martes, 27 de febrero de 2007


Me conoces, vaya si me conoces. Sabes casi todo de mí. Sabes qué me gusta y que me disgusta, todo lo que me hace disfrutar. Sabes de cada momento, de cada sensación, de cada sentimiento.

Me conoces, vaya si me conoces. Conoces el porqué de cada movimiento, de cada paso que doy, de cada palabra que escribo o digo. Conoces todos mis porques, todos mis depende, todos mis en principio.

Me conoces, vaya si me conoces. Tienes bajo tu control todo lo que hago, lo que no hago e incluso lo que dudo. Y lo que no dudo. Controlas desde tu conocimiento absoluto, aún de lo más absurdo. Controlas sin darte cuenta y sin que resulte molesto ese control.

Me conoces, vaya si me conoces. Sabes lo que escucho, aunque digas que no lo comprendes. Sabes lo que veo, lo que leo, lo que solamente oigo. Igualmente sabes lo que no leo, oigo ni veo. Lo sabes, si buscas, verás que es así.

Me conoces, vaya si me conoces. Sabes el porqué de ese callejón, el porqué del rojo, el lugar que enseña. Sabes que tiene salida, sabes que no está cerrado a nada, no está cerrado al mundo. Sabes adónde lleva y de dónde viene. Sabes todo sobre él, sabes todo sobre mí. Con detalles.

Me conoces, vaya si me conoces. No sé por que preguntas. Sabes las respuestas.


lunes, 26 de febrero de 2007



Resbala por tu piel el agua como te hidrata el deseo.
Piensas en ello, pero no tienes certezas ni conclusiones.
No tienes más que el chorro de agua que enfría o calienta,
que cala o eriza cada poro de tu piel.
Ese chorro que juega contigo,
que adormece en la medida en que es capaz de transmitir placer,
que adormece en la medida en que es capaz de transmitir calor.
Lo demás es demás, no tiene importancia.

Alucinas rojo en soledad.
Sujetas tus rodillas dispuestas a saltar.
Vence la gravedad o muere en silencio.
Pero hazlo ya, no hay espera ni esperanza.
Para ti.
Para mí.
Para nadie.

jueves, 22 de febrero de 2007



La lluvia empapa los escalones y huelen a ti. Huelen a pelo mojado, a tierra y a agua, a razón primera. No sé si suben o bajan, como no sé qué quiero que hagan. No sé adónde llevan ni deseo saberlo. Solo quiero recorrerlos pensando en ti, en lo que me evocan y me evocas, en lo que somos.

Benedetta sei tu, Maria,
fra tutte le donne, Maria!
E benedetto è il frutto, Maria,
il frutto del tuo seno, Gesù.
Maria, tu hai creduto!


Suena la música y las voces, pero mi cabeza está aún en otro lado. Tengo en mente aún esos escalones y sus remembranzas. María en este momento me da exactamente lo mismo. Resuenan aún en mis oídos tus pisadas y en mi olfato tu olor. La oscuridad. La compañía prometida. La complicidad.

E com'è mai che la madre del Signore
viene presso di me, e com'è mai?

Perché appena ho sentito la tua voce
qualcosa si è mosso dentro di me,
il mio bimbo ha esultato di gioia!


La belleza del italiano en femenino pugna por imponerse; no sabe lo difícil que es, por lo menos en este momento. Lo de los idiomas me pasa a menudo: me llegan más las palabras cuanto menos las entiendo. Aún así, ahora no quiero entenderlo, dejaré que las palabras me empapen como el agua a los escalones, como el alma se me empapó en su día de sentimiento.

lunes, 5 de febrero de 2007


“A Horacio le gustaba controlar el tiempo. El atmosférico no, ese le daba exactamente igual, el arbitrario que marcan los relojes. Sí, arbitrario, que el tiempo no deja de ser una convención, cómoda en ocasiones, terrible la mayoría de las veces. Se supone que responde a fenómenos astronómicos de siempre pero, por supuesto, esos períodos planetarios están redondeados, sería absurdo que el día durara 23,9345 horas (o veintitrés horas y cincuenta y seis minutos) más o menos, pues las desviaciones de la media tanto en el ecuador como en los polos (más convenciones) son de varias horas arriba o abajo. ¿Y cada hora? Sesenta minutos, claro. Exactamente. Y estos en sesenta segundos. ¿Un acuerdo entre los que se regían por un sistema decimal y los que lo hacían por uno duodecimal (recordad oh lectores aquello del máximo común divisor y del mínimo común múltiplo, aunque sólo sea para poder decir que al fin le habéis encontrado una utilidad)? ¿por ser sexagesimales nuestros amiguitos los mesopotámicos? ¿por joder sin más? Ni idea, pero lo importante es que no hay una razón clara, lógica y científica para ello. Y de los trescientos sesenta y cinco días del año o los veintiocho, veintinueve, treinta o treinta y un días de cada mes mejor ni hablar.

Pero estábamos en que a Horacio le gustaba controlar el tiempo. Estaba obsesionado, para ser justos. Tenía la costumbre de calcular automáticamente cualquier medida de tiempo en minutos o incluso en segundos. Así, si alguien le decía que faltaban dos meses para que sucediera algo, Horacio casi instintivamente pensaba que faltaban ochenta y seis mil cuatrocientos minutos o incluso cinco millones ciento ochenta y cuatro mil segundos. Al principio, esta práctica le había ocasionado no pocos problemas. La gente que le rodeaba comenzaba tomando como una simpática manía el que les “cantara” la conversión de cualquier cifra temporal que le dijeran. Poco después, la “simpática manía” pasaba a ser considerada una “un poco cargante excentricidad”, para transformarse en “un irritante hábito” y finalmente suponer “un asqueo constante, se te quitan las ganas de hablar con él, si es que en algún momento existieron”. Lo más sorprendente tal vez fuera que la excusa para no prestarle atención más utilizada era el tristemente célebre “lo siento, no tengo tiempo”. Poco a poco Horacio se fue dando cuenta de que sus amigos, conocidos e incluso familiares poco menos que huían despavoridos cuando empezaba con sus cálculos mentales, así que dejo no de hacerlos pero sí de verbalizarlos.

