miércoles, 23 de septiembre de 2009


Estaba llorando. Montada en bicicleta, sola, con aparentemente poco más de seis o siete años, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Era un llanto suave, era un llanto que desbordaba sus ojos pequeños sin aspavientos, sin sonido casi. Intenté acercarme pero, con una mirada cargada de desconfianza, aceleró y pronto estuvo demasiado lejos. Vivimos tiempos paranoicos, posiblemente algún adulto tan bienintencionado como repleto de televisión, la había aleccionado contra los contactos con desconocidos. No tengo ni idea de qué podía pasarla, no parecía perdida, no parecía asustada.

Con el llanto de la cría todavía en la cabeza llegué a casa. No podía quitármelo de la mente. Su desconsuelo en una mirada tan limpia, su tristeza que se me antojó infinita, marcaron ya el resto del día. Pero, lamentablemente, el trabajo y su flexible horario no perdonan, de modo que me cambié de ropa y me dispuse a levantar el país, un poco más en cada jornada. Aún con todo, la imagen de la niña estuvo permanentemente ahí. Cuando volvía a casa, ya casi de noche, iba buscándola con la mirada, preguntándome si seguiría por allí (aunque lo sabía imposible). De alguna forma, esperaba verla y confiaba en no hacerlo.

Busqué sus lágrimas y encontré otras muchas, demasiados sollozos escondidos detrás de tantas miradas. Femeninas y de las otras. Cada lloro evidente y más los ocultos fueron venciendo mi ánimo pero ninguno como el recuerdo de la angustia matutina. La gente llora mucho, incluso a veces con motivo, pero duele contemplarlo en esos ojos tan pequeños. Los de la cría, tan parecida en la forma (no en el fondo) a la Rizos, aunque eso era lo de menos… Imaginé que aquella personita había seguido con su dolor. Imaginé que no habría podido levantar aquella losa. Supuse, con la certeza que dan las lágrimas, que el lloro duró más de lo necesario (siempre lo hace). Quise creer que enseguida, al poco de desaparecer de mi vista, habría encontrado algo o alguien que restañara las gotas que la empapaban las mejillas, que la hiciera borrar de la memoria el daño. Olvidarlo rápido, como olvidan los que tienen el alma limpia, aunque tengan los ojos rotos.

miércoles, 16 de septiembre de 2009


Hay muchos tipos de manchas, como hay muchos tipos de manos. Hay algunas indelebles, las hay figuradas, las hay producto de la vejez, las hay consecuencia de todo tipo de actos. Hay algunas que están sucias por el trabajo duro o por la pobreza más o menos absoluta. Pero esas se limpian con agua. Existen otras manchas, más profundas, que no se limpian por más que las frotes, por más que las friegues…

Las manos manchadas son un poco como todo. Obedecen a tantas razones como manos. Me asustan las que parecen limpias, las que parecen inmaculadas. Son las más peligrosas, son las que sin que nadie se lo espere se desnudan del todo y, de repente, muestran su verdadera cara. La podrida. Son manos que en ocasiones han acariciado con ternura, han levantado caídos, han curado enfermos, del cuerpo y del alma. Pero son manos que engañan o lo intentan.

Hay manos que no engañan a nadie, son directas, son francas. Son manos que da gusto coger, manos que apetece tener entre las tuyas. Manos que enseñan la piel, que demuestran calidez. Me gustan las pieles limpias, las despojadas de artificio, las que van de frente. Me gustan las manos activas, que hacen y dejan hacer, expresivas... Me parecen atractivas las delgadas, de dedos largos, cuidadas pero con vida. Me gustan sus manos, me gustan tus manos. Porque son tuyas, entre otras cosas.

martes, 8 de septiembre de 2009


Diamanda Galás pone voz a este poema de Miguel Huezo...

Si la muerte viene y pregunta por mí
haga el favor
de decirle que vuelva mañana
que todavía no he cancelado mis deudas
ni he terminado un poema
ni me he despedido de nadie
ni he ordenado mi ropa para el viaje
ni he llevado a su destino el encargo ajeno
ni he echado llave en mis gavetas
ni he dicho lo que debía decir a los amigos
ni he sentido el olor de la rosa que no ha nacido
ni he desenterrado mis raíces
ni he escrito una carta pendiente
que ni siquiera me he lavado las manos
ni he conocido un hijo
ni he emprendido caminatas en países desconocidos
ni conozco los siete velos del mar
ni la canción del marino
Si la muerte viniera
diga por favor que estoy entendido
y que me haga una espera
que no he dado a mi novia ni un beso de despedida
que no he repartido mi mano con las de mi familia
ni he desempolvado los libros
ni he silbado la canción preferida
ni me he reconciliado con los enemigos
dígale que no he probado el suicidio
ni he visto libre a mi gente
dígale si viene que vuelva mañana
que no es que la tema pero ni siquiera
he empezado a andar el camino


Y es cuando le ves las orejas (aunque sean ajenas) a la parca cuando te das cuenta de lo poco que se puede decir y lo bonitas que son las teorías...