viernes, 29 de diciembre de 2006



En el mundo real los ancianos son translúcidos. Su sabiduría de años se transparenta bajo la piel. Los niños son algo más que una manera fácil de sacarle el dinero a sus padres. Su ingenuidad inexperta se les sale por los poros. Los niños y los ancianos convergen finalmente, en el mundo real. Jajá, jajá y jajá.

En el mundo real el perdón no es una excusa para no olvidar. Es la razón última de la existencia de muchos. El amor no tiene nada que ver con lo que la gente dice. Su agonía es un signo de los tiempos. El perdón y el amor son lo mismo finalmente, en el mundo real. Jajá, jajá y jajá.

En el mundo real el dolor es un síntoma. Es la consecuencia del hacer sin pensar. La tristeza nunca viene sola, suele dejarse acompañar. Al final tristeza y dolor se juntan sin pedir permiso a nadie, en el mundo real. Jajá, jajá y jajá.

En el mundo real los ángeles conocéis todos los secretos...


lunes, 27 de noviembre de 2006

Foto de Jarek Kubicki
Porque tu almohada recién lavada no huele igual.
Porque eres el color del cielo entre las nubes.
Porque tienes aroma a sonrisa de madre lejana.
Porque a veces pareces un niño perdido que solo conoce su nombre.
Porque eres el frío en el calor y el calor en el invierno.
Porque eres sensación y eso es irrenunciable.
Porque en tus ojos está la tempestad y la calma.
Porque eres el banco en el parque.
Porque existen cuadernos impertinentes que se empeñan en que equivoques las letras.
Porque hay libros que nunca leerá nadie.


Porque no se puede, no se debe, morir de silencio.


miércoles, 8 de noviembre de 2006


He ido y he vuelto. El viaje ha sido mucho peor de lo que imaginaba. He conocido el horror en todas sus formas, incluso las más espeluznantes. He conocido el terror extremo, me ha atrapado aunque he conseguido desasirme. Me he visto perseguido por los secuaces del mal, he sentido sus fríos dedos alrededor de mis brazos. He tenido que sentir como los pelillos de la nuca (y aún de todo el cuerpo) se me erizaban ante los sonidos que llegaban a mis oídos. Mis ojos han estado a punto de saltarme de las órbitas y es que hay cosas que no se pueden soportar. Las luces, esas luces que hieren, que queman con sus estridentes colores. Las escaleras metálicas aullando todo el tiempo, pisoteadas por cientos, miles de pies. El suelo que retumba y protesta airado por el maltrato que recibe de esos pies. Tengo que escapar, pero no hay manera de hacerlo. Otros tipos han sufrido la misma suerte. Corrían despavoridos a mi alrededor, sin saber dónde huir, no había por donde hacerlo. Arriba o abajo, a derecha o a izquierda, sólo el caos, la destrucción, la corrupción en cada rincón, las personas chocando entre sí, caen al suelo, se pisan unas a otras y son arrolladas por la multitud aterrada, pero eso no les detiene, nada les detiene. Y siguen corriendo y tropezando y cayendo en una especie de frenética orgía de sangre y prisa.

Al menos yo he podido salir. He sobrevivido, a duras penas, pero lo he conseguido. Juro no volver a caer en la tentación. No me dejaré arrastrar de nuevo a pesar de que siento aún su extraña atracción. Tengo que conseguir recuperarme aunque mi entendimiento, ya bastante escaso, continúa repleto de las monstruosas y descarnadas imágenes rosáceas avistadas en medio de la multitud. Anoréxicos espectros me persiguen incluso en sueños con su enloquecida sonrisa torciéndoles el gesto. Incluso podría parecer que tratan de ayudar a superar el miedo. Sé que no es así, se que es sólo la demencia que trata de abrirse paso. Mi mente intenta huir desbordada por los recuerdos, pero es imposible. Me rodean los sonidos y los olores percibidos en aquellos momentos tan duros. Tengo los sentidos embotados por el trauma y la angustia. No me puedo quitar de la cabeza aquellas pavorosas sensaciones. Y sus voces, ¡Dios! sus voces. Aún resuenan en mi interior. No me puedo desprender de ellas. Y ese: “Ya es Navidad en el Corte Inglés”...


martes, 31 de octubre de 2006

Foto de Jim McNitt

Perdida en medio de la gran ciudad, tu memoria es basura. Extraviada entre callejas cuyo nombre nadie recuerda, tu mente es un laberinto sin salida. Abandonada en la languidez del verano prolongada en un otoño de farsa, tus deseos son inútiles. Olvidada en lo inmenso (absurdo) del progreso humano, tus lamentos mudos no llegan a nadie. Violada por la cultura de la propaganda barata, del analfabetismo patrocinado y ultrajada por la globalización mercantilista (sólo esa merece la pena, el resto nos sobra, no nos da beneficios a corto plazo), tu agonía es permanentemente ninguneada por el mandamás de turno.

Estás rodeada por toda la mierda de la modernidad, del perfeccionamiento urbano; inmersa en un océano de publicidad engañosa (toda sin excepción), harta de las dictaduras disfrazadas (las sonrisas de los “profesionales del bien común” timan siempre), de los totalitarismos políticamente correctos (construidos con la sangre y las entrañas de tanta gente). No hay futuro (decían eso sólo) cuando tampoco hay pasado. Da igual a quien te quejes o lo alto que grites, no puedes romper su cerumen endurecido por otros gritos anteriores (“prohibido prohibir” estalló en las manos y en los bolsillos de los que lo gritaron, siempre menos –muchísimos menos- que los que dijeron haberlo gritado).

Rompe con todo eso, destruye lo construido, derriba muros, paredes, tapias, tabiques y refúgiate en lo más profundo de tu alma, donde no llegan especulaciones ni intereses corrompidos. Vuelve a casa, solo para armarte de valor y de ira, luego sales a la calle otra vez y, no seas tímida, mata (y muere) por lo que realmente te gustaría que fuera. Arrasa las calles, saquea las tiendas, roba los televisores, jarrealos con gasolina sin plomo y quémalos. Arranca los cables del teléfono y los de la luz. Pon bombas en las cañerías (el agua embotellada es lo bastante buena) y los campos de golf se secarán solos. Termina con la civilización contemporánea, el cine yanqui te ha contado que la Edad Media no fue tan mala. No te arrepientas de lo que hagas. No hay medias tintas. No hay piedad ante nada, ante nadie. Solo te queda el odio así que... que sea el fuego quien hable por ti. Que sea el caos tu mensajero y el apocalipsis tu mejor obra.

lunes, 30 de octubre de 2006

Foto de Evgeniy Shaman

El otoño se funde con tu piel como una mortaja y es tu mirada la única que demuestra que estás viva. Tan viva como estaban las hojas antes de volverse marrón desesperanza o las ramas que las sostenían y que ahora caminan hacia lo yermo. Tu mirada, limpia, coronando un cuello siempre excesivo en su latir, siempre eterno, siempre demasiado largo. Un cuello que instiga al mordisco cariñoso para evitar el corte de la navaja emponzoñada. Un cuello que se prolonga, infinito en su tersura, hasta el deseo sin límites, hasta hacer perder la razón.

¿Por qué te empeñas, desnuda, en que siempre sea verano? ¿Qué tiene de malo el otoño? ¿Por qué te refugias del frío? ¿Acaso no es mejor la búsqueda del calor que el mismo, regalado?

Duerme ahora, mi bella, duerme el dormir de las hadas, el descansar de lo eterno, de lo inmortal, de lo que perdurará siempre. Descansa en los brazos de todas las estaciones para poder ser, volver a ser, mañana, el duende de los despiertos, de los insomnes, la guardiana de los deseos, de los dulces y de los envenenados. Descansa, pues tienes que recorrer la noche buscando almas que guiar, pasos que señalar y caminos que ayudar a transitar.

Y te cantaran canciones, te escribirán versos, manos más hábiles que las mías y lenguas más inspiradas. Te susurrarán cuando caiga el sol, te buscarán los enamorados y te invocarán las mentes más preclaras, las de los niños pequeños...

miércoles, 18 de octubre de 2006

Foto de Evgeniy Shaman


Caes y camino del abismo caliente, el viento te golpea azul. Tu mirada, perdida ahora, sufre naranja desasosiego y tus pies atados por el deseo fugaz se enredan en algas rojas de candor extremo. Ruido blanco y ruido negro empapan tus oídos con su mordisco seco y sientes en la espina dorsal un orgasmo sin IVA, sin valor añadido. Te conmueves y te retuerces de dolor y placer mientras se embota tu cerebro en amarillo. La dulzura que no aprecias te hace daño y tu garganta rancia de amor no correspondido, dolida de años de destierro, solo grita tequierotequierotequierotequierotequierotequiero.

Y tu espalda azotada hasta el ámbar quedará para cuentas de collar de huesos, los pondré alrededor de mi cuello como si tus vértebras fueran dientes de algún tiburón ya olvidado. Tus bonitas piernas se marchitarán y explotarán en mil varices y tu sangre fría, esa que en su momento fue el alimento de más de un vagabundo del sexo, pintará la buhardilla del chalet adosado de Dios.

Y reiremos los dos, como locos ahítos de cordura y hartos de convenciones. Reiremos juntos la risa que nadie oye, que nadie percibe pero que los ancianos sienten. Imbéciles nos rodearán con sus macilentas almas y nos empujarán a abrazarnos. Lo haremos hasta rompernos los huesos y follaremos sinfonías, Opus 69, con impúdico público púbico. Tus gritos, deslizándose por el exangüe universo serán politono enfermo. Y todo será maravilloso.

lunes, 9 de octubre de 2006

Foto de Evgeniy Shaman





Si tienes la seguridad de que no te va a llamar, ¿por qué te has perfumado? Si sabes, de sobra lo sabes, que no te conviene, ¿por qué insististe? Si conoces cuáles son sus verdaderos sentimientos ¿por qué te has hecho ilusiones? Si estás tan convencida de que solo serviría para sufrir más, ¿por qué te haces daño? Si has comprendido que aunque él volviera, no volverían con él las antiguas sensaciones, ¿qué mierda de esperanza te queda? Si tienes tanto la certeza de que le amas - nunca has querido a nadie así, dices – como la de que tus deseos no son correspondidos, ¿por qué no lo olvidas?

Porque le quieres realmente, contestas. Le echas de menos. La autocompasión no te va a ayudar, no esta vez.

Porque le necesitas, respondes. Le necesitas. Si te fijas te darás cuenta de lo cerca, fonéticamente hablando, que están necesidad y necedad. Demasiado cerca, a veces.

Porque no puedes vivir sin él, alegas. Pues haberlo pensado antes, bonita. Ahora es tarde, siempre es demasiado tarde.

miércoles, 20 de septiembre de 2006

Foto de Sergei Belov

Buenos días, amiguitas y amiguitos. Aquí os dejo mi ración de letras. Perdonad la tardanza, pero los hados me han impedido daros esta dosis antes. El motivo que inspira estas líneas no es otro que los acontecimientos que se han venido sucediendo en el mundo del asesinato, que es al que me dedico y el que me da de comer.

Es una vergüenza lo que viene pasando últimamente. Ya nadie, pero nadie, contrata los servicios de los profesionales. En mi campo, me dedico a la fabricación de venenos, la crisis es aún más grave que en otros campos, aunque mis compañeros, los afiladores de cuchillos y los vendedores de armas en general, tampoco andan para tirar cohetes. Y el problema es la improvisación. Los asesinos ya no planifican. Utilizan cualquier cosa que tengan a mano. Y esto rige tanto para las muertes violentas como para las más sutiles. Ya nadie compra un arma de precisión: prefieren arriesgar con ancianas escopetas de caza, aún a sabiendas de que las probabilidades de error aumentan terriblemente. Ya nadie utiliza bisturíes o escalpelos, cuchillos perfectamente equilibrados y, ni siquiera, bien afilados. Salvo, claro está, que los tengan a mano. Y así no hay manera.

