viernes, 28 de noviembre de 2008

Tengo un amigo pop, es decir, le gusta el pop, escucha pop y se siente pop. Como no podía ser de otra forma, me recomendó un bar pop. Uno de esos garitos con pretensiones que creen que colgando un par de láminas de Warhol o de Lichtenstein en las paredes, poniendo asientos tapizados en eskay rojo oscuro y pinchando a los Strokes ya son pop. Un antro de esos con cócteles supermodernos y repletos de gente con flequillo y gafas de pasta. Vamos, que me sentía tan fuera de lugar como si en la barra de acero cromado hubiera estado Jenna Jameson haciendo un crucigrama o como si en el diminuto escenario recitara el I Ching Patrick Bateman. Cuando le expliqué a mi amigo que me sentía en otro mundo (hay otros mundos pero están en éste) me miró muy serio y me dijo:

- Es que tú no eres pop.

A punto estuve de retirarle automáticamente el saludo y meterle mentalmente en el mismo saco que a todos los capullos de galería de arte contemporáneo y chaquetas con coderas que nos rodeaban cuando comprendí que era cierto. No soy pop. No lo soy por lo menos en el concepto chungo-yanki-proeuropeo que se estilaba por allí. El pop en España nunca fue Warhol. Ni Almodóvar, por más que se empeñen los nostálgicos de la movida. Aquí la sopa Campbell no deja de ser una curiosidad con sabor a rayos y los copos de avena siempre se los han dado a los caballos, al menos cuando había caballos. Las mallas de Pepi, de Luci o de Bom eran más seudopunkis londinenses que neoyorkinas arty. Nunca hemos untado tostadas con jarabe de arce ni le hemos rendido pleitesía a su majestad la mantequilla de maíz.

En España el pop o lo pop ha sido (y es) otra cosa. Dame una tasca con buenas tapas y cerveza fría o un rioja y un pincho de morcilla. Dame un camarero con conversación y un par de habituales acodados en una barra mugrienta. Dame diez o doce bocazas de bar, treinta o cuarenta borrachos habituales y conocidos o cincuenta tías sinceras. Dame Rastro un domingo por la mañana, dame una charla eterna y fumada, dame una barra de pan recién hecha y una tableta de chocolate sin leche. Dame todo eso y te cuento lo que es pop.

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jueves, 20 de noviembre de 2008


Con una cerveza en la mano a medio beber y tres frases colgadas en el aire sobrecalentado del bar - es que noviembre viene frío -, me fijo en ella. De pié, apoyada en la pared, no parece afectarla lo más mínimo ni la temperatura ni mi forma de mirarla. Está acostumbrada a que la observen, supongo, está habituada al ojo ajeno, escrutador a veces, reprobador las más. No se mueve, no frunce una ceja siquiera, parece puesta por el ayuntamiento, ese de las obras mastodónticas y la piel de cordero. Me pregunto si forma parte de alguna extraña performance, de alguna nueva parida seudocultural de profundo significado para el artista y el que lo subvenciona y que tiene escaso sentido o valor para el ocasional espectador.

Se acerca un tipo, la desnuda con los ojos, le hace un gesto. Ella ni se molesta en cambiar de postura, temple infinito, debe saber que no hay nada que hacer. Y así es, el impertinente sigue su camino, su errar sin rumbo. Es el quinto hombre que se para sin que ella haga nada. Pasarán muchos más, es de esperar. Y ella continuará igual, así pase el tiempo, así la noche dé la bienvenida a la mañana, porque no existe, no es, no ha estado aquí. No hay nadie apoyado en esa pared pintada y ruinosa. No es más que una estatua, con sangre en las venas, sí, con hielo en el corazón y fuego escondido en la entrepierna (ese no lo vende ni lo regala, lo reserva para quien ella quiera), con tristeza infinita y con más horas atrás que por delante, con tanta determinación como hermosura, cruel hermosura que todavía no la ha abandonado del todo. Siempre estará ahí apoyada. Para que yo la mire y ella se ría por dentro.

miércoles, 12 de noviembre de 2008


La mañana me recibe con cielo de acero y frío del que traspasa todo. Me gustan los días así, amenazando lluvia pero sin llegar a concretar la amenaza. Pequeñas nubes de vapor salen de mi boca y se mezclan con las de los demás transeúntes y el aire espeso y sucio de esta ciudad de fin de siglo continuo que me ha tocado vivir. Llego al aeropuerto con tiempo de sobra y me refugio en una de esas acogedoras jaulas para fumadores. Una docena de tipos tan grises como el día y el color del humo de sus pitillos levantan la vista al verme llegar: solidaridad entre enfermos, supongo.

