lunes, 28 de mayo de 2007


El hombre sin sombrero se abotona la gabardina a la luz de las farolas. Apura un cigarrillo y lo aplasta con el pie derecho, siempre con el pie derecho. Llueve despacio como el tiempo en un reloj viejo. El hombre sin sombrero encoge los hombros y sigue caminando. Sus pensamientos se diluyen y difuminan unos con otros igual que el agua disuelve el polvo del aire. Tiene la mente llena de barro y el paso decidido. No sabe cuánto rato lleva andando ni le preocupa. Evita paraguas y codos anónimos con los que ni siquiera intercambia una mirada, no ya una palabra. En alguna parte un violín aúlla dolorido y su chirriar se mezcla con el ruido de la lluvia y los motores –y algún claxon– de los coches que desafían atascos de vuelta a casa.

El hombre sin sombrero se concentra en su objetivo y observa. Fija sus ojos en algunas personas con las que se cruza –ellos tampoco llevan sombrero– y hace que rápidamente vuelvan la mirada y encojan sus cuerpos buscando calor ante el hielo súbito que les congela la espalda, de los riñones al cuello. El hombre sin sombrero es un tipo peligroso: eso dicen sus ojos azules y su piel curtida. Eso cuenta cada arruga que surca su cara, cada gesto. Es una impresión, nadie sabe nada. Nadie adivina qué esconde su mirada desafiante, qué ocultan las marcas de su cara. Nadie podría decir por qué es peligroso o incluso si solamente es un estremecimiento injustificado sin más.

Ya ha dejado de llover y la mujer sin nombre consulta su reloj. Intranquila se asoma a la ventana, buscando una señal, buscando un signo que la serene. “Me reconocerás fácilmente en cuanto me veas, no te preocupes” le había dicho el desconocido. “Las presencias son tan características como las ausencias”. Enigmático, lo bastante raro como para excitar su imaginación y lo suficientemente cotidiano como para no despertar sospechas.

La mujer sin nombre sabe a lo que viene el desconocido, por eso está preparada. Hace mucho tiempo que lo sabe, antes incluso de hablar con él por teléfono la primera vez, de ahí su seguridad. No hace que esté menos nerviosa pero ayuda a sobrellevarlo. Recuerda perfectamente cómo han sido otras citas: frías, distantes, tan lejos de lo soñado que dolería – dolería mucho – si no fuera porque hace tiempo que no espera realmente nada, aunque cada nuevo encuentro la haga pensar que será diferente.

La mujer sin nombre rememora aquel contacto inicial, no es difícil, solo han pasado unos meses. Agosto. Jueves por la tarde. Una de esas tardes de verano de calor sofocante. Una de esas tardes en las que el aire quema y el sexo resulta incluso refrescante, aunque sólo sea por la evaporación del sudor compartido. Está sola, así que de sexo -al menos compartido- nada de nada. Dormita en el sillón anestesiada por la fantástica televisión vespertina. Esos son los únicos programas que no cambian demasiado en verano. La tábula rasa cerebral del espectador medio a esa hora no permite bajar más el listón de calidad, como sí sucede en el resto de franjas horarias del día.

La mujer sin nombre se levanta del sillón y enciende su portátil y se conecta al mundo exterior, desnudo e indiferente a las necesidades ajenas. Abre algunas páginas, con desgana, buscando algo que la saque de la hastiada somnolencia que la maltrata. Sin querer, o queriendo, nunca se conocen bien los senderos del ánimo humano, llega a una página de esas en los que la gente intercambia opiniones y ciberfluidos. Un chat. Uno de esos – todos o cualquiera – dónde el nombre de las salas tiene la única función de saber en cual de ellas estarán previsiblemente los apodos con los que te has escrito anteriormente. Da lo mismo que la sala se llame “Camelot”, “Cine Actual”, “Cibersexo”, “Videojuegos” o “Cultura Con Ñ”. Todas son “Cibersexo”, con su mezcla especial de salidos intentando onanismos desesperados, chicas buscando lo mismo (las menos), chicas hartas de espantar a los primeros (las más) y un subconjunto del primer grupo haciéndose pasar por el segundo. La mujer sin nombre no busca nada de eso, tan solo remedio a corto plazo para una soledad nunca escogida y siempre difusa.