Pero, en mi caso, concretando, amiguitos, es todavía peor. Manadas de ramplones aficionados, piaras de vulgares amateurs, recuas de anodinos seudoasesinos y reatas de mediocres en general, han convertido el homicidio en una chapuza como nunca antes había sido. Han sustituido el arte de matar, la sinfonía de muerte en tus manos, por la más burda, la más grosera (y más gratuita) de las violencias. Han abandonado la senda no ya de la perfección, sino del simple placer, del poder, de tener la existencia de alguien a tu merced.

Por ese motivo he decidido acabar con mi vida. Y, siendo así, siendo como soy, he decidido igualmente, haciendo violencia de mi mismo, someterme a lo burdo, al dictado de lo improvisado. Yo podría, creedme que podría, idear tal crimen, tal obra, que culpara ineludiblemente a quien yo deseara y que supusiera un reto para el más afamado de los investigadores. Pero, ¿para qué?. No vale la pena, no merece el esfuerzo.

De este modo, voy a suicidarme con ácido. Tomaré una cápsula o dos o diez, las que sean necesarias, de un nuevo ácido de mi invención tan tosco como todos los matarifes (no merecen ser llamados asesinos) que en los últimos tiempos han creado escuela y, lamentablemente, secuela. Tragaré dicho ácido y me provocará una hemorragia interna lo bastante grave como para matarme.

Dolerá, sí, os lo aseguro. Dolerá mucho. Pero si sirve para que los criminales del futuro comprendan y retomen el camino de los maestros, mi dolor habrá sido bien empleado y mi sacrificio el adecuado. Claro, que asimismo podría ser que no sirviera para nada, que mi muerte fuera tan inútil como sus vidas. Podría pasar eso, desde luego. Pero por lo menos no estaré aquí para verlo.

jueves, 31 de agosto de 2006

Foto de Evgeniy Shaman

Madre eres, madre serás y parirás con dolor. El ser de tus entrañas, aquel que te acompañó casi cuarenta semanas, está a punto de conocer el mundo y a su madre. A la mujer que ha dado una parte importante de sí misma, su víscera misma, para que nazca lo más sano que sea posible. A su padre le conocerá o no, según si sobre tras. Al cabrón responsable de que aún hoy, doscientos y pico días después, te plantees qué hubiera pasado si. Al hijo de la gran puta culpable de que te duela todo el cuerpo, tengas los tobillos casi líquidos y lleves cuatrocientos treinta y dos mil minutos jodiéndote el cuello para intentar verte los pies.

La decisión de conocerle dices que es tuya. Bueno, dices. Al final la decisión será solo suya de él, pues varón nacerá. Otro varón para alegrar el mundo y engordar a alguna desgraciada con su semilla de macho alfa. O beta, que en cuestiones progenitoras humanas las letras griegas perdieron su importancia. Otro varón para, en un momento dado generar desprecio o deseo o amor u odio. A lo mejor si hubieras tenido embarazo de hembra te resultaría más fácil. No te sería tan complicado olvidar la cara de su padre. Aunque probablemente no seas capaz de olvidarla de todas formas. Podrías, a lo mejor deberías, haberlo pensado antes. Podrías haber tomado otra decisión, esa sí era tuya, pero decidiste probarlo, probarte a ti misma aquello de que el no-nato no es culpable. Y no lo es, desde luego. Otro tema es que seas capaz de quererlo, cuidarlo y criarlo como no-culpable. Como merece.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Foto de Evgeniy Shaman

Eres la hija del bosque, o así te llaman por lo menos. Las gentes del lugar te tienen miedo porque se dice que raptas a los niños y los escondes en los huecos de los árboles. También dicen que a una palabra tuya, estos te obedecen ciegamente. Dicen y dicen, pero nadie habló nunca contigo. En su momento hicieron batidas, para acabar contigo, pero siempre pudiste despistar a los perros. Pero nadie intentó nunca hablar contigo. Incluso en una ocasión, prendieron fuego a una parte del bosque para tratar de abrasarte en tu refugio. Pero nadie intentó nunca hablar contigo.

Si lo hubieran intentado, habrían sabido que tú eras la primera en estar harta de estar sola, la primera en desear más compañía que el cantar de los pájaros durante el día y la luz de las estrellas por las noches. La primera en necesitar “contacto humano” – al menos, así lo llaman, o así te pareció entenderlo una vez que robaste una conversación -. Si lo hubieran intentado, habrían tenido la oportunidad de conocer tu historia, de conocerte mejor, de hablar contigo. Ahora ya es tarde. Ya eres la hija del bosque. Ya no recuerdas cómo es eso de hablar.

viernes, 18 de agosto de 2006

Foto de Avatar

Él es la lógica. Aplastante en un cuerpecillo cada vez menos pequeño. Aplasta cuando sin pestañear te mira y te suelta una de sus prodigiosas frases. Limpia la mirada, de envidiable inocencia se tiñen sus ojos cuando pregunta. Y siempre pregunta. Quiere tener todas las respuestas para poder recordarlas en el momento justo y desarmarte con su atinadísimo juicio de adulto sabio, pero le falta la soberbia para serlo.

Él es la risa. Es la carcajada sincera, tan espontánea que parece fuera de lugar. Nada más lejos. Nunca la espontaneidad puede estar de más. Transparente esa risa, de incontenible alegría se llenan sus labios cuando ríe. Y siempre se ríe. Quiere saber todos los chistes del mundo para hacerte reír a ti también y poder compartir ese momento.

Él es la sinceridad. No sabe mentir, ni falta le hace. Cuando lo intenta, su cara es de tal apuro, de tanta vergüenza, que te da pena que lo intente, no tanto por la mentira en sí, siempre inocente, siempre piadosa, sino por lo mal que lo pasa. Es sincero siempre. Quiere serlo porque necesita recibir lo mismo a cambio. Necesita sentir ese apoyo para ser lógico, para poder reírse con ganas. Y es tan fácil decepcionarle... no se ríe entonces.

Él es el cariño. Cuando abraza a la Rizos o a mí o a su madre, no sabe no ser cariñoso. Es besucón y juguetón. Derrite esa forma de ser. Franca, sencilla, espontánea, inmaculada... es tierno hasta en el enfado. Es imposible no corresponderle. Su forma de ser no te lo permite. Es el refugio siempre, el lugar al que mirar o dirigirse cuando un nubarrón te ensombrece el día. Es la luz.

Él es la justicia. Es la bondad, incorrupta. No exige nada, en general, pero menos aún lo que no está dispuesto a regalar, siempre con creces. Siempre fue así. Se deja. Da rabia cuando sufre por esa bondad, por ese sentido de la justicia tan reñido con cualquier instinto de conservación. Duele verlo, es cierto, pero de algún modo, lo prefiero así, tan puro, tan transparente. Ojalá no cambie nunca, no creo que lo haga, no quiero que lo haga, dudo que pueda hacerlo.

Le quiero mucho, yo, al rubio éste, sí.



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A Jorge, algún día comprenderá también esto.

viernes, 11 de agosto de 2006

Autor desconocido

Urbano se despierta pronto en la pensión en la que se refugia. Son las doce y media del mediodía y, aunque el día amaneció gris, ahora el asfalto derretido y el sol en lo alto se besan apasionadamente en su incestuoso abrazo. La resaca, único amigo fiel que le queda, no le deja obviar el hecho de que lo de Esperanza fue un error. No, por supuesto, porque la muy zorra mereciera otra cosa, sino porque en lo más profundo de su cerebro Urbano sabe que un profesional no se puede permitir cegarse con los sentimientos de un momento concreto. No es que Urbano se crea excesivamente profesional, pero si quiere seguir sobreviviendo, es la imagen que necesita dar.

Desayuna el recuerdo del whisky de anoche. Sin magdalenas. Se viste de cualquier manera y se dirige a la calle del Pez. Espera un nuevo encargo. Cuando llega a la puerta del bar, ve como el hombre de la barra habla con un tipo al que Urbano no conoce. De pronto, el extraño se gira y sus miradas se cruzan. Urbano comprende. Demasiado tarde tal vez, renuncia a entrar al bar y aprieta el paso calle abajo. De vez en cuando, con más ansiedad y a intervalos de tiempo más cortos, mira atrás a ver si le sigue alguien. En la esquina con San Bernardo se para y observa la calle. No viene nadie. Infinitamente más tranquilo, entra en una cafetería y se pide un nuevo whisky barato. Lo necesita para reflexionar. La experiencia no le engaña, no puede ni sabe cómo hacerlo. Ha visto en la mirada que le echó el anónimo que hablaba de él con el otro, ahora tan desgraciadamente conocido, todo lo que necesitaba ver. Sólo le hace falta saber cuando para poder prevenirse.

Urbano ha decidido dejar la ciudad. No puede permitirse acabar así. No ahora. Recoge sus cosas de la pensión, caben todas en una bolsa pequeña y mete las dos navajas en la cinturilla del pantalón. Espera sinceramente, por una vez en su vida, haberse equivocado, pero no quiere correr riesgos. Baja a la calle y se dirige al metro. El viaje se le hace larguísimo. Irá hasta el punto más lejano de la gran urbe y allí hará autostop hasta dónde le lleven. Lo más lejos posible. En el metro va fijándose en cada rasgo, en cada cara, pero nada le resulta familiar. Tiene los nervios de punta. Un joven le empuja suavemente en el hombro para bajar en la estación donde se ha detenido el metro y Urbano está a punto de degollarle, hasta ahí llega la paranoia.

Urbano baja en la estación que ha elegido para empezar su viaje, seguramente a ninguna parte y a todos los sitios a la vez. De repente se fija en el hombre que baja con él. Es el mismo que vio en el bar ayer, pero esta vez no se cruzan sus miradas. Sólo siente, ya en el andén, el frío de una pistola en la base de la espina dorsal y tres aún más gélidas palabras: “No te gires”. Urbano no lo hace y el otro le dirige con la pistola hacia la salida. Al llegar a la calle, deja de sentir el glacial contacto de la pistola y lo sustituye un calor increíble, como nunca antes ha sentido, que comienza en su espalda y se extiende por todo el abdomen. Nota la sangre pegajosa abrirse paso a borbotones y cae al suelo. Un momento antes de rendirse a la evidencia de la sobria, le da tiempo a preguntar:

- ¿Por qué?
- Era su hermana, imbécil. Esperanza era su hermana.

Una leve sonrisa curva los labios de Urbano en el último momento. Y comprende. Pero ya es demasiado tarde.


miércoles, 9 de agosto de 2006

Foto de Jan Saudek

Urbano sabe perfectamente que su vida es una puta mierda. Ni mejor ni peor que la de cualquiera. Una existencia tan inútil como necesaria. Inútil en el sentido de que nadie, absolutamente nadie, sentiría su pérdida. Necesaria en el sentido de que para que haya un equilibrio, han de existir personas en ambos polos, en el lado inservible y en el útil. Urbano ni quiere ni necesita compasión, no quiere ni necesita que nadie se identifique con él. No quiere ni necesita que nadie sienta pena por su vida o culpabilidad por la desgracia en que se halle metido. Su vida es una mierda sí, lo es, pero es la suya; no es la que ha elegido, porque no le ha quedado otra opción –o eso piensa él-, pero es la que la propia vida ha elegido por él.

Urbano ha terminado las dos botellas que compró con lo obtenido en su último trabajo. Le ha dado la sensación de que estaba bebiendo sangre ajena. Le gusta, en cierto modo, el gusto metálico de la sangre (siempre y cuando sea extraña). Reflexiona sobre ello y decide hacer una llamada.

