viernes, 25 de enero de 2008

Tu memoria se desvanece como las luces entre la niebla. Se difumina tu imagen, palidecen tus palabras. Siempre le diste mucha importancia al hablar. Decías que se valora siempre a quien habla. Que a quien se expresa bien se le ensalza, y que se critica a quien lo hace mal. Siempre has dicho que hablar es abrir la puerta, vencer cerrojos, romper barreras. Conversar es comunicarse, transmitir ideas, sentimientos. Eso es sencillo en el fondo, todo el mundo, o casi, puede hacerlo. Los niños lo aprenden pronto, los ancianos lo olvidan tarde. No tiene ningún mérito hacer algo que toda la humanidad, generalizando, hace constantemente. Incluso son mayoría los que lo hacen razonablemente bien. De este modo, ¿qué cualidad especial es aquella que se distribuye de manera tan uniforme? ¿qué absurda estimación se le da a algo que sobra muchas más veces de las que falta? No puedo acordarme de ti por tus palabras, esas que hoy todavía sigo oyendo, con tu voz en mis recuerdos y sueños, con la de otros — impostores del pensamiento, ladrones de frases ya hechas — constantemente.

Yo te recuerdo por tus silencios. Esos silencios que ahora me enfrían el alma convertidos en colgajos de niebla, en mortajas de bruma que hielan por dentro aunque no hace frío apenas. Te amé por tus silencios. Los silencios son los meritorios, son los difíciles. Cualquiera es capaz de abrir su boca y decir cualquier cosa, lindeza o barbaridad o también alguna frase neutra, insípida e inodora. Los niños no juegan a ver quien es capaz de mantenerse más tiempo hablando sino a tratar de permanecer más tiempo en silencio, a intentar vencer la risa que produce ver el esfuerzo en el rostro del contrario, el opuesto que terminará rompiendo su mudez impuesta, aunque sea por mimesis. Yo no aprovechaba cada uno de tus silencios para hacer vanos intentos de permanecer asimismo callado, los aprovechaba para mirarte, infinitamente. Para recrearme en cada centímetro de tu piel, de tu pelo, de tu gesto. Para recrearme en cada rasgo de los que ahora me roba la niebla.


lunes, 21 de enero de 2008



Dulces eran las horas en las que me aún me dirigías la palabra. Dulces eran los días, tibias las noches, cuando todavía nos podíamos mirar a los ojos sin que nos hiciera daño. Y ahora ahí estás y aquí estoy. Tú sentado mirándome, yo con el agua por los tobillos y la boca muda, tratando de decirte con la mirada que esto no tiene sentido. Me miras y sonríes y el agua sigue subiendo, lentamente, moja mi piel, se enrosca en mis piernas pero sé que no serás capaz.

Me vienen a la cabeza mil y un momentos, cientos de segundos perfectos, claves. Los buenos, los malos y los que nos han traído aquí. El agua sigue trepando poco a poco, inexorablemente. Siento su frío en los muslos ya. Trato de liberarme, pero es inútil. ¿Por qué no dejas de sonreír? ¿Por qué no dices nada? Según tú, todo está hablado ya. Pero no debería ser así o el agua no continuaría su camino. No es así, no puede serlo.

Recuerdo a la perfección la caricia de tu pelo, la hondura de tus ojos, la canción, en ocasiones triste en otras alegre, de tu risa cuando era sincera. El rumor líquido me dificulta la memoria pero no la anestesia del todo, tengo casi medio cuerpo sumergido. Desconozco tus razones, pero los pies se me duermen de frío, te imploro que me sueltes, sin palabras, siempre presumiste de saber lo que pensaba unos minutos antes de que lo expresara con sonidos.

Mi cuello se tensa al intentar capturar más aire, respiro rápidamente, tal vez demasiado rápido. Tu sonrisa ha mutado en carcajada enloquecida o así me parece. Ahora si que has adivinado lo que pensaba y me dices que estás completamente cuerdo. No seré yo quien te lleve hoy la contraria pero he de levantar la cabeza para poder seguir respirando. Me falta el oxígeno y me gustaría ser capaz de obtenerlo de algún modo, aunque sepa que es imposible.

El agua se acerca a mi boca, besa mis labios como tú lo hiciste en su momento, el cansancio me está venciendo. Poco a poco, despacio, demasiado despacio, voy rindiendo voluntades y ánimos. Ya no me miras. Tus ojos hace rato que no buscan los míos, se pierden en el suelo. Compartimos lágrimas: las mías se disuelven a mi alrededor y desaparecen, las tuyas se acumulan a tus pies. Será lo último que compartamos pues siento que me queda poco, el final se acerca con cada gota. Sumerjo momentáneamente la cabeza y vuelvo a sacarla, por poco tiempo ya. No me quedan fuerzas para respirar ni a ti para mirarme. Nuestro tiempo se acaba. Respiraré agua y terminará todo. Quiero que me mires por última vez, quiero que recuerdes esto siempre. Quiero que nunca olvides, ni el final ni cómo fue al principio. Pero es demasiado tarde para querer, demasiado tarde para todo.