró, tan perdidamente como era de esperar, tan irreflexiva e impetuosamente como lo hemos hecho cualquiera a esa edad. Los primeros encuentros fueron a través de Internet –no hay mejor disfraz que el anonimato absoluto- pero llegó un momento en el que resultó imperativo el contacto real, la visión a la cara, el roce en la piel. Evidentemente su mayor preocupación no fue el cómo sería ella sino el cómo reaccionaria ante él. Sabía que era alguien lo bastante especial –o así quería creerlo-, alguien lo suficientemente extraño, lo justo de raro, lo exacto de excepcional, así que se puso sus mejores galas, se pintó como siempre (hacía tiempo que había aprendido y los resultados habían acabado siendo notables) y se marchó al lugar elegido.

Todo fue bien, demasiado bien tal vez. No hubo reproche alguno (sí sorpresa, pero esa pasó rápido), no hubo vergüenzas esta vez. A la chica no le disgustó nada o no lo demostró, que a la larga es diferente pero que en los primeros momentos viene a ser lo mismo.

La vida se encargó de mantener unido lo que parecía imposible y Felicidad (la esquiva, la de los cuentos de hadas aunque estos no acaben bien) terminó de hacer lo correcto, regaló lo imprescindible y se hizo la estrecha cuando tenía que hacérselo. El chico de cristal y su musa lo aceptaron así y supieron encontrarse siempre. Envejecieron juntos, como habían estado desde que querían recordar y al final (siempre hay final, para todo y para todos) no tuvieron de qué arrepentirse. También, en algún punto temporal difuso de su vida, la común, la deseada, tuvieron hijos. Hijos normales en todo y seguramente desdichados, no supieron verse por dentro.