- Hola, ¿Piedad?
- No, Piedad no está. Soy Esperanza. ¿Quién eres?
- Soy Urbano. Necesito compañía esta noche. Bueno, no exactamente compañía. Lo que necesito es echar un polvo.
- Bueno, pues quizá estés hablando con la persona adecuada. ¿Qué te gustaría exactamente?
- No lo sé. Por eso preguntaba por Piedad. Ella me conoce y yo a ella y sabe lo que me gusta.
- Si quieres voy adonde me digas y así nos conocemos también tu y yo. Sí que te aviso que yo soy un poco más cara que Piedad, porque estoy más buena. El completo serán setenta euros.
- Si es cierto que estás más buena, te daré ochenta.
- Dime la dirección.

Urbano se la da y se sienta a esperar a que llegue. Fuma un cigarrillo tras otro arrojando las colillas por la ventana. Al poco rato, Esperanza llama a la puerta. Él se levanta y la abre. Esperanza se ha puesto un vestido ajustado de color verde que ha conocido mejores tiempos y zapatos de tacón a juego con el vestido. Es decir, viejos. Urbano la echa un vistazo y decide que no está más buena que Piedad, ni por asomo. Quizá la boca esté algo menos estropeada y la piel un poco más tersa, pero el estilo que el achaca a Piedad, no lo encuentra en Esperanza por ninguna parte.

- ¿Tienes el dinero?
- Después.
- Siempre el dinero por adelantado, cariño.
- Piedad siempre me coge le dinero después y así será. Si te gusta bien, si no, ahí tienes la puerta.
- No te enfades, cariño, no te enfades – dice Esperanza mientras comienza a desvestirse siguiendo los más manidos topicazos de un streptease de barrio. De barrio bajo, para más señas.
- No me llames cariño. No me gusta.
- De acuerdo, cielo. ¿Puedo llamarte cielo?
- No.

Urbano la empuja violentamente y comienza a besarla. Esperanza, con el pensamiento puesto en el dinero que tan rápida y fácilmente confía en ganarse, gime como enloquecida. Urbano termina de desnudarla con urgencia, desabrocha su pantalón y se la folla sin miramientos. Ella empieza a gritar y en unos pocos segundos Urbano se corre dejándole el coño y los muslos chorreando semen.

- Oh, fantástico, cariño, has estado fantástico.

Urbano saca su cuchillo y lo hunde en el cuello de Esperanza como en mantequilla caliente. La sangre brota a raudales y empapa la sucia sábana de la cama donde, unos segundos antes, ella gritaba que la estaba matando. Paradojas de la vida. Urbano lava sus manos y el cuchillo en la cocina y sale del piso alquilado al que no volverá. Cruza el portal silbando y pensando: “le dije que no me llamara cariño”.


martes, 8 de agosto de 2006

Autor desconocido

Urbano pasea por las calles. El calor es casi insoportable. Los edificios sangran óxido de chimenea envejecida y la gente, la que aún queda dentro de sus casas, la que no está muriendo un poco más bajo la implacable ausencia de aire respirable de la ciudad, sudan sus siestas frente al ventilador que hace tiempo que debería haberse estropeado.

Urbano contempla como las escasas personas que le acompañan en la acera buscan la sombra como los perros de los polígonos industriales: sin prisa pero sin dejarlo para más tarde. Se imagina a todas esas personas con la lengua fuera, chorreando más baba de la que su estado de hidratación aconseja. Una televisión atrona desde algún bar cercano: “Hay que beber mucho líquido”. Y en eso andan los parroquianos, con su quinto o sexto o décimo sol y sombra en la mano.

Urbano llega en su paseo de parado de larga duración a la calle Desengaño (jamás una calle tuvo un nombre más apropiado). Las putas le gritan con su mirada vacía y vieja que hoy no habrá besos para él. Ni siquiera pagándolos. Pero Urbano no quiere hoy esos besos. Hoy su destino es otro. Sube por Valverde hacia la calle del Pez y entra en un bar. Hay un tipo esperándole en la barra. Urbano y el tipo se miran fijamente, de alguna manera se retan con la mirada. No hay posible enfrentamiento entre ellos, sólo marcan el territorio, la parcela que cada uno controla. Al final, simplemente el tipo entrega un sobre y Urbano se marcha. En los dos minutos que ha durado el encuentro, nada ha roto el espeso silencio del agosto madrileño. En esos dos minutos, parecería que nunca hubieran pasado si no fuera por el descenso de la temperatura dentro del bar, se ha decidido la vida de alguien.

No hace mucho tiempo que la necesidad empujó a Urbano a matar por dinero. Hasta el momento no ha sido algo demasiado frecuente. Un par de cuchilladas al hijo de puta apropiado suponen algunos meses de whisky barato, fulanas aún más asequibles y tres comidas diarias. Siempre y cuando no seas demasiado exigente con ninguna de... con nada, en realidad. Urbano lógicamente no ahorra. Acude al bar de la calle del Pez cuando ya no le queda dinero para seguir viviendo. Es una vida sórdida, tanto como un polvo en un baño de gasolinera, pero cuando tu existencia está tan lejos del cacareadísimo “estado del bienestar” como la de Urbano, poco importa lo mezquina que sea.

Urbano está llegando a la Puerta del Sol. Los turistas acumulándose le recuerdan a las manadas de cebras que se agrupan para intentar escapar de los leones. Pero los carteristas del centro son infinitamente más listos que los leones y no acostumbran a fallar la presa. En la cercana calle de la Cruz encuentra a la suya. Un leve empujón hacia un portal disimula el navajazo, por si a algún transeúnte, muy poco probable, le diera por mirar en la dirección inadecuada. La sangre salpica, nada escandaloso, el portal y la vida del ajusticiado se escapa evaporándose en el ardiente suelo. Urbano no vuelve la mirada. Sigue andando hacia su casa, de vuelta. Hoy comprará dos botellas y se sentará sólo frente al balcón a celebrarlo con un vaso sucio y algunos meses menos en el calendario.


domingo, 6 de agosto de 2006

Foto de Emil Schildt

Duermes. Duermes y sueñas. Tras un tacaño paréntesis, hoy las pesadillas han vuelto. Caes, caes y caes. La caída parece no terminar nunca. Es de esas pesadillas recurrentes que en la obviedad del pensamiento lúcido no pueden significar nada. Pero los sudores fríos al despertar y la opresiva sensación de angustia no desaparecen hasta un buen rato después de despertarte. Racionalízalo, te dicen. Que lo racionalicen ellos. Pero por supuesto, ellos no sufren esos sueños. Realmente no es sólo la sensación de caer. No es sólo la desesperación de saber que es el final, aunque éste no aparezca nunca en la alucinación. Es una mezcla de eso (extraña combinación) y la seguridad de que se va a repetir el mismo sueño, una y otra vez, sin que sepas cómo hacer que no vuelva. Y el ruido. Un ruido frío (si es que tal cosa puede ser definida así), gélido y constante. Un ruido que te daña los oídos y te embota el cerebro. Un ruido que no te deja oír tus propios gritos. Anula todos los demás sentidos. No te deja apenas sentir nada más. Te despiertas empapada, aterrorizada y completamente desubicada. Tardas un rato en saber dónde estás. Buscas a tu lado la seguridad de la espalda o el brazo cómplice e infinitamente comprensivo. Pero ya no están. Se largaron tras el enésimo aullido “injustificado”, tras la eterna noche de pavor extremo. Tras la noche de bodas.

lunes, 31 de julio de 2006

Foto de Sergei Belov

Bueno, ya me tienes como querías. Atada a tus pies, postrada bajo tu implacable presencia. Cuando empezamos estos jueguecitos, no tenía ni idea de que llegaríamos tan lejos. Supongo que tú tampoco. Lo que en un principio era solamente un recurso - ¡qué bello recurso!- para escapar de la rutina, hoy se ha convertido en la rutina misma. Aquello que planeamos como una cierta forma de huir hacia delante para “salvar lo nuestro” –eso dijiste y te creí, tan ciega estaba...-, se ha convertido ahora en una cadena más fuerte que la que sujeta mis muñecas.

Por eso voy a dejarlo. En estos tres meses no ha mejorado absolutamente nada. No creas que no te quiero. Nunca he dejado, ni probablemente deje, de quererte. Pero no es suficiente. Para mí no lo es, al menos. Estoy harta de vivir así. Me he cansado de este juego. Al principio, cuando solo era un juego, sabes de sobra que lo disfrutaba tanto o más que tú. Pero se ha convertido en una forma de vivir, en mi forma de vivir. Y no me gusta. No me gusta que me trates mal permanentemente. No me gusta estar dieciséis horas al día atada. No me gusta tener que comer en el suelo. No me gusta estar supeditada siempre a tu voluntad. Y sobre todo, no me gusta que me digas que lo haces por mí.

Así que, desátame y déjame irme. No puedes retenerme más tiempo, deberías saberlo. Lo nuestro se acabó. Se acabó ya. No intentes convencerme de lo contrario. ¿Qué? ¿No tienes nada que decir? ¿Qué haces? No te vayas. No me dejes así. Por favor...


viernes, 28 de julio de 2006

Autor desconocido

Estoy seco. La pertinaz sequía (sólo la lluvia puede ser tan pertinaz como la sequía, según los próceres de la meteorología) que asola el país –exceptuando, claro está, los campos de golf y las piscinas de la Moraleja, Marbella o cualquier otro centro de nuevos o viejos ricos-, me ha afectado al cerebro. Miento en realidad. No estoy tan seco. Simplemente la combinación de falta de tiempo e ideas mínimamente alejadas del más burdo patrón me hace renunciar a escribir. Al menos por el momento.

Hacía tiempo que no me sucedía esto y, claro, ya se me había olvidado. La puta tensión (siempre puta, siempre inflexible, siempre dispuesta a atenazar mis dedos) de saber que has de escribir y no puedes. Y lo intentas incluso de manera grosera, tratando de reproducir en líneas más o menos inspiradas lo que se te pasa por la cabeza o por los huevos que para el caso vienen a ser lo mismo. Y te das cuenta de que la musa (esa especie de hada húmeda que llena tus ensoñaciones) se ha ido de vacaciones sin dejar ni una jodida nota de despedida (la musa es otra puta, desagradecida además). Dicen los escritores de prestigio (si es que los hay, que después de todo, nunca se sabe) que cuando te abandona la inspiración, te queda la transpiración. Es decir, cuando no se te ocurre una mierda de idea, hay que recurrir al oficio. Así que me dispuse a ello. Cogí con pinzas una idea que tenía casi olvidada y me dispuse a tirar de ella. Iba a escribir un relato policíaco, chusco pero policíaco al fin y al cabo:

“Gritaba a un volumen francamente insoportable mientras cabalgaba sobre su miembro. Alcázar decidió no pensar en ello y concentrarse sólo en el orgasmo que sabía que estaba a punto de llegar. Agarró con fuerza sus bastante caídas tetas y trató de moldearlas hasta darle o devolverle la forma original, cosa que no consiguió más que con la izquierda, así que se asió con firmeza y aceleró el ritmo. Ella continuó gritando como si algo la desgarrara por dentro. Alcázar quiso pensar que se sentía destrozada por la dureza y el grosor de su polla, aunque dado lo poco que percibía la fricción, tuvo que reconocer en su fuero interno que no podía ser así. ¿Quizá era otra cosa lo que la desgarraba? Decidió comprobarlo más tarde pues ahora los “sigue, cabrón, me estás matando” estaban comenzando a matarle a él. Finalmente se corrió, apartó a la mujer a un lado y pudo encender un cigarrillo. Ella se levantó y fue al baño. Desde la cama, Alcázar podía oír correr el agua. Pensó en cómo gritaba la muy zorra hacía un momento y en los treinta euros que le habían costado el dolor de cabeza que ahora tenía y el triste placer proporcionado. Se vistió y se fue a la comisaría.