Al principio desconfió. Era extraño que recibiera el mensaje privado justamente en el momento en que estaba a punto de abandonar internet, en su enésimo intento de entretenimiento vacuo, toda vez que trescientos cincuenta y seis “hola k tal? K yevas puesto?” en sus infinitas variaciones, con más o menos faltas ortográficas, desaniman a cualquiera. Era raro que le llegara el mensaje en ese preciso instante, tan inverosímil como sus palabras: “Soy el hombre sin sombrero. Me gusta tu no-nombre. Espero que con el tiempo nos conozcamos lo suficiente como para desentrañarnos mutuamente”. Sin más. El mensaje destilaba una cierta arrogancia pero era tan distinto de todos los demás, tan seguro de sí mismo, que reprimió las ganas de no hacerle caso y contestó. Con recelo pero con curiosidad creciente, la relación entre ambos “carentes” (como le gustaba a él llamarla) fue desarrollándose. En un principio fueron tanteando temas bastante banales y descubriendo las muchas cosas que tenían en común: soledad, ganas de conocer a otra persona, hartazgo de ese mundo en el que se habían descubierto pero que no les había saciado antes en absoluto... por supuesto también tenían intereses culturales y de ocio comunes, pero esos – para un trato puramente epistolar – eran lo de menos.

Una noche, muchos ratos robados al sueño después, la mujer sin nombre se encontró un correo electrónico que de nuevo la sorprendió (e infundió miedo, todo hay que decirlo): “Hace tiempo dijiste que te gustaría que nos fuésemos conociendo poco a poco, por partes, sin prisa. He pensado tomarte la palabra en lo de por partes: envíame una fotografía de una parte de tu cuerpo, la que quieras, la que más te guste o la que más odies, en la que se vea sólo esa parte. Yo haré lo mismo. Besos, el hombre sin sombrero”. Dos semanas estuvo sin atreverse a enviarle nada.

El hombre sin sombrero se desliza entre las casas del barrio viejo. Recorre las aceras, demorándose lo menos posible. Busca una calle, un piso, una ventana con la señal propuesta. Por un momento duda. El hombre sin sombrero no tiene miedo –nunca lo ha tenido- pero le intranquiliza el pensamiento de que quizá se haya equivocado: a lo mejor no es la cita correcta, no es la persona adecuada. Lleva un tiempo buscando y ahora que parece que la ha encontrado, no desea tener que volver a empezar de cero. Sabe que quien le espera no siempre fue tan decidida. Le costó un mundo dar cada paso y esa mezcla de timidez vencida y pudor olvidado le excita y le preocupa al mismo tiempo. Espera que a última hora no se eche atrás, no lo ha hecho antes (aunque la intranquilidad y la duda le ha acompañado todo el tiempo) y no tiene porque hacerlo ahora, pero...

El hombre sin sombrero recuerda también las primeras fotos que intercambió con la mujer sin nombre, las dos semanas que estuvo esperando recibir la primera, la emoción al mirar esa imagen, nada erótica pero asombrosamente explícita: un dedo corazón, extendido en una mano cerrada. Un gesto fácil de interpretar equivocadamente, una expresión que parecía ser la primera y la última entrega de la anatomía de su propietaria. Pensó que se había enfadado, que aquella fotografía sería lo más que obtendría de ella. El texto que acompañaba el envío tampoco ayudaba demasiado: “Ahí tienes. Espero que disfrutes mirándola tanto como yo haciéndola”. Tan escueto, tan frío. Pero se equivocaba. Había sido una pequeña broma, al día siguiente recibió otra foto muy parecida, prácticamente igual pero con la uña mordida. Y como texto: “la uña mordida es el resultado de no recibir respuesta, por no recibir la tuya, la respuesta prometida”. Con una carcajada, el hombre sin sombrero fotografió su brazo izquierdo y lo envió.

