Estás rodeada por toda la mierda de la modernidad, del perfeccionamiento urbano; inmersa en un océano de publicidad engañosa (toda sin excepción), harta de las dictaduras disfrazadas (las sonrisas de los “profesionales del bien común” timan siempre), de los totalitarismos políticamente correctos (construidos con la sangre y las entrañas de tanta gente). No hay futuro (decían eso sólo) cuando tampoco hay pasado. Da igual a quien te quejes o lo alto que grites, no puedes romper su cerumen endurecido por otros gritos anteriores (“prohibido prohibir” estalló en las manos y en los bolsillos de los que lo gritaron, siempre menos –muchísimos menos- que los que dijeron haberlo gritado).
Rompe con todo eso, destruye lo construido, derriba muros, paredes, tapias, tabiques y refúgiate en lo más profundo de tu alma, donde no llegan especulaciones ni intereses corrompidos. Vuelve a casa, solo para armarte de valor y de ira, luego sales a la calle otra vez y, no seas tímida, mata (y muere) por lo que realmente te gustaría que fuera. Arrasa las calles, saquea las tiendas, roba los televisores, jarrealos con gasolina sin plomo y quémalos. Arranca los cables del teléfono y los de la luz. Pon bombas en las cañerías (el agua embotellada es lo bastante buena) y los campos de golf se secarán solos. Termina con la civilización contemporánea, el cine yanqui te ha contado que la Edad Media no fue tan mala. No te arrepientas de lo que hagas. No hay medias tintas. No hay piedad ante nada, ante nadie. Solo te queda el odio así que... que sea el fuego quien hable por ti. Que sea el caos tu mensajero y el apocalipsis tu mejor obra.