- Entonces, señorita, me decía que aquel hombre abusó de usted...
- Señora, si no le importa.
- De acuerdo, señora entonces. ¿Abusó de usted o no?
- No, no exactamente.
- ¿Cómo que no exactamente? Pero ¿no me ha dicho que después del acto sexual, usted cayó desvanecida?
- Sí, sí, pero eso no quiere decir que abusara de mí. Él no me forzó en ningún momento. Yo tenía tantas ganas como aquel muchacho o más. Lo que pasa es que hay cosas que una no puede aguantar, por eso me desvanecí.
- Y, cuando despertó, descubrió que la había robado. Eso ya nos lo ha dicho. Pero, ¿por qué le sobrevino el desvanecimiento? O el desmayo o lo que fuese.
- ¿Qué por qué me desmayé? ¿qué cree? Si piensa que una esta acostumbrada a, humm, semejante... Es que era enorme, detective, era realmente muy grande.
- Inspector, si no le importa. ¿Cómo que muy grande? ¿A qué se refiere con muy grande? ¿Cómo de grande? ¿Cómo un calabacín tal vez?– dijo el inspector Alcázar, mientras se humedecía los labios ligeramente con la punta de la lengua.
- Pues sí, quizá fuera como un calabacín pero de los grandes, de los enormes –dijo, visiblemente incómoda -. Debía medir por lo menos cincuenta o sesenta centímetros de largo. Y, desde luego, no menos de ocho de diámetro – respondió la mujer separando las manos con el objetivo de que el inspector pudiera hacerse una idea de lo que estaba diciendo.
- ¿Sesenta centímetros de largo? – exclamó Alcázar casi cayéndose de la silla del estupor por lo que poco después casi se levantó de nuevo – Pero ¡qué dice!, buena mujer. Eso es imposible.
- Que no, que no. Que mi marido que en paz descanse decía que la suya medía al menos veinte y ésta era, por lo menos, tres veces la de mi marido.
- Bueno, vamos a ver, dejemos aparte la cuestión del tamaño –sonrió el inspector, que empezaba a hacerse una idea del conflicto dimensional de la interrogada-, cuénteme por favor que fue lo que la hizo el sospechoso, porque no creo yo que se desmayara sólo con verla...
- Pues no, inspector, claro que no, pero, qué quiere usté que le cuente, no voy a entrar en detalles... – contestó ella, bajando la mirada y ruborizándose levemente.

La señora, manifiestamente nerviosa, había acudido hacía un rato a la comisaría del barrio a denunciar el robo de un dinero que tenía guardado en su casa. El inspector Alcázar, que aquel día –para no variar- no había dormido nada bien, se esforzaba en entender lo que la buena mujer decía, pensando más en la razón por la que tenía que tocarle a él semejante caso estando tan cerca el momento del traslado que había pedido años atrás. Y, ahora que se lo habían concedido, que pretendía empezar una nueva vida en lo que a lo policial se refiere, se encontraba con aquello.

- Sí, sí. Por supuesto que necesito que entre en detalles. Usted quiere que detengamos a ese hombre ¿no?, pues necesito todos los detalles que pueda darme. – El inspector se acomodó en la silla pensando en lo que a aquella mujer menuda y ya con bastantes años le habría podido suceder.
- Es que los detalles me dan mucho pudor, pero... bueno, si eso puede ayudar a detenerle...
- Claro, por supuesto que sí. Ya me ha dado su descripción, así, un poco por encima... veamos... alto o al menos más alto que usted –dijo Alcázar levantando la vista del papel de la declaración y fijándose en el escaso metro sesenta de la interrogada -, pelo castaño, ojos marrones, el típico español... complexión normal...
- ¿Qué dice de complesión normal? Si a usté le parece normal el aparato que gastaba el muchacho...
- No, no. Complexión normal, es decir, ni delgado ni grueso, ni excesivamente fuerte ni lo contrario, eso significa complexión normal.
- Ah, me había asustado al decir lo de normal, porque, vamos, mi Vicente que en paz descanse era muy hombre, muy macho, y ni por asomo se parecía su “cosa” desnuda a semejante instrumento.
- No dudo de su Vicente ni de su virilidad, la de él – se apresuró a añadir Alcázar. Bueno, ¿se ratifica usted en su anterior declaración? ¿quiere añadir algún detalle que se le haya escapado? ¿algún lunar, tatuaje, marca de nacimiento o algo así?
- No, no vi nada de eso.
- ¿Se ratifica entonces?
- Lo haría si supiera lo que quiere decir con eso.
- Pues que si mantiene su declaración acerca de la altura, complexión, etc. del sospechoso.
- ¡Cuidado que habla raro! ¡Otra vez con la dichosa complesión! Pues sí, me rectifico.

Alcázar estaba bastante harto de tener que explicar casi cada palabra que decía a casi cada denunciante. Era uno de los motivos de su petición de traslado a otro barrio con mayor nivel cultural y delitos de otro tipo. En el distrito donde trabajaba, la combinación de miseria, paro y droga marcaba en demasía la clase de infracciones que se cometían.

- De acuerdo. Entonces, dígame, ¿qué fue lo que hicieron?
- Pues resulta que salía yo del mercado, había ido a comprar lo del día, cargada con dos bolsas en cada mano y llegó ese muchacho...
- ¿Qué edad aproximadamente tendría? –interrumpió Alcázar.
- Pues exactamente no lo sé. Ah, pero dijo usté aproximadamente... unos treinta y tantos o treinta y muchos o cuarenta y pocos.
- Sí, o cincuenta. Entonces no era tan muchacho.
- Bueno, por lo menos veinte años más joven que yo si era...
- Vale, continúe.
- ¿Dónde estaba? Ah, sí. Salía del mercado y se me acercó y se ofreció a llevarme las bolsas. En un principio desconfié, no le conocía del barrio y ya se sabe que hoy en día una tiene que andarse con ojo, que hay un violador en cada esquina o eso dicen en la tele.

El inspector pensó en las probabilidades reales de que alguien estuviera dispuesto a violar a semejante personaje. Bajita, rozando los setenta años mal llevados, con el tinte de pelo generalizado a esa edad, sin estilo ni clase ninguna...

- Bueno, no sé yo si a su edad es cómo para darle muchas vueltas al tema éste...
- Ya, eso me dicen mis hijas, pero quite, quite, que hay mucho degenerado suelto.
- De acuerdo, prosiga por favor. Me estaba diciendo que se brindó a llevarle las bolsas.
- No sé si brindó o no, no lo creo, yo no vi ninguna copa, desde luego. Porque digo yo que si el chico hubiera llevado en la mano alguna copa yo me habría fijado, eso si que llama la atención, puede usté jurarlo, pero no, no llevaba nada en las manos. – Alcázar estaba empezando además de impacientarse a demostrarlo -. Bueno, que sí, que eso fue lo que hizo – continuó la mujer como si no fuera con ella-. Como parecía buena persona y pesaban un montón, se las dejé llevar hasta el portal de mi casa. Una vez allí, le dije que las podía dejar en el ascensor y ya luego yo sola las metía dentro, pero él insistió en acompañarme hasta arriba. Yo no sé decir que no, por eso me pasa lo que me pasa, que vamos, a mi edad tiene una que pasar unas cosas... Así que subimos juntos hasta casa. En el ascensor, me preguntó que cómo me llamaba, yo le dije que Remedios y él se acercó y me dio un par de besos en las mejillas, pero muy cerca de las voceras de la boca. Yo pensé que sería por como son ahora los jóvenes de alocados y todo eso, pero al salir del ascensor, me agarró de la cintura invitándome a pasar yo primero.
- ¿Y usted no le preguntó a él su nombre?
- Pues la verdad es que con la emoción y la vergüenza por lo de los besos y eso, no se me ocurrió.
- ¿Y a pesar de lo inapropiado del gesto de cogerla por la cintura, no dijo ni hizo nada?
- Pues no, tampoco le di más importancia. Oiga, ¿no creerá que yo voy por ahí provocando ni dejándome tomar por la cintura por cualquiera?
- Yo ni creo ni dejo de creer nada, ¿qué más sucedió?
- Pues como había sido muy amable llevándome las bolsas todo el camino, le invité a pasar a casa y le pregunté si quería un vaso de agua o una cola o algo. Por supuesto que si llego a saber como era, digamos, más íntimamente, le iba yo a ofrecer una cola. Me dijo que prefería agua, lógico, y nos sentamos un momento en el salón mientras se la bebía. De repente él me soltó que era muy guapa y que qué suerte debía de tener mi marido de estar casado conmigo. Yo me puse un poco colorada y le expliqué que era viuda y que mi marido hacía cuatro años que había muerto. Él me cogió la mano, dijo que lo sentía mucho y me acarició despacito los dedos mientras me decía eso.
- Pero usted se daría cuenta de las intenciones de aquel hombre, ¿no, Remedios?
- Pues mire usté, una tiene ya muchos años y desde que enviudé, he echado tanto de menos el contacto con los hombres que me engañé a mí misma convenciéndome que lo que decía aquel hombre era verdad y que no había segundas intenciones, ni terceras ni cuartas, ni quintas....
- Vale, vale. Y después de que le cogiera la mano ¿qué pasó?
- Pues que comenzó a besarme y aunque al principio me resistí un poco, después me dejé llevar. Me desabrochó la blusa y comenzó a besarme todo el cuerpo mientras continuaba bajando con las manos para quitarme la falda. Cuando me quise dar cuenta, estaba ya desnuda e intentando desabrochar el pantalón del mozo.
- Vamos al grano, ¿eh?. Bien, ¿y después?
- Después aquel desconocido me...
- ¿Qué? Dígame, no se me ponga tímida ahora. Recuerde que todo esto es con el objetivo de poder echar mano a ese facineroso – Alcázar disfrutaba con la situación casi tanto como la buena de Remedios recordándolo.
- Sí, es verdad. Pues después me metió aquello y sentí una mezcla de placer, mucho, y dolor, bastante. Diría que como un sesenta por ciento de placer y un cuarenta de dolor. O un setenta treinta. Por un lado me gustaba y por otro pensaba que me iba a destrozar con aquello.
- Como por un lado y por otro, ¡no me diga, Remedios, qué también la sodomizó!
- ¿Qué si me qué? Pues no lo sé, porque enseguida me desmayé, pero no creo que me... hiciera eso que dice usté. ¡Hay que ver que guarros son ustedes los hombres! – dijo Remedios indignadísima-. Cuando me recuperé, vi que estaba sola y que mi bolso se había desparramado por el suelo. Lo recogí, pensé que el chico estaría en el baño o algo así pero me di cuenta de que faltaba el dinero. Corrí a la habitación y los cajones estaban todos tirados por el suelo. Todos mis ahorros habían desaparecido. Me lavé y me vine a poner la denuncia –terminó. Las lágrimas surcaban sus arrugas e iban humedeciéndole la cara.
- Vamos, no llore. A cualquiera podría haberle pasado lo mismo. ¿Quién no se ha encontrado con un tipo veinte años más joven que él y excepcionalmente bien dotado que le ayuda a subir la compra a casa, la seduce y después la roba?
- ¿No me cree? ¿Cree que me lo estoy inventando? –dijo Remedios, irritada – ¡Acabáramos! ¡Hasta ahí podríamos llegar! Le he dicho la verdad, ¿cómo puede pensar que me he inventado algo así?
- Le sorprendería lo que la gente es capaz de fabular. Pero sí que la creo, no se preocupe. Hemos recibido más denuncias de hechos parecidos. Lo que sucede es que hizo usted mal en lavarse antes de venir, con seguridad habrá destruido pruebas.
- Calle, calle. Si a pesar de todo lo que me he frotado aún me siento sucia por dentro.
- Bueno Remedios, no quiero molestarla más. Tenga usted mi tarjeta y si recuerda algo más, algún detalle que se le haya olvidado antes o lo que sea, me llama, ¿de acuerdo?
- De acuerdo Sr...
- Alcázar, Inspector Alcázar. - Se levantó y acompañó a la mujer hasta la puerta de la comisaría- No se olvide de venir mañana a firmar su declaración, Remedios.
- Tranquilo inspector, no me olvidaré. Hasta mañana.
- Adiós, Remedios, adiós. "

Casi podía oler la sala de interrogatorios. Estaba tan metido en la historia que las ideas llegaban más rápido que mi capacidad dactilar para transcribirlas. Cuando me asaltan estos, por lo demás raros, momentos de lucidez, no puedo parar de escribir hasta que me vence el agotamiento. Y aún después, sigo escribiendo en mi cerebro. A veces, incluso me acuerdo de lo ideado cuando me sobreviene el siguiente arrebato. Pero sólo a veces.