Tras darle muchas vueltas, la mujer sin nombre decidió enviar las dos fotos del dedo corazón, con la inquietud de si, cuando las recibiera, el hombre sin sombrero entendería la broma. La imagen del brazo izquierdo resolvió el enigma. El problema es que ahora esperaría una nueva foto y al haber roto ya el hielo, esa segunda era mucho más difícil. El hombre sin sombrero había enviado su brazo, ¿qué pretendería a cambio? La mujer sin nombre optó por recurrir al fetichismo más común o a uno de los más comunes: los pies. Desnudo el derecho, con tacón fino el izquierdo. Uñas pintadas de sangre y vértigo en punta.

Y, de ese modo, poco a poco, por partes como estaba acordado, los dos desconocidos fueron explorándose paulatinamente, sin prisa. Sus conversaciones fueron haciéndose más profundas, más íntimas y personales y al mismo tiempo que desnudaban sus cuerpos y se enviaban el resultado, fueron despojando sus almas de artificios y enviándoselas también en trozos cada vez más grandes. La mujer sin nombre no podía evitar imaginar, con cada fotografía, como sería físicamente el hombre sin sombrero y con cada vez más frecuencia -y más pasión- satisfacía su deseo masturbándose y recreándose en el uso que se le podría dar (cuando el sexo es simbólico y se humedece en el icono, más irreal, más morboso se vuelve el pensamiento) a cada porción recibida, tanto de la mente como del cuerpo del extraño. Hasta que llegó el momento del primer contacto real, la primera llamada de teléfono, la primera conciencia de que detrás de unos dedos (y de unos brazos, unos pies, piernas, torso, sexo) había una persona de verdad. Con todo lo que eso tiene de atemorizador y excitante, de difícil y de apasionante. No tardaron mucho más en concretar una primera cita que sería en casa de ella por razones que ninguno de los dos se explica. Tal vez es importante para que la mujer sin nombre se sienta más segura –piensa él-, tal vez implique un esfuerzo extra que demuestre que se va en serio –opina ella-.

El hombre sin sombrero llega por fin a la calle que busca. Se respira el olor a tierra mojada tan característico de después del chaparrón. Se han formado algunos charcos sin importancia que darán juego a los críos del barrio mañana. Ha terminado de hacerse de noche y, aunque no es demasiado tarde, la gente ha optado por recogerse en sus casas. La televisión, tan nutritiva en estos tiempos que corren, sustituye más de una cena y muchos ratos de compañía. También cercena soledades o al menos las aplaza para el día siguiente. El hombre sin sombrero sabe que a poco que se dé bien la cosa, no necesitará hoy del frío aparato, ni para consumir su incomunicación elegida ni para conciliar el sueño.

La mujer sin nombre sigue asomada a la ventana. Desde abajo no puede vérsela pero continúa vigilante, sin perder detalle de cada persona que se acerca a su portal o que deambula por la calle. En el último rato el número de ambos tipos de transeúntes ha disminuido radicalmente y ahora mismo resulta francamente sencillo mantener la vigilia. Aún persiste el temor que la ha acompañado estos días, desde que se concretó la cita hasta hoy. No es tanto miedo porque pueda pasarla algo; de una forma tan estúpida y ciega como infantil, confía en el desconocido. No le cree mala persona, no le espera peligroso. Nadie que se dedica a descuartizar desconocidas es tan retorcido ni tan elaborado como para hacerlo partiendo de un plan como el que les ha llevado hasta donde están. Nadie tan loco o tan enfermo oculta tan bien sus verdaderas intenciones. Nadie tan psicópata es capaz de las ternuras susurradas acariciando teclas que la mujer sin nombre rememora una y otra vez. O en eso confía, eso se repite en una especie de mantra desquiciado –todos lo son en realidad-, en un bucle de repetición sin fin, evocado para proporcionar seguridad. El pánico que le atenaza el estómago es a que las cosas no vayan bien, a que no funcionen como espera, cómo ella querría que lo hiciesen. Es un miedo mucho más pedestre, mucho más real, que le congela las entrañas y le anuda la voluntad. ¿Y si después de todo no le atraigo lo bastante? ¿Y si a pesar de las fotos no respondo a la idea que se ha hecho de mí? ¿Y si a pesar de los meses de conversaciones, no le caigo bien, no “conectamos”? ¿Y si a última hora... Hay mil preguntas, quinientas cincuenta y tres dudas y sólo dos posibles respuestas.

