jueves, 31 de mayo de 2007

Las manos que te regalan son como las flores que te acarician. Las sensaciones que provocan ambas son un tríptico de amor, dudas y deseo. Te das cuenta de ello cuando esas manos no te rozan o cuando no recibes más flores. Entonces, las echas de menos, más allá de lo que cuidaste el lienzo que componían. Entonces ya es momento de recordar en vez de disfrutar. Es momento de hacer trastabillar a las lágrimas con buenos ratos.

Yo te mandaría un ramo de dedos de mano cariñosa con lirios blancos para que te acordaras del mar y del viento y de la arena que pisabas descalza, dejándote lamer por ella. Te enviaría un manojo de besos con una orquídea púrpura en el centro para que te acordaras de los susurros, de las palabras y de los brazos que abrazan. Con una tarjeta, no podía ser de otro modo, en blanco: un acertijo facilito.

Las flores muertas –todas las arrancadas lo son, por cara que sea la floristería dónde las compras, por bonito que sea el parque donde las cortas- endulzarán tu entierro con su empalagoso aroma. Pero te habrás ido y de poco servirá el evocar tus días, tus ojos y tus labios. Te habrás marchado y mis manos no podrán ya retirarte el pelo de los ojos ni sentir palpitar tu cuello bajo mis dedos. Te habrás marchado pero sé, estoy seguro, que finalmente nos encontraremos en otro lugar, un sitio dónde las flores olerán a vivo, dónde el dolor será una risa en la distancia.


miércoles, 30 de mayo de 2007


Desayuno café con azúcar de sueños no cumplidos y tostadas de histeria con mantequilla de aburrimiento.
El coche me lleva solo, él también se ha acostumbrado.
Llegaré tarde hoy también y no pasará nada.
No me sorprende que tenga tantas ganas de trabajar.


martes, 29 de mayo de 2007



La Rizos sigue creciendo y cada vez tiene menos. Sigue con el pelo de estrella de juguete pero la tijera se ha llevado parte del apodo en cada mordisco. No tiene ninguna importancia, no será lo único que no dure siempre. Por desgracia.

Su lengua de trapo, sigue siéndolo, se ha hecho torbellino de ideas atropelladas y no para nunca. Si sueña a la velocidad que habla no me sorprende que tenga pesadillas. Por cierto, hay que tener el alma de hada para que los protagonistas de tan horribles sueños sean los ponis. Pero no animales que mueren o que muerden o que hacen daño de alguna forma. No, no: ponis en general, que por otro lado, despierta no le producen ningún temor. Pero es lo que tienen los duendes, que son así aún dormidos.

Se ha vuelto coqueta, con el tiempo y ya posa como la que se sabe buscada por un objetivo de cámara de amores correspondidos. Aún es caprichosa y se impone, por más que intentemos que no sea así. No le hace falta pero es pronto para que se dé cuenta.

Es dulce sin empalago e inteligente sin caer en la sobreactuación. Ensaya palabras, canciones, armonías. Se queda con lo que le gusta pero no descarta el resto. Es lista, lo bastante como para abrir más puertas de las que cierra, como para escuchar aún más de lo que habla.

Sus besos de cría pequeña hacen que mayo no muera en junio y dure para siempre. Saben a primavera y a piel limpia. Duelen de ausencia cuando no se prodigan y dejan la indeleble marca de lo que no te puedes permitir malgastar. Y puede estar tranquila: no la vamos a perder.

-----------------------------------------------------------------------------------------------

A Marta de nuevo.


lunes, 28 de mayo de 2007


El hombre sin sombrero se abotona la gabardina a la luz de las farolas. Apura un cigarrillo y lo aplasta con el pie derecho, siempre con el pie derecho. Llueve despacio como el tiempo en un reloj viejo. El hombre sin sombrero encoge los hombros y sigue caminando. Sus pensamientos se diluyen y difuminan unos con otros igual que el agua disuelve el polvo del aire. Tiene la mente llena de barro y el paso decidido. No sabe cuánto rato lleva andando ni le preocupa. Evita paraguas y codos anónimos con los que ni siquiera intercambia una mirada, no ya una palabra. En alguna parte un violín aúlla dolorido y su chirriar se mezcla con el ruido de la lluvia y los motores –y algún claxon– de los coches que desafían atascos de vuelta a casa.