Acabado el cigarrillo, me siento en una incomodísima butaca azul e irremediablemente me fijo en la extranjera que tengo sentada delante: edad indefinida aunque los cuarenta no los cumple, camiseta de tirantes (un abrigo largo y negro reposa en el asiento de al lado) y uno de los cuerpos más tatuados (si las generosas porciones de carne visible no engañan) que he visto cara a cara. Tengo la costumbre, desde hace ya tiempo, de observar el aspecto de los desconocidos. Es un cierto afán cotilla, aunque realmente su vida real no me importa lo más mínimo. Es mucho más divertido imaginar ruindades y felicidades, sucesos pasados, presentes y futuros, basándome sólo en sus rostros, en sus rasgos o en su forma de vestirse y moverse. Tampoco me preocupa demasiado lo atinado de las deducciones, toda vez que nunca tendré manera de confirmarlas. La mujer tiene el pelo rubio teñido, gusta del maquillaje exagerado (en el sentido de ir más pintado que maquillado, es decir, es estética, no importa lo obvio que resulte que se lleva la cara pintada) y ve con mirada profunda, la ruta 66 en cada ojo. Lleva en cada arruga cien kilómetros de asfalto tan gris como el día y en cada pestañeo cae al suelo el polvo de cien carreteras. Me extraña verla sentada en un aeropuerto, tiene más pinta de viajar en moto que en avión, pero supongo que si está aquí procedente de esa América tan profunda como a ratos atractiva (atractiva como ella) tendrá que haber venido de algún modo.


Por un instante (o fueron diez o fueron mil) traté de imaginar cómo habría sido su vida, qué le habría pasado, cuántos guiones de película podrían escribirse con su pasado y cuántos generaría su futuro. Ella se dio cuenta de que la estaba mirando, no podía ser de otro modo. Algunas mujeres cuando se dan cuenta de que las observan, se avergüenzan y evitan el cruce de miradas; otras se irritan, se enfadan. La mujer de la vida tatuada sonrió, me miró a su vez y estuvimos un rato (o fueron horas o meses) charlando y bebiendo café. Yo con leche fría y azúcar, ella por descontado solo e hirviendo (soy un blando). Sirven mi café demasiado caliente y, por lo que aprecio en su cara, el de ella demasiado frío. El café como excusa, azúcar por intercambio.

Me gustan las mujeres como ella, a años luz de ser guapas, a kilómetros de responder al absurdo y estúpido estereotipo de imbécil delgada y preferiblemente rubia (que sea idiota, que no moleste hablando, que estamos para lo que estamos). Me gustan las mujeres con aspecto de tener cosas que decir, mujeres hacia las cuales la atracción sexual viene después de la conversación y antes de la siguiente conversación. Mujeres de verdad, personas de verdad, con algo que contar, con algo más que curvas. Que sean como ella, como la del tatuaje infinito, como la de los ojos cielo y la sonrisa experta. Mujeres grises o rojas, rubias, morenas, tatuadas o no, mayores o jóvenes, delgadas o menos delgadas pero mujeres, al fin y al cabo, que lo sean. Ellas por si solas justifican la lengua quemada y la nostalgia.

martes, 4 de noviembre de 2008

Ando buscando no sé el qué, ando persiguiendo algo que no conozco. En estas primeras etapas estoy seguro de que lo que peor llevaré serán las agujetas fruto de la falta de costumbre, la inactividad pasará factura. Recorro con la mente lugares comunes, me empapo o lo intento de influencias que sumen y trato de descartar las que no lo hagan.

El cansancio me roba aliento y me siento a recuperarlo. Miro los árboles, casi desnudos ya (lo hacen al contrario que las personas, casi como si su invierno fuera nuestro estío o es que nos hemos vuelto todos locos). Esqueletos que revivirán en meses, extienden sus dedos huesudos al cielo, implorando algo, pidiendo disculpas por ser caducos.

Mi paseo me lleva a la “Contemplación del jubilado”: deporte comparable a la “Observación y denuesto de la obra callejera” que practican ellos mismos con tanta asiduidad como sus otras obligaciones les permiten, es decir, casi siempre. Me pregunto si al igual que ahora, sin haberlo pretendido, me reconozco cada día más parecido a mi padre, cuando tenga su edad también caeré en esa apología del consejo no solicitado. Confío en que no, pero nunca se sabe. También confío en no ser un viejo verde y hace años confiaba en no ser gruñón y cascarrabias y… ya ves.

Pero decía que comenzaba el viaje persiguiendo algo. Estoy seguro de que lograré encontrarlo.

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