La mujer sin nombre no cree estar enamorada. ¿Cómo se puede una enamorarse de alguien sin conocerle más que por correos electrónicos? El hombre sin sombrero no es más que una voz al teléfono, unas palabras más o menos bien escritas en una pantalla, un apodo bastante absurdo después de todo, una pila de fotos en un disco duro (e impresas en papel muchas de ellas, incluso hay una “reconstrucción” casi de Shelley escondida en un cajón del dormitorio, con papel celo en lugar de costurones quirúrgicos e imaginación haciendo de rayo donador, de relámpago creador de vida). No es nada más que eso. Nadie podría enamorarse de una idea, de una entelequia en el fondo, de un auténtico desconocido, del que no se sabe cómo piensa en realidad, cómo siente, cómo se mueve, cómo huele. No, la mujer sin nombre no está enamorada y un desconocido se acerca a su portal con una gabardina mojada. Un desconocido alto, bastante alto, con dos ojos azules lavados a la piedra que miran un segundo hacia arriba, hacia la ventana dónde otros ojos menos vaqueros, castaños, más de otoño, escrutan la oscuridad rota por la luz que baña la entrada al portal. Un desconocido con la piel curtida y una caja en una bolsa. Un desconocido que lleva esa bolsa como si fuera un regalo, una bolsa, una caja, con forma de sombrero, aunque eso no podría jurarse en la distancia. No, la mujer sin nombre no está enamorada, ni mucho menos, no podría suceder semejante cosa dada la situación. Si pudiera ser eso lo que siente, quizá el miedo le impediría abrir la puerta al llamar el desconocido, quizá no estaría dispuesta a verse –sentirse- rechazada otra vez. Quizá si fuera amor no querría arriesgar ese sentimiento -bastante puro, bastante platónico en el fondo- por el temor a no ser correspondido, quizá se comportaría con la inmadurez del que rechaza para no exponerse a ser rechazado. Pero no, no está enamorada, se repite a sí misma una y otra vez. No está enamorada pero no abre la puerta. No contesta a las llamadas, trata de esconderse del mundo, de huir al interior, de fingir su ausencia, pero una sombra en la ventana la delata. El hombre sin sombrero ve esa sombra y comprende. Lo comprende todo. Deposita con infinito cuidado, con enorme delicadeza, la bolsa al pie del portal y se marcha. Ni una sola vez mira atrás pero en sus ojos –al igual que sucede tras la ventana que le observa, roja de cobardía, enmudecida de vergüenza- comienza de nuevo a llover con la cadencia del aguacero. Y una nueva arruga marca sus caras, envejecidas por tormentas pasadas, por chubascos sucesivos.



Nota: La fotografía de este post está extraida de www.petekarici.com

4 comentarios:

  1. Visual, erótica, intrigante...uno de los mejores cuentos que he leído. Palabrita.

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  2. u'r used my photograph. please add my link.
    www.petekarici.com

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  3. Sorprendente final.
    ¿Para que se tomó la mujer sin nombre tanto interés y después…?
    Ataque de pánico?

    Un saludo, Avatar

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  4. bettyylavida: Me alegro de que te haya gustado aunque exageres en la apreciación. Sé que lees un montón, así que...
    Gracias. Un saludo.


    Petek: Done. Thanks for all.


    Valeria: El miedo atenaza más veces de las estrictamente necesarias y el pasado también muerde fuerte en ocasiones. Gracias, otro para ti.

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