El asunto llegó a su máxima expresión cuando Horacio empezó a hacer también conversiones de tiempo en diferentes lugares. Empezó a (esto sí que siempre mentalmente) calcular las horas en los distintos países primero y en ciudades después. De este modo, cuando alguien le preguntaba la hora, contestaba la que correspondía al sitio donde estaba pero por dentro contestaba: y las no sé que en Londres y las no sé cuantos en Tel Aviv o en San Petersburgo o en Pretoria o en Ouagadougou. A veces le entraban dudas: ¿debería calcular la hora solar real o conformarme con las oficiales? Inquietudes de ese calibre le generaban una angustia tan incómoda como ridícula. Horacio estaba preocupado por estos accesos de ansiedad porque le hacían darse cuenta de que su obsesión temporal no era normal, no podía ser sana. Y menos siendo plenamente consciente de que se dejaba llevar por algo acordado arbitrariamente –o casi- por personas que no conocía de nada y que le importaban (tanto ellos como sus ideas o sus decisiones o como las capitales africanas) menos todavía. Pero precisamente si algo tienen en común todas las obsesiones son su absoluta futilidad, su descorazonadora inconsistencia. Si se apoyaran en algo real, si tuvieran sentido, si cualquiera pudiera compartirlas o al menos comprenderlas, serían diferentes, no serían obsesiones, serían evitables.

Horacio muchas veces se había planteado buscar ayuda, incluso siquiátrica, pero la mezcla de vergüenza a contar su problema y de miedo a que le confirmaran que no tenía cura, le habían hecho desistir hasta entonces. Hasta que conoció a Laura. Lo primero que le llamó la atención de ella fue que nunca, y nunca es nunca, usaba reloj. Y no es que fuera una de esas personas (todos conocemos alguna) que no usa reloj pero fríe a quien tiene al lado preguntándole la hora cada diez minutos. Tampoco era que fuera capaz de calcular la hora por la luz solar o fijándose en los cientos de relojes que con el disfraz de mobiliario urbano pueblan cualquier ciudad. No, Laura daba la sensación de estar por encima del tiempo o, al menos, por encima de la necesidad de saber la hora. Horacio se inclinaba más por pensar lo primero. Además, otra de las características de Laura era su infinita paciencia con las rarezas ajenas. Ella se consideraba a sí misma tan mediocremente vulgar (o vulgarmente mediocre, lo mismo da) que todo lo que salía de la norma en la gente que frecuentaba le parecía algo envidiable y, de alguna forma, admiraba esa capacidad de los excéntricos (fuera en el grado que fuera) de suponer una sorpresa aunque no siempre fuera agradable.”

Ahmed dejó de leer y bajó al patio a rezar. Se arrodilló en la alfombrilla y esperó a que llegaran el resto de vecinos. Una vez que hubieron llegado todos, al unísono, en dirección a La Meca, comenzaron la oración:

La ilaha ila allah, Mujámmad rasulu'llah


Baruc, casi al mismo tiempo que Ahmed, dejó de leer y comenzó a rezar, en este caso en soledad.

Shemá Yisraél, Adonáy elohéinu, Adonáy Ejád:
Barúj shem kevód
maljutó leolám vaéd



Un fuerte estruendo interrumpió la oración de Ahmed y sus vecinos. Un avión israelí había bombardeado el edificio de al lado, al parecer, dentro se escondían terroristas islámicos. Supongo que con sus mujeres y niños, que a buen seguro, sobre todo los niños, eran terroristas también o tendrían pensado serlo. O si no estaba bastante claro, serían daños colaterales. Supongo.

Una explosión en la calle interrumpió la oración de Baruc. Un suicida palestino había hecho explotar su carga en un autobús lleno de opresores imperialistas judíos. Junto con sus mujeres y niños, pero éstos seguro que en un futuro tendrían previsto seguir oprimiendo a su pueblo. O eso o serían más daños colaterales.

Baruc y Ahmed, Ahmed y Baruc, no pudieron evitar pensar que, desde luego, el tiempo es relativo y arbitrario. Unos tienen más tiempo que otros.

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La ilaha ila allah, Mujámmad rasulu'llah: Alá es el único Dios y Mahoma su profeta.

Shemá Yisraél, Adonáy elohéinu, Adonáy Ejád:
Barúj shem kevód
maljutó leolám vaéd: 
Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Bendito sea el nombre de Su glorioso Reino por siempre jamás.

jueves, 1 de febrero de 2007


Tan seguro estaba de que eras tierra que solo hice correr por mis venas agua de lluvia y sol, mezclado con la sangre sí, pero no me importó esa sangre. Esa sangre repleta de puntos suspensivos, de futuro y de incertidumbres.

Tan seguro estaba de que eras tierra que solo me preocupé de que nadie te pisara, de que nadie te pasara por encima. De que fueras tierra abonada de sentimientos, nada más. Y nada menos.

Tan seguro estaba de que eras tierra que solo tuve fe en tus frutos, aquellos que tus arrugas, como surcos de arado, prometían.

Tan seguro estaba de que eras tierra que solo negué lo innegable y nombré lo innombrable. Descuidé lo que no debía y algunas cosechas se echaron a perder.

Tan seguro estaba de que eras tierra que solo deseé ser enterrado en ella.