El hombre sin sombrero se concentra en su objetivo y observa. Fija sus ojos en algunas personas con las que se cruza –ellos tampoco llevan sombrero– y hace que rápidamente vuelvan la mirada y encojan sus cuerpos buscando calor ante el hielo súbito que les congela la espalda, de los riñones al cuello. El hombre sin sombrero es un tipo peligroso: eso dicen sus ojos azules y su piel curtida. Eso cuenta cada arruga que surca su cara, cada gesto. Es una impresión, nadie sabe nada. Nadie adivina qué esconde su mirada desafiante, qué ocultan las marcas de su cara. Nadie podría decir por qué es peligroso o incluso si solamente es un estremecimiento injustificado sin más.

Ya ha dejado de llover y la mujer sin nombre consulta su reloj. Intranquila se asoma a la ventana, buscando una señal, buscando un signo que la serene. “Me reconocerás fácilmente en cuanto me veas, no te preocupes” le había dicho el desconocido. “Las presencias son tan características como las ausencias”. Enigmático, lo bastante raro como para excitar su imaginación y lo suficientemente cotidiano como para no despertar sospechas.

La mujer sin nombre sabe a lo que viene el desconocido, por eso está preparada. Hace mucho tiempo que lo sabe, antes incluso de hablar con él por teléfono la primera vez, de ahí su seguridad. No hace que esté menos nerviosa pero ayuda a sobrellevarlo. Recuerda perfectamente cómo han sido otras citas: frías, distantes, tan lejos de lo soñado que dolería – dolería mucho – si no fuera porque hace tiempo que no espera realmente nada, aunque cada nuevo encuentro la haga pensar que será diferente.

La mujer sin nombre rememora aquel contacto inicial, no es difícil, solo han pasado unos meses. Agosto. Jueves por la tarde. Una de esas tardes de verano de calor sofocante. Una de esas tardes en las que el aire quema y el sexo resulta incluso refrescante, aunque sólo sea por la evaporación del sudor compartido. Está sola, así que de sexo -al menos compartido- nada de nada. Dormita en el sillón anestesiada por la fantástica televisión vespertina. Esos son los únicos programas que no cambian demasiado en verano. La tábula rasa cerebral del espectador medio a esa hora no permite bajar más el listón de calidad, como sí sucede en el resto de franjas horarias del día.

La mujer sin nombre se levanta del sillón y enciende su portátil y se conecta al mundo exterior, desnudo e indiferente a las necesidades ajenas. Abre algunas páginas, con desgana, buscando algo que la saque de la hastiada somnolencia que la maltrata. Sin querer, o queriendo, nunca se conocen bien los senderos del ánimo humano, llega a una página de esas en los que la gente intercambia opiniones y ciberfluidos. Un chat. Uno de esos – todos o cualquiera – dónde el nombre de las salas tiene la única función de saber en cual de ellas estarán previsiblemente los apodos con los que te has escrito anteriormente. Da lo mismo que la sala se llame “Camelot”, “Cine Actual”, “Cibersexo”, “Videojuegos” o “Cultura Con Ñ”. Todas son “Cibersexo”, con su mezcla especial de salidos intentando onanismos desesperados, chicas buscando lo mismo (las menos), chicas hartas de espantar a los primeros (las más) y un subconjunto del primer grupo haciéndose pasar por el segundo. La mujer sin nombre no busca nada de eso, tan solo remedio a corto plazo para una soledad nunca escogida y siempre difusa.

Al principio desconfió. Era extraño que recibiera el mensaje privado justamente en el momento en que estaba a punto de abandonar internet, en su enésimo intento de entretenimiento vacuo, toda vez que trescientos cincuenta y seis “hola k tal? K yevas puesto?” en sus infinitas variaciones, con más o menos faltas ortográficas, desaniman a cualquiera. Era raro que le llegara el mensaje en ese preciso instante, tan inverosímil como sus palabras: “Soy el hombre sin sombrero. Me gusta tu no-nombre. Espero que con el tiempo nos conozcamos lo suficiente como para desentrañarnos mutuamente”. Sin más. El mensaje destilaba una cierta arrogancia pero era tan distinto de todos los demás, tan seguro de sí mismo, que reprimió las ganas de no hacerle caso y contestó. Con recelo pero con curiosidad creciente, la relación entre ambos “carentes” (como le gustaba a él llamarla) fue desarrollándose. En un principio fueron tanteando temas bastante banales y descubriendo las muchas cosas que tenían en común: soledad, ganas de conocer a otra persona, hartazgo de ese mundo en el que se habían descubierto pero que no les había saciado antes en absoluto... por supuesto también tenían intereses culturales y de ocio comunes, pero esos – para un trato puramente epistolar – eran lo de menos.

