jueves, 13 de diciembre de 2007

Mirando hacia atrás y dado el seguro interés de al menos la gran mayoría de los lectores (tres mil o cuatro mil diarios, por redondear, tres o cuatro confirmados) creo que es el momento de recapitular y de escribir una autobiografía. Mi autobiografía. Comencé a darle vueltas hace un tiempo pero no tenía demasiado claro como darle forma. Quería que de algún modo fuera el final y el principio, el alfa y la omega de algo, aunque no tenía muy claro de qué. Un círculo que se cierra, una serie que termina, una vieja y una nueva vida, otra perspectiva.

Una autobiografía es siempre arrogante, petulante, supone que el lector tiene interés en conocer la vida del que la escribe (eso en el caso de que realmente sea auto, la mayor parte de las veces es un trabajo por encargo disfrazado de originales memorias). Es un canto a la vanidad más pueril, así que lo primero era pensar un buen título, “Autobiografía” sin más no sonaba lo bastante altanero. Pensé en relacionarla con el nombre de este rincón en el que se cumplen ahora dos años que el que esto escribe vomita sus letras (con mayor o menor fortuna), pero no era lo suficientemente soberbio. “Diario de un cosmopolita cáustico”, “Memorias cáusticas de un cosmopolita”, “Confesiones cosmopolitas de un cáustico”, “Vida de alguien cáusticamente cosmopolita”... no me convencían en absoluto. Tal vez “Reminiscencias, remembranzas y evocaciones del Cosmopolita, narradas en tono cáustico, incisivo, punzante y mordaz” resumía mejor el sentido final de cualquier autobiografía... pero aunque era lo bastante pretencioso, también era un título eterno. Finalmente, casi sin darme cuenta, encontré el título perfecto: “Opus 100”. Por un lado el latinajo resultaba bastante fatuo; por otro el 100 era un número redondo que se correspondía con precisión al número de entradas de ínfulas literarias de la página; por un tercero (aunque quizá solo a los aficionados, otro punto más a su favor, un toque de misterio para iniciados) remitía a la vez a las colosales obras de la antigüedad (Bach, Händel, etc.) y al moderno y futurista, pero sobre todo también grande, Asimov y sus Opus 100 y 200; por un cuarto era corto, conciso, exacto, escrupulosamente sonoro. Así se quedó.

Empecé a escribir e iba ya por los doscientos cincuenta folios cuando me di cuenta: las autobiografías no piden permiso a los secundarios (de lujo siempre, son los que enmarcan si es que no son los verdaderos protagonistas, causa y efecto de lo escrito, de lo narrado por aquel que se sabe lo bastante importante como para describirse desde la más absurda complacencia, claro está) para citarles, nombrarles, ningunearles la mayoría de las veces. Yo no podía hacer eso, demasiada gente no me habría perdonado jamás tal dislate. No podía nombrar a alguien (contar pormenores, cotillear en suma) sin pedirle autorización y no estaba dispuesto a recorrer países y décadas para rogar consentimientos, de modo que empecé a recortar.

Comencé por quitar nombres de personas y lugares, al principio los sustituí por iniciales pero después los taché del todo: unos ciento cincuenta folios quedaban. No era suficiente. Cualquiera que me conociera o los conociese sabría igualmente de quienes estaba hablando. Anulé referencias entonces, suprimí sucesos, enmascaré otros, novelé el resto: cien folios aproximadamente. Leí y releí, castrador en mano. Lo narrado era familiar, conocido, doméstico. Demasiado. Era un problema y grave además. Me dispuse a eliminar todo lo que pudiera acercar al eventual lector a la realidad más real, en tanto en cuanto implicara a otros. Lo hice y volví de nuevo a leer los folios que me quedaban (unos ochenta). Era precioso. Ochenta hojas llenas de “Yo” y sus más comunes formas de engreimiento: los muy ególatras “mi”, “mío”, “mí mismo”, algún muy poco frecuente “nosotros”, etc. En resumen, una gigantesca paja literaria, suficientemente onanista como para satisfacer los egos más crecidos. El ataque de vergüenza propia y ajena que me sobrevino me impulsó a convertir el texto en una obra narrada en tercera persona. Pronto me di cuenta de que no se puede hacer una autobiografía en tercera persona, no tiene sentido, no resulta. No es creíble. Volví a la narración en primera persona, regresé al “Yo” eludiendo cualquier otra persona. Traté, eso sí, de obviar el autohalago innecesario (muy pocas veces lo es, pero éstas sí lo eliminé) y de esa forma dejar que fuera el propio lector el que permitiera que esa adulación (tan justificada) llegara a su mente e incluso al posterior comentario. Creo sinceramente que lo conseguí.

