Tengo un amigo pop, es decir, le gusta el pop, escucha pop y se siente pop. Como no podía ser de otra forma, me recomendó un bar pop. Uno de esos garitos con pretensiones que creen que colgando un par de láminas de Warhol o de Lichtenstein en las paredes, poniendo asientos tapizados en eskay rojo oscuro y pinchando a los Strokes ya son pop. Un antro de esos con cócteles supermodernos y repletos de gente con flequillo y gafas de pasta. Vamos, que me sentía tan fuera de lugar como si en la barra de acero cromado hubiera estado Jenna Jameson haciendo un crucigrama o como si en el diminuto escenario recitara el I Ching Patrick Bateman. Cuando le expliqué a mi amigo que me sentía en otro mundo (hay otros mundos pero están en éste) me miró muy serio y me dijo:
- Es que tú no eres pop.
A punto estuve de retirarle automáticamente el saludo y meterle mentalmente en el mismo saco que a todos los capullos de galería de arte contemporáneo y chaquetas con coderas que nos rodeaban cuando comprendí que era cierto. No soy pop. No lo soy por lo menos en el concepto chungo-yanki-proeuropeo que se estilaba por allí. El pop en España nunca fue Warhol. Ni Almodóvar, por más que se empeñen los nostálgicos de la movida. Aquí la sopa Campbell no deja de ser una curiosidad con sabor a rayos y los copos de avena siempre se los han dado a los caballos, al menos cuando había caballos. Las mallas de Pepi, de Luci o de Bom eran más seudopunkis londinenses que neoyorkinas arty. Nunca hemos untado tostadas con jarabe de arce ni le hemos rendido pleitesía a su majestad la mantequilla de maíz.
En España el pop o lo pop ha sido (y es) otra cosa. Dame una tasca con buenas tapas y cerveza fría o un rioja y un pincho de morcilla. Dame un camarero con conversación y un par de habituales acodados en una barra mugrienta. Dame diez o doce bocazas de bar, treinta o cuarenta borrachos habituales y conocidos o cincuenta tías sinceras. Dame Rastro un domingo por la mañana, dame una charla eterna y fumada, dame una barra de pan recién hecha y una tableta de chocolate sin leche. Dame todo eso y te cuento lo que es pop.
- Es que tú no eres pop.
A punto estuve de retirarle automáticamente el saludo y meterle mentalmente en el mismo saco que a todos los capullos de galería de arte contemporáneo y chaquetas con coderas que nos rodeaban cuando comprendí que era cierto. No soy pop. No lo soy por lo menos en el concepto chungo-yanki-proeuropeo que se estilaba por allí. El pop en España nunca fue Warhol. Ni Almodóvar, por más que se empeñen los nostálgicos de la movida. Aquí la sopa Campbell no deja de ser una curiosidad con sabor a rayos y los copos de avena siempre se los han dado a los caballos, al menos cuando había caballos. Las mallas de Pepi, de Luci o de Bom eran más seudopunkis londinenses que neoyorkinas arty. Nunca hemos untado tostadas con jarabe de arce ni le hemos rendido pleitesía a su majestad la mantequilla de maíz.
En España el pop o lo pop ha sido (y es) otra cosa. Dame una tasca con buenas tapas y cerveza fría o un rioja y un pincho de morcilla. Dame un camarero con conversación y un par de habituales acodados en una barra mugrienta. Dame diez o doce bocazas de bar, treinta o cuarenta borrachos habituales y conocidos o cincuenta tías sinceras. Dame Rastro un domingo por la mañana, dame una charla eterna y fumada, dame una barra de pan recién hecha y una tableta de chocolate sin leche. Dame todo eso y te cuento lo que es pop.