Una noche, muchos ratos robados al sueño después, la mujer sin nombre se encontró un correo electrónico que de nuevo la sorprendió (e infundió miedo, todo hay que decirlo): “Hace tiempo dijiste que te gustaría que nos fuésemos conociendo poco a poco, por partes, sin prisa. He pensado tomarte la palabra en lo de por partes: envíame una fotografía de una parte de tu cuerpo, la que quieras, la que más te guste o la que más odies, en la que se vea sólo esa parte. Yo haré lo mismo. Besos, el hombre sin sombrero”. Dos semanas estuvo sin atreverse a enviarle nada.

El hombre sin sombrero se desliza entre las casas del barrio viejo. Recorre las aceras, demorándose lo menos posible. Busca una calle, un piso, una ventana con la señal propuesta. Por un momento duda. El hombre sin sombrero no tiene miedo –nunca lo ha tenido- pero le intranquiliza el pensamiento de que quizá se haya equivocado: a lo mejor no es la cita correcta, no es la persona adecuada. Lleva un tiempo buscando y ahora que parece que la ha encontrado, no desea tener que volver a empezar de cero. Sabe que quien le espera no siempre fue tan decidida. Le costó un mundo dar cada paso y esa mezcla de timidez vencida y pudor olvidado le excita y le preocupa al mismo tiempo. Espera que a última hora no se eche atrás, no lo ha hecho antes (aunque la intranquilidad y la duda le ha acompañado todo el tiempo) y no tiene porque hacerlo ahora, pero...

El hombre sin sombrero recuerda también las primeras fotos que intercambió con la mujer sin nombre, las dos semanas que estuvo esperando recibir la primera, la emoción al mirar esa imagen, nada erótica pero asombrosamente explícita: un dedo corazón, extendido en una mano cerrada. Un gesto fácil de interpretar equivocadamente, una expresión que parecía ser la primera y la última entrega de la anatomía de su propietaria. Pensó que se había enfadado, que aquella fotografía sería lo más que obtendría de ella. El texto que acompañaba el envío tampoco ayudaba demasiado: “Ahí tienes. Espero que disfrutes mirándola tanto como yo haciéndola”. Tan escueto, tan frío. Pero se equivocaba. Había sido una pequeña broma, al día siguiente recibió otra foto muy parecida, prácticamente igual pero con la uña mordida. Y como texto: “la uña mordida es el resultado de no recibir respuesta, por no recibir la tuya, la respuesta prometida”. Con una carcajada, el hombre sin sombrero fotografió su brazo izquierdo y lo envió.

Tras darle muchas vueltas, la mujer sin nombre decidió enviar las dos fotos del dedo corazón, con la inquietud de si, cuando las recibiera, el hombre sin sombrero entendería la broma. La imagen del brazo izquierdo resolvió el enigma. El problema es que ahora esperaría una nueva foto y al haber roto ya el hielo, esa segunda era mucho más difícil. El hombre sin sombrero había enviado su brazo, ¿qué pretendería a cambio? La mujer sin nombre optó por recurrir al fetichismo más común o a uno de los más comunes: los pies. Desnudo el derecho, con tacón fino el izquierdo. Uñas pintadas de sangre y vértigo en punta.

Y, de ese modo, poco a poco, por partes como estaba acordado, los dos desconocidos fueron explorándose paulatinamente, sin prisa. Sus conversaciones fueron haciéndose más profundas, más íntimas y personales y al mismo tiempo que desnudaban sus cuerpos y se enviaban el resultado, fueron despojando sus almas de artificios y enviándoselas también en trozos cada vez más grandes. La mujer sin nombre no podía evitar imaginar, con cada fotografía, como sería físicamente el hombre sin sombrero y con cada vez más frecuencia -y más pasión- satisfacía su deseo masturbándose y recreándose en el uso que se le podría dar (cuando el sexo es simbólico y se humedece en el icono, más irreal, más morboso se vuelve el pensamiento) a cada porción recibida, tanto de la mente como del cuerpo del extraño. Hasta que llegó el momento del primer contacto real, la primera llamada de teléfono, la primera conciencia de que detrás de unos dedos (y de unos brazos, unos pies, piernas, torso, sexo) había una persona de verdad. Con todo lo que eso tiene de atemorizador y excitante, de difícil y de apasionante. No tardaron mucho más en concretar una primera cita que sería en casa de ella por razones que ninguno de los dos se explica. Tal vez es importante para que la mujer sin nombre se sienta más segura –piensa él-, tal vez implique un esfuerzo extra que demuestre que se va en serio –opina ella-.

