martes, 25 de septiembre de 2007


Me despierto cada día con la sensación que debo pararme un poco, mi vida se hace últimamente de comida rápida y deseos urgentes. He de juntar los pies, cerrar los ojos y pensar en todo y en nada al mismo tiempo. Si creyera en el yoga o en la meditación trascendental o en alguna zarandaja seudoriental de esas, debería juntar pulgar y corazón y musitar ensimismado, destrozarme las rodillas en imitaciones florales imposibles o dedicarme al tai-chi de todo a cien. Si fuera fan de Sánchez Dragó debería ponerme de ayahuasca o de peyote y alabar las virtudes de algo lo bastante misterioso como para hacer lubricar a sus muy liberales (neo supongo, la derecha de siempre reciclada entre comillas, nada que ver con el auténtico liberalismo) y menopáusicas seguidoras.

Resulta que ni me interesa la versión occidental del orientalismo ni soporto al de las gafas medio caídas, así que sólo me queda (y no es poco) centrarme en lo mío, tararear alguna canción de Brel o Cave o Cohen o Bowie o quien sea y no necesariamente en ese orden, ponerme en ambiente y pensar, pensar y pensar. Y sentir, sentir y sentir. Sin más.

Llegará octubre y confío en que desaparezca el sol tras alguna nube de una vez por todas, se recuperen las charlas en bares de dudosa estofa llenos de humo hasta los topes y con rincones especiales, el sudor veraniego (y pre- y post-, claro) se vaya por dónde vino y el cielo llore lágrimas reptilianas para que pueda volver a reír al salir a la calle. Y no sólo cuando me deje la canícula.

lunes, 24 de septiembre de 2007


He decidido dejar de fumar. Es una decisión que me ha costado un tiempo considerable tomar, numerosas horas, días, meses dándole vueltas, innumerables toses mañaneras y muchos síndromes de abstinencia al despertar de madrugada. Pero estoy decidido, de hoy no pasa. Tiraré cada paquete y cada cigarro a la basura. Y eso que estoy de acuerdo con lo que decía la canción aquella, la que luego reinterpretaron los de la liga protabaco, esa de que fumar era un placer sensual. Y ciertamente lo es. También el juntapalabras dedicaba una canción, Gracias Tabaco, al extendido vicio. Pero, ¡ay!, fumar tabaco hoy no se lleva. Atrás quedaron aquellos machotes de Marlboro que cabalgando al sol poniente se hartaban de humo; aquellos Bogarts que con una mirada y con una calada lo decían todo; incluso aquellas mozas fatales, con boquilla larga y lánguida expresión, que invitaban al desenfreno decadente tras nubecillas azules, también pasaron de moda. En la era de lo light, del consumo rápido y supuestamente saludable (nada mejor que timar al personal con palabros aparentemente técnicos y tan vacíos de contenido como de virtudes), del hedonismo chorra (si somos hedonistas, lo primero no debería ser la salud –menos aún si no es cierta- sino el placer) y del culto al cuerpo, todo lo que no sea políticamente correcto no tiene cabida.

Por supuesto, podemos seguir conduciendo coches cada vez más potentes (y aún hoy, muy contaminantes) y bebiendo sin parar (el vino y la cerveza escondían virtudes que no conocíamos, miré usté por dónde) siempre y cuando no combinemos ambas actividades, no sea que le costemos más dinero al estado del absolutamente necesario. Y ahí es en el fondo a dónde íbamos: nuestro buen padre, el Estado, no se preocupa por nuestra salud, se preocupa por la pasta que a la larga los fumadores le costaremos. Pasta que, grosso modo, sin hacer demasiados números, estamos pagando cada día con cada cajetilla que consumimos en esa moderna forma de latrocinio que son los impuestos indirectos.

Dicho lo anterior, me parece bien que se prohíba fumar allá dónde pueda causar una molestia a cualquier no fumador e incluso, en determinados sitios, aunque esa supuesta molestia no esté demasiado clara: lugares de trabajo dónde todos los que comparten espacio son fumadores, bares que ídem de ídem, etc. También es evidente que fumar tabaco no es bueno. En realidad no es que no sea bueno, es que es malo malísimo para la salud. Las probabilidades de terminar padeciendo diferentes formas de cáncer, enfisemas pulmonares, problemas respiratorios y cardíacos de todo tipo y un largo (larguísimo) etcétera, aumentan con cada calada, con cada cigarrillo, con cada paquete y con cada cartón. La lista de aditivos perjudiciales de cualquier mezcla comercial de la sagrada yerba es tan acojonante como interminable. Así que es obvio lo diabólicamente nefasto de su consumo. Por todo eso me he decidido a dejarlo. Ya está bien de subvencionar despachitos de altos, medianos y pequeños cargos. Ya está bien de no poder correr la Maratón. Ya está bien de ser incapaz de subir más de un par de tramos de escaleras sin asfixiarme. Ya está bien de estar comprando papeletas (y décimos y tiras completas) de Loterías La Guadaña.

Aunque la verdad, sí lo pienso fríamente, nunca me ha preocupado demasiado el tema de los despachos de nadie (se los van a decorar igual con los impuestos que me quiten en cualquier otra cosa) jamás me ha apetecido correr la Maratón, vivo en un bloque con ascensor y cuando se es jugador empedernido (el tabaco nunca fue mi único vicio) algunos cupones de más o de menos poco importan. Además, qué coño, me gusta fumar. Voy a encenderme un cigarrito, que a estas horas siempre apetece.


viernes, 14 de septiembre de 2007


Me encanta despertarme pronto y bajar a la playa antes de que se llene de gente, justo en esas horas cercanas al amanecer dónde solamente algún pescador despistado y algún corredor de ojos legañosos hollan la arena. Es entonces, y prácticamente sólo entonces, cuando el mar, al menos el cantábrico lo hace, canta para mí. Para mí y para cualquiera que sepa o quiera escucharlo.

Canta una canción larga, pero no demasiado; se va prolongando en el tiempo, va subiendo y bajando en una dulce letanía de olas y espuma. Es una canción triste pero no demasiado; provoca una cierta melancolía, pero sin llegar a la lágrima. Es una canción a veces violenta y a veces dulce, pero siempre urgente, siempre intensa, modulada en siglos de arte solitario. Tiene un timbre que rola entre el violín y la guitarra, con su ritmo de tambor algo borracho, cansino pero exacto. Armónicos que suben y bajan explicándolo todo, sintiéndolo todo.

La canción que cantan las olas es un tango de madrugada, dolor en la oscuridad, sabor añejo y un poco amargo en el fondo de la garganta. Es un vals de media tarde, algunas veces, rítmico y decadente como una copa de oporto. Es un blues en un garito oscuro y lleno de humo, uno de esos que te atenazan por dentro y que no puedes dejar de tararearlos ni después de terminarse.

Cuando el agua se arremolina y lame la arena sientes como esas notas se retuercen evocándolo todo, los pies mojados se hunden un poco y el abrazo se hace más íntimo. En cierto modo, solo en cierto modo, se parece al sexo: en cada embate, en cada golpe de mar, en cada ida y venida hay un gemido, una fusión carnal, una caricia compartida. Termina siendo la canción que no acaba, la poesía final; la nota perfecta, la melodía justa.