miércoles, 28 de septiembre de 2005

Foto de Ao Gunji


Este relato fue publicado por su autor en el foro de relatos eróticos de petardas el 28 de septiembre de 2005


- Has vuelto por fin.
- Claro. Siempre vuelvo.
- Nunca te fuiste del todo.
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- Necesito un trago.
- Bébete toda la botella, si quieres. Es tuya.
- Me gustaría más beberte a ti. Del gollete.
- Parece mentira que no hayas aprendido nada en todo este tiempo.
- La experiencia es un regalo que llega cuando ya no hace falta*.
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- Desnúdate.
- ¿Ya?
- ¿A qué quieres esperar?
- A que me desnudes tú.
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- ¿Te ha gustado?
- ¿Por qué siempre preguntáis lo mismo?
- El ego masculino, creo. Nos gusta que nos mientan.
- No me gusta ese rintintín.
- Lo mismo dijo Lassie en su día.
- ¿Qué?
- Nada, que si te ha gustado.
- Claro.
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- Somos raros.
- ¿Por qué?
- Aquí estamos los dos. Juntos, desnudos, en silencio, después de años sin vernos.
- ¿Y eso es raro?
- Sí. Deberíamos seguir follando.
- Te estoy esperando.
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- ¿En qué piensas?
- En nada importante. Oye, ¿crees que habrá vida después de la muerte?
- No lo sé. Me preocupa más que no la haya antes.
- ¿Crees que estamos vivos?
- Quizá. Te deseo siempre.
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- Vístete. Tenemos que irnos.
- ¿A dónde?
- ¿Qué importa?
- Ahora mismo, nosotros.
- Pues eso.
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- ¿Quieres pasear?
- ¿Se te ocurre algo mejor?
- Sí, pero después.
- Vale. Paseemos.
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- Me gusta estar contigo.
- Mentira. Te gusta follar conmigo.
- Eso también.
- El día que te guste estar conmigo, simplemente estando, no volveré.
- Lo sé. Eres cobarde. Pero sí volverás.
- Fóllame.
- ¿Ahora?
- Claro.
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- ¿Me quieres? Aunque sea solo un poco.
- No preguntes tonterías.
- Están empezando a dejar de serlo.
- No me preguntes eso, por favor.
- ¿No te gustan las preguntas? ¿O tienes miedo de las respuestas? La vida solo da preguntas, nosotros somos la respuesta.
- Vale, Platón, pero no me preguntes eso.
- Entonces, ¿me quieres?
- Ahora sí.
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- ¿Ya te vas?
- Sí.
- Volverás.
- O no.
- Siempre vuelves.
- Tal vez no esta vez.
- Te esperaré.
- ¿Me esperarás?
- Sí.
- O no.
- Tal vez te espere.
- Tal vez no vuelva.

*La frase no es mía, es de Ana María Matute


Foto de Cristina Nichitus

Este relato fue publicado por su autor en el foro de relatos eróticos de petardas el 28 de septiembre de 2005

Recuerdo perfectamente aquella noche. Hacía un calor de mil demonios. Con tu voz suave me dijiste que ya no estabas enamorada de mí. Que me seguías teniendo cariño, lógicamente, después de tanto tiempo de relación. Pero que ya no era igual que al principio. Tus palabras produjeron un vacío sordo en mi cabeza y una sensación de pesadez que antes nunca había tenido. Notaba asimismo un regusto metálico en el fondo de mi garganta y, al recuperarme un poco del estupor inicial, comprendí que me había mordido el labio y que era la sangre la responsable de ese sabor mineral.

Por fin conseguí articular palabra. Bueno, la verdad es que tarde un rato en poder decir algo coherente. Además tampoco había mucho que decir. Sí, es cierto que últimamente yo también había notado un cambio en tu forma de actuar. Parecías ensimismada. Lejana es la palabra exacta. Por supuesto terminé preguntando lo que creo que todos los hombres en esa situación terminan preguntando. Algo tan estúpido como:

- Pero, ¿hay otra persona?
- ¿Otra persona? –te burlaste- ¿Hace falta que haya otra persona? ¿Te sentirías mejor si te dijera que la hay?
- No lo sé. Quizás lo haría más sencillo.
- No. No hay otra persona –respondiste molesta.
- ¿Entonces?
- Entonces simplemente ya no siento lo mismo. Entonces simplemente no te quiero igual. Entonces simplemente lo nuestro se está acabando. Pensé que debías saberlo. Aunque a lo mejor, hubieras preferido que te dejara sin más, cuando terminara del todo –escupió.
- No, no. Está bien así. Al menos me darás la opción de intentar recuperar tus sentimientos, ¿no? Los míos no han cambiado.
- ¿Oportunidades? ¿Crees que es tan fácil?
- Déjame intentarlo. Ahora los dos tenemos unos días libres. ¿Te acuerdas del hotel donde fuimos en nuestro primer viaje juntos?
- Sí, claro que me acuerdo –sonreíste por primera vez en demasiado tiempo.
- Déjame que intente reservarlo para estos días. Sería como volver a empezar de cero – le dije, no muy convencido de su respuesta.
- De acuerdo. Intentémoslo –dijiste ante mi sorpresa.

Conseguí reservar el hotel para tres días y, en silencio, fuimos para allá. Llegamos a Asturias a media tarde, cogimos las llaves de la habitación (que por un capricho del destino era la misma que habíamos compartido en aquel primer viaje) y subimos. Al abrir la puerta llegó a mi nariz un aroma incierto, mezcla de madera vieja y polvo nuevo. No era un olor molesto y, además, tu siempre dijiste que un poco de polvo crea hogar. Deshicimos las maletas y fuimos a dar un paseo por la playa. Siempre me han gustado los paseos por la arena al anochecer, cuando las sombras crean dudas y la luz es la justa. Injusta en este caso. Porque siempre me ha parecido injusta la belleza y bajo aquella luz, escasa, estabas más bella que nunca.

Estuvimos unos quince minutos paseando hasta que me decidí a coger tu mano. Noté como te tensabas un poco pero no me lo impediste. Estuvimos hablando de futilidades y, por un momento, parecía que nada hubiera pasado, que el tiempo se hubiera detenido en aquel primer viaje.

Ya de camino al hotel, me atreví a intentar besarte. Fue en ese momento cuando empecé a presentir que, pasase lo que pasase, algo se había roto para siempre. Aunque me devolviste el beso, fue un beso inerte, inane. Frío. Entramos en la habitación y todo volvía a estar allí. Tal y como lo recordaba.

Volvimos a besarnos y empecé a desnudarte con más pasión de la que recibí a cambio. Al sentir tu piel en contacto con la mía, un escalofrío me recorrió la espalda. Un escalofrío innecesario que noté no correspondido. Aún así, hicimos el amor. Lentamente, nuestras manos recorrieron nuestros cuerpos como tantas veces. Volví a acariciar tu pecho, deteniéndome en cada centímetro. Recorrí tu cuerpo con la lengua y noté como tus músculos se tensaban anticipados. Te dejabas hacer pero no conseguía ver amor en tu mirada. Tus ojos, transparentes como la traición, habían perdido brillo. Te penetré despacio y al fundirme dentro de tu cuerpo, eché de menos el pasado. Nuestro sudor se mezcló y, en el clímax del orgasmo compartido, comprendí que no había vuelta atrás. Que daba igual con cuanta fuerza intentara recuperarte, recuperar lo nuestro. Lo que hubo ya no estaba. Una mezcla de ira y dolor rompió mi mirada.

A la mañana siguiente, volvimos a pasear por las rocas que bordeaban la playa. El mar rompía con fuerza y, en la soledad del alba, las lágrimas rodaron por mis mejillas y se estrellaron contra las piedras. No vi dolor en tus ojos. Ni preguntas. Sólo hastío.

Vi como la resaca se llevaba tu cuerpo entre espuma blanca. El agua se llevó tu cuerpo. Sólo. Tu recuerdo quedó flotando. Siempre.


martes, 17 de mayo de 2005

Autor desconocido


Este relato fue publicado por su autor en el foro de relatos eróticos de petardas el 17 de mayo de 2005

Soy, por lo general, hombre tranquilo. No se me altera el ánimo fácilmente. No soy persona de dejarse aturdir por los acontecimientos. Al menos, no normalmente. Sin embargo, hay ocasiones en las que mantener la templanza es poco menos que imposible y un poco más que demasiado. Es en esos momentos difíciles cuando se debe demostrar la fortaleza de espíritu, aunque en ocasiones es francamente irrealizable, siempre digo que hay que tratar de tender a ello. Es en esos arranques, de los que no me siento especialmente satisfecho, cuando suceden las cosas más inesperadas, los acontecimientos más imprevisibles, aquellos que, en realidad con deleite, recordamos después durante años.

Mi vida ha estado jalonada de ellos. Mis recuerdos de infancia repletos de olor a pólvora de pistones, de travesuras brutas, agresivas, impensables hoy en día, cuando lo más radical y peligroso que hacen los niños, es jugar a la Play Station.