La última (tal vez la más importante) dificultad que me encontré fue que los folios que aún me quedaban, no más de sesenta, estaban repletos de sucesos sin el más mínimo interés salvo para mí. Seguramente eran el resultado de una vida corriente y moliente, sin altibajos ni grandes epopeyas, sin tragedias ni épicos sucesos, es decir, como prácticamente cualquier vida y desde luego como casi todas las autobiografías (salvo las que no dejan de ser novelas más o menos acertadas disfrazadas de diario, pero eso me interesaba aún menos). De manera que cercené todo aquello que me pareció fútil, soso o simplemente poco estimulante o nada divertido. Cayeron montones de frases, párrafos enteros, páginas y más páginas repletas de naderías. Podé y podé, talé decenas de hojas, arrugué unas, rompí otras. Poco a poco fui quedándome con lo fundamental, lo básico, lo primordial. La esencia misma de mi vida, el principio y el final de todo, como decía al inicio. El desenlace no podía dejarlo, no podía escribirlo sin inventármelo, era y es desconocido para mí. Y el principio, bueno, mi fecha de nacimiento aparece en mi D.N.I.

Ahora sí estaba satisfecho: una hoja en blanco me contemplaba desde la mesa. Esa es mi vida realmente, sin rechazar nada de lo pasado pero con el blanco delante, así es como debe ser: todo o casi todo por escribir, por relatar, por sentir y por vivir.


domingo, 2 de diciembre de 2007


Rojo y negro, par e impar, dados cargados y expertos tramposos. Rubella escribe epitafios en hojas secas que después hace pedacitos entre los dedos. Un chino con cara de pocos amigos (más bien ninguno) prepara bebidas en un rincón y yo apuro mi enésima copa. El dinero huele fuerte al pasar de mano en mano, hoy es mi noche. Alrededor de la mesa, algunos viejos tahúres lloran trampas pasadas y futuras, les pican los ojos con el humo pero mantienen el tipo como pueden: fueron profesionales. El papel de las paredes recuerda la sangre vertida y sirve de inspiración a Rubella. Me guiña un ojo y subo el envite. El ciego de mi derecha ve la apuesta y se reparten más cartas. Sé que están marcadas, nadie juega limpio, ya no, pero Rubella ha hecho el gesto y la mano es mía. Un carnicero de hoja oxidada se lleva al ciego. Los perros le siguen, famélicos, hoy cenan caliente. Cada vez quedamos menos. Le chisto al chino, corre con un vaso y lo deja a mi izquierda. Bebo un sorbo y espero a que repartan más cartas. Somos cuatro de una docena. Los gritos de agonía del ciego son la perfecta banda sonora. Rubella ríe, demasiado alto, destroza otra hoja seca con sus uñas pintadas de rojo oscuro. Sabe que es el premio final pero no la molesta, en absoluto.

Trío de jotas. Picas a mi derecha, posible escalera enfrente. El gringo de la izquierda se tira. Se levanta y deja su estúpido sombrero pasado de moda en la mesa de atrás. Apuesto fuerte, me descarto y espero que la suerte se ría como Rubella. El de enfrente no va y Picas se lo juega todo. Huele a farol. Carcajada. Veo. Pierde. Otro para la habitación de al lado. Demasiado fácil. El gringo vuelve y pedimos más copas. Saco un cigarro y Rubella lo enciende con su ojo izquierdo. Acordamos que sea la última mano. El niño da cartas. Nos descartamos, se descartan, yo estoy servido. Todas las fichas en el centro de la mesa. Levanta primero el gringo, luego yo y finalmente el otro. El gringo pierde los nervios y tira la mesa de una patada. Le hago un gesto al chino para que recoja las fichas y salgo del tugurio con Rubella agarrada por la cintura. Hace frío afuera y una finísima y gélida lluvia nos va empapando poco a poco. No necesitamos siquiera mirarnos. Nos espera el amanecer que no había querido asomarse antes. La luz baila con las gotitas de agua. Exprimiremos el tiempo, hasta el mes que viene no hay más partidas.