"Alcázar volvió a entrar y se quedó un momento pensativo. Remedios era la quinta mujer que denunciaba un robo parecido, todas de una edad semejante, viudas con buenas pensiones y vecinas del mismo barrio. A todas ellas las había cortejado y, después de acostarse con ellas en mayor o en menor medida, las había robado aprovechando o bien sus desmayos, o bien que se hubieran quedado dormidas. No había ejercido violencia contra ninguna de ellas (dejando aparte las dimensiones de su virilidad y el efecto que estas habían tenido en las víctimas) aunque claro, tampoco conocía ningún caso de ninguna mujer que se hubiera resistido a sus encantos o que hubiera despertado o vuelto en sí en pleno delito. Desde luego se encontraban o ante un pervertido que rozaba la gerontofilia o ante un delincuente listísimo al que en cualquier caso iba a costar atrapar. Envidió por un momento las series esas americanas donde por complicado que sea el caso, siempre se resuelve de la forma más favorable posible y sin que el policía protagonista tenga que despeinarse lo más mínimo. Claro que en esas series también las mujeres policía miden más de metro ochenta, tienen labios y pechos operados y están casi siempre dispuestas a dejarse seducir por los compañeros de más experiencia. Luego de dejarse seducir, se los follan y, por supuesto, no hay ningún problema al día siguiente, todo es exactamente igual que antes de la cana al aire. Recordó la última vez que se acostó con una compañera. Debió ser como veinte o treinta años atrás. Fea como el demonio (pero de color normal, roja sólo en verano, sin cuernos visibles ni rabo, gracias a Dios, si no, hubiera sido compañero) estuvo varios meses reprochándole su gatillazo y no atendió a razones: por más que él se defendió recordándole lo borrachos que ambos estaban –de no haber sido así, ¿de qué?- y el estrés que sufría por haber perdido recientemente al compañero con el que había patrullado durante diez años. Alcázar era un incomprendido por todo el mundo en general, por las mujeres en particular y por aquella compañera muy especialmente. Ni siquiera fue capaz de agradecerle que se marchara enseguida de su casa para dejarla dormir la mona y no molestarla, en vez de quedarse a abrazarla como ella pretendía. Pero ¿para qué recordar el pasado? Se dirigió hacia el joven policía que estaba pasando a limpio la declaración:

- Gutiérrez, ¿a cuánto asciende lo robado según las denunciantes?
- A unos veintitrés mil euros en total, entre las cinco. Este último robo ha sido el más provechoso, casi siete mil le ha robado a la pobre mujer.
- O por lo menos, eso es lo que ha denunciado.
- Sí, pero he comprobado que no tiene un seguro que le cubra el dinero en efectivo que pudiera tener en su casa así que no veo el motivo de mentir en eso.
- Termine de pasar eso a limpio y deje las inteligentes deducciones para mí que por algo soy inspector y llevo en la policía desde antes de que a usted le salieran los dientes.
- Sí, señor. Ya estoy terminándola.

Alcázar se puso la gabardina y salió a la calle. Caminó hacia el mercado donde, al parecer, habían comenzado todos los robos denunciados. Las sucias calles después de la lluvia de la tarde y la noche anteriores estaban más solitarias que de costumbre. No hacía demasiado frío a pesar de que febrero estaba en todo su apogeo, pero aún así los escasos peatones con los que se cruzó, apretaban el paso, para soltarlo poco después, doloridos. Sin fijarse más de lo necesario, los expertos ojos del policía escrutaron y memorizaron los rasgos más sobresalientes de las personas con las que se fue cruzando. Narices, bocas, ojos, pelo, aspecto general... todo iba quedando meticulosamente registrado en la memoria del buen observador. Lástima que al poco rato no recordara nada o casi nada de lo observado. Él siempre lo decía: si combinara mi excepcional memoria fotográfica a corto plazo con un buen bloc de notas, sería aún si cabe mejor policía. Pero siempre olvidaba el bloc de notas.”

En este punto, sonó el teléfono. Lo dejé sonar. Seguía estando inspirado. Las palabras acudían solas a mi cabeza y los dedos pulsaban autónomamente el teclado. Pero el maldito teléfono no dejaba de sonar. No tuve más remedio que levantarme y cogerlo:

- Diga.
- Buenos días. ¿El dueño de la casa está, por favor?
- No. El presidente de Cajamadrid no ha venido hoy. Yo soy solamente una de las personas que viven aquí. ¿Qué quería?
- Hum, el motivo de mi llamada es porque estamos haciendo un estudio de mercado sobre el consumo de probióticos de los españoles y me gustaría hacerle unas preguntas...
- A ver, es que yo sólo consumo prebióticos. Y normalmente ni siquiera de esos.
- ¿Y productos que ayudan a mejorar sus niveles de colesterol consume?
- No.
- ¿Alimentos con aceite alto oleico?
- Tampoco.
- ¿L-carnitina?
- Ni de coña.
- ¿Soja?
- ¿Está loca? No tomo nada de eso. Sólo drogas ilegales y muy de cuando en cuando. Antes de que me pregunte le aviso de que tampoco uso nada que lleve megapearls, colágeno injertado, extracto de ginseng o micropartículas autolimpiantes – le dije, fastidiado tanto por la insistencia de las preguntitas como por lo impertinente del momento de la llamada.

Y colgué. Colgué confiando en que mi musa no se hubiera perdido entre formulaciones absurdas y estafas variadas. Pero era tarde. Las ideas ya no fluían, supongo que encalladas entre colesteroles buenos y malos y otras absurdas moléculas tan inocuas como pretenciosos sus nombres. Decidí tirar de oficio y, por supuesto salió lo que salió:

“Hombres y mujeres, pero sobre todo mujeres, que iban o volvían del mercado. De pronto vio como un varón, de pelo castaño y unos treinta y tantos años, se paraba junto a una anciana y le decía algo. Alcázar no necesitaba ver más; acelerando el paso, llegó hasta la pareja y tomando por los hombros al sospechoso lo lanzó contra la pared más cercana. Calculó mal la distancia o sus fuerzas y el desconocido apenas quedó separado de su víctima.

- ¿Qué hace? ¿está loco o qué le pasa?
- Loco o no, tú te vienes conmigo a la comisaría –dijo Alcázar mientras se identificaba como policía y trataba de recuperar el resuello.
- ¿Qué dice? Yo no he hecho nada.
- Sólo se estaba ofreciendo a ayudarme con las bolsas – terció la señora.
- Señora, váyase a su casa y deje actuar a la policía, que yo sé muy bien lo que hago. Y tú –dijo dirigiéndose al hombre – ¿me acompañas por las buenas o prefieres que te espose?
- Le repito que yo no he hecho nada.
- Muy bien. Si así lo quieres... – Alcázar agarró por el brazo al desconocido y trató de girarlo hacia atrás para ponerle las esposas, cosa que no logró, pues aunque delgado, parecía bastante fuerte. El sospechoso se desasió con facilidad y en eso llegaron dos policías de uniforme que habían observado lo que sucedía y seguros como estaban de que el inspector no podía de ninguna manera detener a aquel hombre, salvo si él se detenía a sí mismo, procedieron a ayudarle. Fácilmente, colocaron las esposas alrededor de las muñecas del sospechoso y se marcharon los cuatro a la comisaría.

- Gutiérrez, tome nota de los datos personales de este sujeto y cuando lo tenga listo, me lo lleva a la sala de interrogatorios.
- Sí, por supuesto, inspector, enseguida.

- Gracias muchachos, le tenía ya casi dominado, pero nunca está de más contar con refuerzos.
- No hay de qué, inspector. Sólo pretendíamos ahorrarle tiempo en la detención – los dos policías se miraron y sonrieron -. ¿Necesita algo más de nosotros?
- Nada, gracias. Sólo que estéis atentos por si veis algo sospechoso por la zona del mercado, han habido muchos robos últimamente.
- Descuide, eso haremos.

Alcázar fue hasta la máquina de café y sacó uno, solo, sin azúcar, echando de menos el whisky que tenía pensado tomarse en el bar de al lado del mercado si le hubiera dado tiempo. Trató de dejar las ganas para después del interrogatorio.

- Bueno, vamos a ver. Aquí dice que se llama usted Óscar J. García Fernández, la J, ¿es de José? Es gracioso el nombre, sí.
- Pues no sé si será gracioso, pero es de Javier. Me llamo Óscar Javier y, francamente, me gustaría saber qué coño hago aquí.
- ¿Ah, sí? ¿le gustaría saberlo? Yo hago las preguntas, si no le importa. De momento está usted detenido por resistencia a la autoridad y no se me ponga tonto, qué sabe perfectamente porque está aquí. Vamos a ver, ¿dónde estaba el pasado jueves, a eso de las doce y media del mediodía?
- No lo recuerdo, la verdad. Pero si estoy detenido quiero hablar con mi abogado. Sin que esté él presente no pienso contestarle a nada.
- A ver, a ver. Hasta que tú decidiste hacerte el machote, mi intención era traerte aquí sólo para hacerte unas preguntas. Sabes de sobra que te puedo detener por resistencia, así que hagamos una cosa. Yo te hago las preguntas, informalmente, sin más. Tú colaboras y, si todo va bien, te marchas después tranquilamente de aquí y ambos nos olvidamos de la denuncia por resistirte a la detención. O si prefieres, llamamos a tu abogado, yo pongo la denuncia y te pasas unos días aquí tranquilito hasta que salga el juicio. Tú decides.
- Pero es que yo no he hecho nada. Espere, déjeme que piense... –dijo al ver al inspector levantarse y hacer un gesto a un ayudante que esperaba afuera – el jueves al mediodía... estaba con mi novia.
- Así me gusta, que colabores –respondió Alcázar, volviendo a sentarse -. ¿Cómo que estabas con tu novia? ¿dónde estabais? ¿qué hacíais allí?
- Estábamos en su casa. Suelo pasar noches sueltas allí, ella vive sola ¿sabe? A esa hora supongo que estaríamos levantándonos, estuvimos toda la noche... ocupados, ya sabe.
- Pues no, no lo sé. Ocupados ¿cómo? ¿viendo la tele? ¿charlando? ¿o...?– dejó la última pregunta en el aire.
- Sí, eso también, ¿qué cree? ¿qué nos pasamos la vida follando? No le voy a contar con pormenores mi vida sexual, ya le gustaría...
- Yo no creo nada. ¿Os vio alguien?
- Pues espero que no. A ella no le gusta demasiado eso, aunque a mí me da morbo, la verdad, y alguna vez se lo he propuesto, pero ella no quiere.
- Vale, vale, me imagino que ella podrá corroborar tu versión.
- Sí, supongo que sí.
- Nos pondremos en contacto con tu tímida amiguita, no creas que dejamos una coartada tan facilona como esa sin confirmar. Y hoy, a eso de las diez de la mañana ¿dónde estabas?
- Durmiendo, claro. Trabajo de noche esta semana así que a esa hora estaba durmiendo
- Ajá. Así que durmiendo, ¿no? Eso supongo que podrás probarlo.
- Pues es evidente que no. Estaba durmiendo solo. De todos modos, ¿por qué me preguntas todo esto?
- De usted, si no te importa, me tratas de usted. Y te repito que aquí las preguntas las hago yo.
- Creo que estoy colaborando lo bastante como para que me diga qué es lo que busca.
- ¿Dónde estabas el día diecisiete a las dos de la tarde?
- Vamos a ver, señor inspector – contestó molesto y remarcando con ironía el señor -. Ya le he dicho que normalmente a esa hora estoy durmiendo o recién levantado. Da igual el día del mes o de la semana. A esas horas no suelo hacer ninguna otra cosa.
- Ya, pero resulta que hoy, justamente hoy, estabas saliendo del mercado a una hora muy parecida a la de los hechos que investigamos. Te has acercado a una señora y le has propuesto llevarle las bolsas, que es lo que se esperaría que hicieras. ¿Vas a negar también eso?
- ¿Me está diciendo que tiene previsto detener a todos los que ayuden a llevar las bolsas de la compra a una anciana? ¡Pero eso es absurdo!
- Bueno, tenemos otras formas de comprobar nuestras sospechas. Desnúdate.
- ¿Se ha vuelto loco? ¿Espera que me desnude así sin más, delante de usted? – replicó el hombre tirando la silla hacia atrás al levantarse bruscamente – Sí, hombre, sí, ¡lo lleva claro!
- Si quieres nos besamos antes, ¡no te jode! Pero tú, ¿de qué vas? ¡Te desnudas pero ya!¡Y punto!