Mi adolescencia, llena de juegos que en su día se nos antojaban pícaros y que hoy no sonrojarían a una monja de clausura. Los primeros besos, siempre robados. Los primeros manoseos, a escondidas del mundo, más dulces por el placer de lo secreto que por lo sensual de sus torpezas.

Mi juventud, los primeros amores “serios”, la melancolía de las primeras decepciones también “serias”, las bravuconadas, el ansia de vivir deprisa y esa velocidad que decae cada una de las cien veces en que crees haber dado con la persona adecuada, esa con la que creen tus padres que por fin sentarás la cabeza. Hasta que la encuentras y entonces tus padres piensan, y te repiten otras cien veces, que con esa persona no debes sentar la cabeza. Y, a la sazón, lo haces. Echas la vista atrás y te engañas diciéndote que no echas de menos aquellos días. Te convences de que en realidad amas esa tranquilidad y llega un día en el que echas de menos esa juventud, si no perdida sí atenuada. Y empiezas a recordar como sucedió todo.

Fue aquel día, ¿recuerdas?. Llovía. Diluviaba. Llovía como si nunca hubiese llovido antes. Lo que empezó como un suave chispeo, no tardó en convertirse en un aguacero con todas las de la ley. Gruesos goterones que se deslizaban por los tejados, las farolas, mojándolo todo; convirtiendo la ciudad, antes arrasada por el calor, en un horno humeante y brillante.

Paseaba tranquilamente por la calle, camino de casa. Entonces te vi. Andabas rápidamente bajo el chaparrón, que empapaba tu cuerpo. Sentí celos de esa lluvia. De cómo te amaba. Sentí celos del agua que acariciaba tu cuello, que besaba tu cara, entreteniéndose en tu pelo.

Rodaban los goterones por tus mejillas, aplastándote el pelo y turbando tus ojos. Sentí celos de las gotas que resbalaban por tu espalda, por tu pecho, formando pequeños remansos al recorrerlos, al rodearlos. De esas frescas gotas que endurecían tus pezones marcándolos bajo la fina tela de tu blusa. La caricia del agua inesperada, cuando no piensas en caricias sino en llegar a casa a disfrutar de más agua, aunque caliente después. Me pregunté si no llevabas sostén o si era la lluvia quien te lo había desabrochado. Vi como el agua transparentaba levemente la tela haciéndote parecer más frágil, más desnuda, silueteando tu figura. Delgada pero no excesivamente. Deseable, sin duda. Tu cuerpo temblaba de frío y de esfuerzo por la caminata. Tiritabas y quise abrazarte. Quise entregarte mi alma allí mismo, para que te calentaras. Pero seguías siendo del agua.

Deseé ser ese líquido que suavemente masajeaba tu cintura, deteniéndose –supongo- en tu ombligo. Quería mimarte como lo hacía la lluvia. El pantalón, rebosante, ceñía tus piernas embelleciéndolas más si cabe y se formaban pequeños charcos bajo tus pies, dispuestos a descansar, ahítos de deseo. En los charquitos se iba disolviendo tu aroma, tu esencia, tu persona toda. Pensé en recogerlos, no dudes. Pensé que si no los recogía, serías tú la que se licuara, fundida para siempre con el agua.

Deseé ser jugo que rozara tus piernas, mojando tu pubis que quise imaginar empapado de otros fluidos. Deseé amar tu cuerpo, deteniéndome en cada rincón como la lluvia hacía. Deseé que aquella lluvia que te abrazaba, que te inundaba colmándote, fueran mis dedos, mis manos, mi sexo. Deseé ser líquido, caído del cielo, como poderoso maná que alimentaba tu tú y deseé que siguiera lloviendo siempre para poder seguir contemplándote más segundos, pues fueron sólo unos segundos los que te vi. Segundos suficientes para desearte, para amarte siempre.

Deseé poseerte y que me poseyeras, como te poseía el agua, acelerando tu marcha tanto como tu respiración. El corazón desbocado, el paso enjuto y rápido, el destino... ¿El destino? El destino hizo que te viera. El destino hizo que yo sí llevara paraguas. El destino nos cruzó y fue el destino (y el agua) el que hizo que te ofreciera cobijo, refugio, descanso y el reposo del sexo. El destino hizo que me pidieras acompañarte a tu casa. No vivías lejos, dijiste. Cómo negarme. Quizá allí me consentirías ser lluvia...