Más acojonado que entusiasmado, el sospechoso empezó a quitarse la ropa, que fue dejando cuidadosamente doblada encima del respaldo de la silla. Al bajarse los calzoncillos, la humillación resultaba innegable. Se cubrió con las manos la entrepierna y consiguió, no sin esfuerzo, levantar los ojos y mirar a la cara al inspector Alcázar.

- ¡Quítate las manos, imbécil, así no veo nada!

Despacio, muy despacio, Óscar fue retirando las manos poco a poco. Al terminar de descubrirse, Alcázar soltó una impresionante carcajada que retumbó en toda la habitación. Hasta Gutiérrez dejó la máquina de escribir y se levantó asustado. La maquina de escribir también hizo por levantarse pero estaba bien fijada a la mesa

- Vale, vístete. No eres tú. Puedes marcharte.
- ¿Me puede explicar que coño está pasando aquí? Primero me dice que me desnude y ahora que no soy yo... ¿qué significa todo esto?
- Significa que uno de los pocos datos que tenemos del maleante que buscamos, es que es un hombre excepcionalmente dotado, que tiene un pollón, vamos, en román paladino. Evidentemente no es tu caso – dijo Alcázar reprimiendo la risa.
- Bueno, su madre nunca tuvo queja...
- ¿Qué has dicho, desgraciado? ¿A qué te parto la cara? –respondió el inspector yéndose hacia él. Enseguida entró Gutiérrez y sujetó con firmeza a su jefe.
- ¡Suéltame, Gutiérrez, o te meto un puro que te enteras!
- Tranquilícese, no caiga en la provocación, señor inspector –dijo el subordinado.”

Releo, releo y releo. Contemplo como no me convence en absoluto lo escrito. El interrogatorio del sospechoso se me antoja tan lamentable que lo reescribo una y otra vez. Sin resultado. O al menos sin resultado satisfactorio. Y después, nada. Nada más surge de mi cabeza. Ni una letra, ni una palabra, ni una frase. No tengo ni idea de cómo continuar el relato. Afuera, en la calle, tras la ventana cerrada de forma preventiva (no soporto el aire caliente), se oye un trueno. Pesadas gotas comienzan a caer al suelo y se filtra el olor a tierra mojada. Espero un rato escuchando la lluvia para ver si mi musa regresa con ella, pero sigue de vacaciones. A lo mejor está con otro; nunca me ha importado la infidelidad de mi Calíope, nunca fue particular. Ni mucho menos. De hecho, tengo el gusto y el placer de conocer a algunos de sus otros estimulados sin que, al menos a mí, eso me haya producido celos.

Tengo miedo. Miedo de que no vuelva nunca. Miedo, porque el exorcismo que se produce en mí cuando escribo me ayuda a sobrellevar todo lo demás. No es que el resto de mi vida sea tan nefasta como para necesitar refugiarme en nada. Todo lo contrario. Soy razonablemente feliz. Lo que sucede es que el escribir me proporciona una serie de satisfacciones que no son ni mejores ni peores que las que me proporcionan el resto de cosas que me suceden en el día a día. Son simplemente distintas. Y no quiero perderlas.


miércoles, 21 de junio de 2006

Foto de Emil Schildt

El agua caliente limpia los recuerdos de tu cuerpo. Lamentas que se vayan todos pero no hay forma de lavar solamente los malos. Su olor, antes presente en toda tu piel, va poco a poco diluyéndose, como se diluyen sus rasgos en tu mente, casi ya está olvidado. Es curioso, nunca pensaste que fuera a ser, precisamente él, el que te hiciera sentirte así. Nunca pensaste porque hace tiempo que decidiste dejar de pensar. Es incompatible. No sabes si te volverá a llamar, no sabes si él te recuerda como tú a él, no sabes casi nada. Pero esperas que lo haga. Si lo analizas, te das cuenta de que realmente no le amas, es demasiado pronto o demasiado tarde, quién sabe. Si lo analizas, comprendes que la necesidad de cariño te empuja en una dirección nunca anhelada. Si lo analizas, intuyes que seguramente no pueda ser, seguramente no volverá a llamarte, seguramente no os volveréis a ver nunca. Así que decides no analizarlo. Tal vez sea lo mejor. Tal vez, aprendas esta vez y tengas más cuidado la próxima. Tal vez lo que te ha sucedido sirva para que no vuelva a repetirse. Tal vez, tal vez, aunque no estás segura de querer que sea así. El teléfono te saca de tus ensoñaciones e incluso de la bañera. A lo mejor es él, piensas. O a lo mejor es otro cliente.


miércoles, 31 de mayo de 2006

Foto de Emil Schildt

La tristeza es un sentimiento que un hombre como yo no puede permitirse. Esas lágrimas de media tarde (o de media noche, pero siempre de media) me parecen una mediocridad. Los hombres como yo, no lloramos. Reímos, bebemos, comemos, follamos (cuando nos dejan y no necesariamente en ese orden), pero nunca lloramos. Por supuesto que sentimos, no es cuestión de sensibilidad. E incluso a veces nos lloran los ojos. Pera esa no es la cuestión. La cuestión es que llorar, como correr, es de cobardes. Esa es la clave. Un hombre de verdad, al igual que no debe correr, tampoco ha de llorar. Podría ser confundido, si fuera visto llorando, con una de esas locas que pueblan hoy en día los espacios catódicos. ¿Y qué hay más horrible que ver puesta en entredicho la masculinidad de uno?. Nada, nada, de llorar, nada.

Bueno, en realidad hay una excepción. Un hombre de verdad puede llorar, pero sólo si su equipo de fútbol preferido acaba de perder o ganar la liga. ¿Qué hay más importante que eso?. Lo dicho, nada.

Y encima, me llamaba insensible. Parece mentira. A mí, que lo había dado todo por ella. Sin ir más lejos, dejé de quedar con mis amigos los viernes. Los sábados, no, esos son sagrados. Y los domingos al fútbol, claro. ¿Qué ella nunca salía con sus amigos?. Pero si no tenía amigos. Ni amigas, si a eso vamos. No creo que las mujeres con las que salía antes de irse a vivir conmigo puedan ser consideradas amigas. Si hubieran sido amigas suyas, se habrían alegrado cuando supieron de nuestra relación. Vamos, con amigas como esas...

Sí, ya sé que tuvo que dejar de trabajar. Pero, ¿qué pasa? ¿no le bastaba con el trabajo de la casa?. Así estaba todo hecho un desastre siempre. Incluso a veces, llegaba a casa y la cena sin hacer. Y encima esperaba que me la hiciera yo. ¡Como si no tuviera nada mejor qué hacer!.

¿Y el sexo?. Ese tema mejor dejarlo. La muy frígida decía que nunca tenía orgasmos. Parece mentira. Ni que todas las mujeres tuvieran que tenerlos. El orgasmo es cosa de hombres. Dios no hizo a la mujer para que tuviera orgasmos. En todo caso para proporcionarlos. Una blanda, eso es lo que era.

Pero bueno, a lo que íbamos. Eso, que un hombre, si es lo bastante hombre, nunca llora. Llorar es de débiles. Y de cobardes, como dije antes. En ningún caso se debe llorar y menos por una mujer. Que mi novia me ha dejado, ella se lo pierde. No creo que fuera por no llorar. A lo mejor influyó, no digo yo que no, pero no creo que fuera esa la razón. Además, las mujeres ya se sabe como son. Ésta, sin ir más lejos, lloraba por todo. Hasta cuando le daba algún cachete, que sin duda merecía. Lo dicho, una blanda.


martes, 30 de mayo de 2006

A10


Soy un triunfador. Pero eso es ahora. Me ha costado mucho tiempo conseguir serlo. Mi infancia fue muy difícil. El haber nacido 5 complica mucho las cosas. Soy hijo de un 1 y una 4. Y sí. Ya sé lo que estáis pensando. Podría haber sido un 3. Pero no. Mi madre, que es más chula que un 8 (en realidad es la mitad de chula, pero los dichos son como son) lo habló con mi padre y decidieron que o un 5 o nada. Mi madre era así.

Pero bueno, os decía que no pasé una infancia demasiado agradable. Es muy duro ser el límite entre el fracaso y el éxito (siempre relativos, claro). Me tuve que acostumbrar a ser siempre el del medio, si no de Los Chichos, sí de la clase. Y eso quieras que no, marca cualquier infancia. Además mi tupé, de nacimiento, y mi prominente barriga tampoco es que contribuyeran mucho a aumentar mi popularidad. Luego está lo de la rima, que ya se sabe que los niños son crueles, lo llevan en la sangre. Aún así, con esfuerzo, conseguí hacerme con un buen puñado de amigos, algunos mantenidos hasta hoy. Los juegos en la calle, difíciles, porque todo el mundo quería jugar a la rayuela pero encontrar voluntarios para ser pisoteados por una manada de críos sin escrúpulos no es sencillo. Algunos encontrábamos, eso sí. Los que no habían jugado nunca eran los más fáciles. También jugábamos al rescate y al escondite pero ahí los 1 ganaban casi siempre. Salvo uno, que era tonto y siempre se escondía entre los ceros y le pillábamos. Claro. Con la de árboles que había por aquel entonces. No sé a que jugaran los niños hoy, después de que el gobierno decidiera talar los bosques para evitar incendios. Muerto el perro se acabó la rabia, decían...

Mi juventud no fue muy distinta. Aunque ahí el hecho de ser primo, rodeado de gente de ciencias, expertos en álgebra la mayoría si no todos, ayuda un poco. Se mantenían las rimas, eso siempre, original que es la gente. ¿Y las chicas? Mi madre siempre tan protectora, harta estaba de avisarme que tuviera cuidado, que las chicas de hoy en día saben latín. ¿Y qué? A mí me importaba mucho más su dominio del francés, con la mayor fluidez posible. Y de las lenguas muertas, siempre preferí el griego. Uno que tiene especial afición por los caracteres extraños. ¡Qué le vamos a hacer!.

Un día de verano la conocí. Enseguida supe que era mi media naranja. Bueno, la naranja entera en este caso. Era un 0 bastante resultón. Regordeta pero guapa en su redondez, de lo más pizpireta. !Qué tangentes! Pero sobre todo, ¡qué senos! Espectaculares. Salimos juntos unos cuatro años. Hasta que decidimos vivir juntos. Siempre con cuidado de no aumentar inesperadamente la familia, toda vez que sabíamos que al multiplicarnos sólo podríamos tener más ceros. Pensamos en las sumas, como habían hecho mis padres, y hasta en los logaritmos neperianos, pero yo no estaba orgulloso de mi vida de 5 y los neperianos tienen un gran riesgo de malformación. Así que decidimos mantenernos en formato dúo como Simon y Garfunkel, aunque en su caso no les quedó otro remedio. Y bueno, hemos sido felices durante este tiempo a pesar de las estrecheces económicas. Eran momentos de apretarse el cinturón. Y en mi caso, sin problema. Pero ella, la pobre, hecha un 8 la llevaba.

Entonces triunfé. Fue muy casual todo. Me citaron para una entrevista de trabajo, de estas que no especifican demasiado el puesto. Sólo me dijeron que era por un tema de imagen. Pensé que querrían mi tupé, no sé, para el último disco de Los Rebeldes, ya que el pobre de Carlos Segarra anda un poco con escasez capilar de un tiempo a esta parte. Pero me equivocaba. En la entrevista me dijeron que estaban pensando crear un nuevo canal de televisión y que me necesitaban para ser la imagen de la cadena. Al principio me sorprendí. Yo ya sabía que fuera de España había más de dos canales y que incluso algunos no eran públicos. Entonces, nació Telecinco. Al principio me aumentó bastante la caspa con tanta Mamachicho y tal, a duras penas me aguantaba el tupé, pero ya me acostumbré. La verdad es que no es que el canal haya mejorado mucho, pero al fin y al cabo no todo iban a ser parabienes. Gano bastante dinero y el trabajo, aunque bastante estático no es tan duro...

lunes, 29 de mayo de 2006

Foto de Jody Schiesser


Las personas que miras desde tu ventana, te hacen echar de menos las sensaciones que te producían antaño esos mismos paseos. Los paseos en soledad, acompañada o no. La brisa que a duras penas consigue hacer revolotear tu cabello, te produce un pensamiento contradictorio. Por un lado te gustaría sentirla mientras caminas por la alameda que se extiende bajo tu alféizar y por otro sabes que terminarás por añorar la seguridad, falsa en el fondo, lo sabes, que te proporciona la escogida soledad de tu dormitorio. Una seguridad que te invita a profundizar en tu mente, a dar rienda suelta a tus pensamientos más íntimos. Hace poco tiempo que él se ha ido, pero aún te parece sentir el calor dulce de sus dedos en tu piel. Hace poco que él se ha ido, pero la sensación es de que ya hace demasiado. Siempre es demasiado tiempo cuando te quedas sola. Sola con tus miedos, tus culpas, tus sentimientos. Sola con la gente que pasea por la alameda. Sola con la ventana. Y es la ventana la que te lo cuenta todo, la que todo lo dice, todo lo sabe y todo lo calla. La que siempre está ahí, en silencio, pero testigo, aún en su mudez, de tu vida. Y es esa ventana a la que te asomas la que a veces no te deja respirar, cuando te pierdes demasiado en tus pensamientos. Es una puerta al exterior que te exige fidelidad. Las ventanas se han hecho para mirar a través de ellas; para lo demás, para los pensamientos, incluso para los más sombríos, existen otros momentos. Momentos en los que la visión de cualquier distracción ni resulta adecuada ni es justa ni permite el centrarse en esa suerte de melancolía que a veces te invade cuando son los recuerdos los que gobiernan tu cerebro. Recuerdos que, obviamente, no tienen porque ser dolorosos. Los buenos recuerdos, los que iluminan tu sonrisa de tanto en tanto, llegan a veces en oleadas y siempre son bien recibidos, quizá por ser más infrecuentes que los otros. Fueron hoy, esos recuerdos, los que te impulsaron a asomarte a la ventana, tanto hacia afuera como hacia adentro.


jueves, 27 de abril de 2006

Foto de Jody Schiesser


Honor. Honor y gloria. Trincheras. Compañeros muertos, amigos casi, que ya no son. Poder. La vida en tus manos. En tus manos la vida ajena y la tuya, en el otro extremo del arma enemiga. Dolor. Muerte. Muerte por todas partes. El olor del miedo llena tus sentidos. Mezclado con adrenalina a partes iguales. El polvo en la nariz, el sudor haciendo que te lloren los ojos y el calor, maldito calor. Tras cada batalla, desinfectar las heridas del alma con otra botella más. No lo hace más llevadero, pero por un rato, olvidas el horror. Horror de una guerra sin sentido, como todas, pero ésta más, si cabe. Porque en ésta pueden matarte a ti. Recuerdas cada día, cada minuto, cada segundo, la imbecilidad de alistarte. Recuerdas lo que dejaste atrás, familia, amigos, barrio... La metralla a tu alrededor, la sangre y los trozos destrozados de aquel que hace un rato te pasaba el mechero para encender tu cigarro te devuelven a la realidad. Pero no te quedan lágrimas que verter. El barro de la trinchera se alimenta de ellas y ahíto como está de dolores foráneos, no admite ni una gota más. Miras al frente, tratas de no pensar y disparas. Como si el ruido de tu arma fuera a tapar el silencio que te envuelve por dentro. Disparas mientras piensas en lo que ahora se antoja tan lejos.



Amor. Amor y gloria. Sábanas de seda. Compañeros antes, en lo bueno y en lo malo, que puede que no sigan siéndolo. Las vidas prestadas, donadas, regaladas. Olor a mar, a hierba, cómo solo se percibe en esos momentos. La vida se arrastra a los pies de la cama, desbordada. La noche os arropa con su tenue manta. El calor no importa. Notas sus lágrimas rebasando sus ojos. Tus dedos recorren su espada desnuda, erizando la piel a su paso. Os miráis sin veros en la oscuridad de la alcoba. No os veis pero os sabéis. Os sentís allí. Os tocáis, acariciáis y besáis, conociéndoos a cada centímetro de piel percibida. Notáis el sabor salado del sudor emergente y os fundís en él. En uno sólo. El calor que os inunda se hace llama al contacto de la piel. Nada de afuera importa. Sabéis que puede ser la última oportunidad de estar juntos y os lanzáis al precipicio del placer compartido sin protección ninguna. Os entregáis por completo sintiéndoos en paz con el otro. El abrazo que dura, eterno, los labios pegados, con sal de deseo, las manos recorren cuerpos para el otro perfectos, en amplias caricias y los ojos se besan enfermos de amor.



Victoria. Hacia la victoria y hasta la victoria siempre. Es el objetivo final. Aunque la mierda y la sangre te rodeen por completo, aunque todo a tu paso sea desolación y muerte, aunque el salado del sudor y el llanto no se te quite de la garganta, aunque todo esté perdido o ganado (porque un soldado nunca sabe cual es la situación, probablemente si lo supiera no seguiría adelante), siempre hacia. El general, tu general, ese tipo malencarado que sólo da órdenes, te empuja en nombre del desprecio militar a la muerte. Disparas y te disparan, las balas silban su melodía hipnótica en tu derredor, caes y te levantas y caes y te levantas y caes y te levantas y caes y te levantas y caes, o te levantas. Sólo hay cuerpos caídos a tu alrededor, en medio del barro, en medio de ninguna parte. Tu cerebro se niega a estar más contigo y vuela y vuela y vuela.



Victoria se llamaba. La del pelo rubio, largo, lacio. La de las curvas sinuosas y llenas. La de los pechos generosos, las caderas amplias y la risa suave. La de los ojos hambrientos y la lengua inteligente. La de la piel insultantemente joven y el alma enrabietada. La de la mirada. Aquella era. Fue objetivo antes que propia. Fue cazadora cazada. Fue amada en silencio antes de que las palabras lo trajeran todo. Fue y siempre será. La amaste demasiado. Como aquella vez que sentisteis. Aquella vez postrera en la que os recorristeis los cuerpos. Aquella vez en que entre beso y beso, entre risa y risa, entre mirada y mirada os lo dijisteis todo. Aquella vez en que los colores del cielo se arrodillaron tras tus párpados y creíste morir, solamente para descubrir lo que era la vida. Indecente en lo lejano, sentiste su carne cerca, tan viva... Besaste sus ojos despacio, lamiste sus labios y, abriéndote paso en su cuello, borracho de ella, descendiste al resto de su cuerpo. Sus pechos se resistieron a la conquista hasta que cayeron rendidos. Y tú, deseando el deseo, delirando de anhelo los besaste, los lamiste tierno y fuiste el derrotado por ellos. La piel de Victoria anticipó lo que vendría, en su erizado sentir. Y el estremecimiento la pilló desprevenida. Al bajar por su ombligo, arqueó las caderas queriendo acelerarte en tu camino al centro del universo. Remoloneaste en las inmediaciones de Venus, pero ahí la presión de las femeninas manos en tu cabeza obligaron al movimiento. Y la bebiste saciando una sed de milenios.



No hay decencia en la batalla. No se hacen prisioneros, no los hay, prisioneros, más que de sí mismos. No hay piedad, ni compasión, cuando la destrucción es el objetivo. Cada ciudad tomada, cada pueblo arrebatado al enemigo, cada palmo de tierra conquistado, cada muchacha violada, cada madre torturada, cada mutilado, cada herido abandonado, cada hogar saqueado, cada incendio, cada abuso, cada muerto, cada aliento robado, cada futuro relegado, cada día perdido, cada día ganado, cada risa escupida a los ojos del vencido, terminan por no significar nada. El guerrero, el soldado siempre firme, sin dar un paso atrás aunque avanzar sea caminar hacia una ruina segura. Si no física, sí mental, desde luego. Y seguir caminado después, con la mente ya arruinada, con el cuerpo agotado y los huesos molidos por el esfuerzo y la tensión, con cada músculo reclamando descanso, cada fibra, cada nervio, pidiendo permiso para retirarse. “Ya es hora de volver a casa” te dicen. Pero no es hora aún, no. No mientras quede un alma que arrebatar, un porvenir que destrozar, un cuerpo que amputar, un cerebro que dominar.



No hay descanso cuando de amar se trata. No existe la libertad, si eres prisionero del cuerpo anhelado. Cuando el éxtasis es el objetivo, cada gemido arrancado, cada te quiero escupido, cada caricia robada, cada aroma saboreado, cada tacto apreciado, cada célula hecha nervio, cada suspiro de placer desarraigado, cada mirada cómplice encontrada, lo significan todo. El amante, siempre dispuesto, sin volver la mirada, no hay ojos para nada más, para nadie más. No hay manos ni huesos ni lenguas ni pieles ni besos ni sexos más que los amados. Os entrelazáis los cuerpos entre suspiros, pajareando vuestras almas elegíacas unidas en la eterna caricia enamorada; rodáis por las colinas del placer mientras vuestros ojos se siguen buscando y descubriendo sin querer perderse nada. Os tocáis y os sentís enmarañados, buscáis y halláis respuestas a todas las preguntas. A cada roce, un gemido y vais cayendo en el ligero entumecimiento del compartir. Y como además no sabéis si habrá más ocasiones, la urgencia mutada en deseo, la carne trémula se abre y se llena del otro.



La maldita guerra persevera en su aullido loco. Es una perra que no quiere soltar bocado una vez que te ha mordido con sus negros dientes de asesina. Sigue y sigue y sigue y seguirá hasta que no quede nada por arrasar o hasta que uno de los dos bandos decida rendirse. Suelen coincidir ambos al tiempo. Prosigues hacia delante porque atrás no quedó nada. Anestesiado, tan embebido de sufrimiento, dejas de sentir dolor. Eres una puta máquina de matar. En realidad, eres una puta sólo. Al fin y al cabo, te enrolaste por dinero. Sí, lo disfrazaste de amor a la patria, de ganas de mejorar las cosas, de deseo de hacer lo que te vendieron como justo. Pero la única razón, la ultima, la definitiva, fue el dinero. Por dinero matas y por dinero morirás. No sabes cuándo, pero esto no puede durar. Son meses esquivando balas y metralla, rehuyendo a la parca. Cada esquina que doblas, la esperas. Aún no ha llegado, pero no te cabe duda, no te quepa duda de que lo hará. Y cuando lo haga, no vas a estar preparado. Este último pensamiento te corroe por dentro en los últimos días. Tus más recientes pesadillas, recurrentes como siempre, se apoyan justamente en esa idea. Ya casi no recuerdas a Victoria. Cada vez son menos los momentos en los que te sorprendes pensando en ella. Te queda el recuerdo del sexo, ese sí, pues la abstinencia forzosa –si bien no de sexo, un buen montón de mujeres ultrajadas a tus espaldas dan fe de ello, sí de sexo con amor, del que hace desdeñar el otro- no permite que lo olvides del todo.



Besas su cuerpo al ritmo en que ella besa el tuyo, con la impaciencia del amante que se sabe perecedero en su amar. Lames cada poro de su piel y comprendes que necesitáis alcanzar la unión completa. El placer es tan intenso que casi duele y con cada ir y venir de los dos sexos fundidos vislumbráis hasta donde os alcanzan los ojos de la mente cual debe ser el paraíso del que hablaban los antiguos, el edén soñado. Notas que no puedes aguantar más, aunque te gustaría prolongar ese momento en el tiempo hasta más allá del infinito y te derramas. Con ese derramarte, te has derretido todo tú y formas junto con el simultáneo disolver de la amada un charco líquido de emociones superpuestas. Observáis las sonrisas plácidas en vuestras caras y los ojos entrecerrados enmarcando el rubor de las mejillas. Será la última noche juntos y las estrellas imaginadas y las entrevistas a través de la ventana os hablan de adioses.



Y un beso, éste de despedida, te destroza el alma y no hay lágrimas aún. El calor de ese último beso es una palpitante llaga que no deja lugar a ninguna otra sensación. Y te marchas sin mirar atrás. Tienes miedo de no poder soportarlo. Tienes que fingir seguridad y entereza. Y ahí vas, con tu uniforme limpito y recién planchado. Con tu pecho orgulloso y sin vacilación alguna en tu andar. Y es en tu fingida jactancia donde se esconde la mentira. Y finges que nada ya te importa, vas a cumplir con tu deber.



Y un mortero te destroza el cuerpo y una mujer que lee junto a la ventana presiente lo peor y una lágrima cae en algún lugar y dos nuevas muertes llenan el aire en su abrazo eterno.


viernes, 21 de abril de 2006

Foto de Sara Saudkova




Después de todo, sólo eres otro cigarro. Otra muesca más en el cabecero de mi cama. Hay que ver qué fácil me resultó conquistarte. Un par de copas, la mejor de mis sonrisas, un cortejo lento pero efectivo. Fingir interés en las estupideces que me contabas, procurando que no se me notara que sólo me interesaban los abismos de tu escote y la profundidad de tu cadera magra de cariño ajeno. Fue un juego de niños. La antesala del polvo perfecto, seguro que lo has disfrutado. Pocas veces habrás tenido la fortuna de que te follara un amante tan experimentado como yo. Ahora duermes agradecida, claro. Te veo desnuda y no pareces tan segura de ti misma. Desarmada, ya no te jactas de tus encantos. Antes sí lo hiciste, sutilmente, cómo para que yo no me diera cuenta de nada. Tal vez ahora, después del placer que sin duda te he proporcionado -dale gracias al cielo de que hoy me sintiera generoso- sabrás reconocer quién es el mejor, quién es el verdadero triunfador. A lo mejor, a pesar de todo, sigues pensando que has sido tú la que me ha ligado, pero ya te he dicho que representas tan sólo una más, ni siquiera la mejor que ha pasado por mi catre. Supongo que no esperarás que nos volvamos a ver, yo nunca repito amantes. Una vez que sus pieles han sido mías, una vez que he degustado sus cuerpos, no hay ninguna necesidad de volver a hacerlo. Aparte de que no tendría ningún mérito y se perdería el placer de la caza, de la conquista por sí misma. Así que no te hagas ilusiones, que esto no va a volver a suceder. Además, cien euros por un polvo me parece excesivo.


miércoles, 12 de abril de 2006



La señorita Rizos es la rubia que me quita el sueño. Me lo compra y me da a cambio una sonrisa, una voz, una palabra de trapo. Es buen negocio, al final, aunque a veces no lo sientas así. La señorita Rizos es hija de una nube y se parece mucho al llanto de las estrellas. Es amarilla y rápida, como las fugaces. Lleva el cielo con ella y el infierno lo enfría con su mirada. Y cuando extiende las manos no puedes evitar cogerlas. Es magnética y caprichosa. Es cabezota y le puede el genio; es cariñosa y besa sin pedir nada a cambio. Tiene más virtudes que defectos y eso que es pronto para conocerlos todos.

La señorita Rizos hace que mi corazón lata más rápido o más lento, según sea su voluntad. Tiene un gran poder y lo usa, vaya si lo usa. Sabe perfectamente lo que quiere y como conseguirlo. Y más cuando te mira como si fueras Superman. Lleva en los ojos todas las olas, todos los vientos y todas las luces de todos los mares y de todas las estaciones. Crece sin que te des cuenta pero siempre será pequeña. Es tan niña que en ocasiones parece adulta. Y da miedo a veces.

La señorita Rizos es futuro y sus besos de luna llena iluminan los párpados cerrados y un arcoiris te traspasa el alma. Su lengua canta la melodía de los ángeles con el céfiro en los dientes. Cuando veo su piel tatuada de amor de madre, la existencia cobra sentido y hace que el taxi del cariño ponga el eterno cartel de ocupado. La señorita Rizos tiene siempre el corazón en la boca y cuando ríe, el mundo se para. Cuando llora, también. Se sabe el centro en esos dos momentos y ciertamente lo es.

La señorita Rizos hace que estés todo el día pensando en ella, con otras mil cosas en la cabeza y, de repente, te llama desde la ventana y todo lo olvidas, nada de lo anterior tiene sentido ya. A veces muerde fuerte con sus puñales de ratón, pero le puede al dolor. Enseña más que aprende, que no es poco, y siempre da más de lo que recibe. La quiero mucho yo a la señorita Rizos, sí.


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A Marta, siempre.

miércoles, 5 de abril de 2006

Foto de Barry G Oliver


Sentada en la terraza del bar, te estoy esperando. Llegas tarde como casi siempre. Pero hoy te lo perdono. Hoy te perdonaría casi todo. Y no es porque anoche durmiéramos juntos, ni siquiera por lo que hicimos antes de dormirnos. No es por cómo me acariciaste todo el cuerpo, aún vestida, mientras bailábamos con una copa de vino en la mano. No es por tu manera de besarme, con urgencia, haciendo que prácticamente no me enterara de qué canción sonaba en cada momento. No es por cómo entrelazabas tu lengua con la mía, por cómo se mezclaron nuestras salivas en la boca del otro o por los escalofríos de placer que me proporcionaste cuando abandonaste mi boca para detenerte en la curva que forma el cuello con el hombro. No es por los mordisquitos suaves que me diste en el lóbulo ni por la sensación, entre áspera y tierna que me regalaste en la piel de la espalda. No es por la dulzura con la que me fuiste quitando la ropa, sacándome, con cuidado y sin dejar de bailar, la blusa por encima de la cabeza, deteniéndote a cada instante para besar, lamer y acariciar cada milímetro de piel que iba quedando al descubierto. No es por el cuidado con el que desabrochaste el sostén, entre risas y corchetes, para no hacerme daño, decías. Estuviste liado con los corchetes un buen rato, aún sonrío al recordarlo, pero no es por eso por lo que te perdonaría casi todo.

No es por el estremecimiento que me arrancaste al rozarnos piel con piel, tras quitarte la camisa, entre caricias y juegos. No es por tus caricias en mis pechos, por el tiempo que estuviste jugando con ellos, besando, lamiendo y acariciando de nuevo cada milímetro, endureciendo mis pezones, recorriendo con tu sabia lengua la sensible piel de mis senos, notando tu incipiente barba y disfrutando también del leve arañazo de la misma. No es por cuando te agachaste, metiendo tu cabeza bajo mi falda, sin dejar de movernos al ritmo de la música, besando mis piernas, desde los tobillos a los muslos, deteniéndote a cada segundo, como si fuera pecado desaprovechar un momento, entreteniéndote primero en las corvas, haciéndome cosquillas y luego subiendo hasta las ingles, jugando con el borde de tela de mis bragas. No es por cuando te levantaste para volver a besarme, cogiendo mi cara entre tus manos, intercambiando más pasión. No es por cuando, ya desnudos completamente los dos, me cogiste en brazos y me llevaste a la cama. No es por eso, no.

No es por cómo reanudaste tus caricias ya tumbados. No es por cómo recorriste de nuevo mi cuerpo, más cómodamente, haciéndome vibrar de lujuria. No es por cómo lamiste mi sexo, completamente abierto, empapado, completamente entregado a tu boca y a tu alma. No es por cómo me regalaste el primer orgasmo, ni por cómo lamiste de nuevo, recogiendo la cosecha de tus besos. No es por cómo me hiciste necesitar ser poseída, notarte dentro de mí, fundidos, hechos uno, ni por cómo lo hiciste, despacio, amorosa y profundamente. No es por cómo fuiste apresurando el ritmo, con armonía acelerada y precisa, con mis uñas clavándose en tu espalda. No es por la sensación de saberme tuya, enamorada, con cada caricia. No es por el placer que intercambiamos, que compartimos mientras marcaba la cadencia con mi abrazo. No es por tu segundo regalo, mi segundo clímax, esta vez sí combinado con el tuyo, casi simultáneo, ni por el ronco gemido que exhaló tu garganta, tú, que eres tan silencioso.

No es por cómo me abrazaste después del sexo, queriendo mantener la unidad alcanzada, ni por el calor que me entregaste y recibiste. No es por cómo me apartaste un mechón de pelo para poder besarme los ojos, ni por la caricia de tu mano en mi cara, ni por tu sonrisa satisfecha, ni por el te quiero que musitaron tus labios. No es por nada de eso. Ni tan siquiera es por tu promesa de quererme siempre, de fidelidad imperecedera, de amor perenne.

Es porque anoche no pude jurarte lo mismo. Es porque anoche lloré cuando ya estabas dormido. Es porque anoche comprendí por fin que era la última vez. Es porque hoy eres tú el que debes perdonarme a mí. Es porque he decidido que no nos veamos más. Es porque todo se ha acabado. Es porque hoy vuelvo a casa. Es porque sé que no va a estar allí mi hogar.