El hombre sin sombrero llega por fin a la calle que busca. Se respira el olor a tierra mojada tan característico de después del chaparrón. Se han formado algunos charcos sin importancia que darán juego a los críos del barrio mañana. Ha terminado de hacerse de noche y, aunque no es demasiado tarde, la gente ha optado por recogerse en sus casas. La televisión, tan nutritiva en estos tiempos que corren, sustituye más de una cena y muchos ratos de compañía. También cercena soledades o al menos las aplaza para el día siguiente. El hombre sin sombrero sabe que a poco que se dé bien la cosa, no necesitará hoy del frío aparato, ni para consumir su incomunicación elegida ni para conciliar el sueño.

La mujer sin nombre sigue asomada a la ventana. Desde abajo no puede vérsela pero continúa vigilante, sin perder detalle de cada persona que se acerca a su portal o que deambula por la calle. En el último rato el número de ambos tipos de transeúntes ha disminuido radicalmente y ahora mismo resulta francamente sencillo mantener la vigilia. Aún persiste el temor que la ha acompañado estos días, desde que se concretó la cita hasta hoy. No es tanto miedo porque pueda pasarla algo; de una forma tan estúpida y ciega como infantil, confía en el desconocido. No le cree mala persona, no le espera peligroso. Nadie que se dedica a descuartizar desconocidas es tan retorcido ni tan elaborado como para hacerlo partiendo de un plan como el que les ha llevado hasta donde están. Nadie tan loco o tan enfermo oculta tan bien sus verdaderas intenciones. Nadie tan psicópata es capaz de las ternuras susurradas acariciando teclas que la mujer sin nombre rememora una y otra vez. O en eso confía, eso se repite en una especie de mantra desquiciado –todos lo son en realidad-, en un bucle de repetición sin fin, evocado para proporcionar seguridad. El pánico que le atenaza el estómago es a que las cosas no vayan bien, a que no funcionen como espera, cómo ella querría que lo hiciesen. Es un miedo mucho más pedestre, mucho más real, que le congela las entrañas y le anuda la voluntad. ¿Y si después de todo no le atraigo lo bastante? ¿Y si a pesar de las fotos no respondo a la idea que se ha hecho de mí? ¿Y si a pesar de los meses de conversaciones, no le caigo bien, no “conectamos”? ¿Y si a última hora... Hay mil preguntas, quinientas cincuenta y tres dudas y sólo dos posibles respuestas.

La mujer sin nombre no cree estar enamorada. ¿Cómo se puede una enamorarse de alguien sin conocerle más que por correos electrónicos? El hombre sin sombrero no es más que una voz al teléfono, unas palabras más o menos bien escritas en una pantalla, un apodo bastante absurdo después de todo, una pila de fotos en un disco duro (e impresas en papel muchas de ellas, incluso hay una “reconstrucción” casi de Shelley escondida en un cajón del dormitorio, con papel celo en lugar de costurones quirúrgicos e imaginación haciendo de rayo donador, de relámpago creador de vida). No es nada más que eso. Nadie podría enamorarse de una idea, de una entelequia en el fondo, de un auténtico desconocido, del que no se sabe cómo piensa en realidad, cómo siente, cómo se mueve, cómo huele. No, la mujer sin nombre no está enamorada y un desconocido se acerca a su portal con una gabardina mojada. Un desconocido alto, bastante alto, con dos ojos azules lavados a la piedra que miran un segundo hacia arriba, hacia la ventana dónde otros ojos menos vaqueros, castaños, más de otoño, escrutan la oscuridad rota por la luz que baña la entrada al portal. Un desconocido con la piel curtida y una caja en una bolsa. Un desconocido que lleva esa bolsa como si fuera un regalo, una bolsa, una caja, con forma de sombrero, aunque eso no podría jurarse en la distancia. No, la mujer sin nombre no está enamorada, ni mucho menos, no podría suceder semejante cosa dada la situación. Si pudiera ser eso lo que siente, quizá el miedo le impediría abrir la puerta al llamar el desconocido, quizá no estaría dispuesta a verse –sentirse- rechazada otra vez. Quizá si fuera amor no querría arriesgar ese sentimiento -bastante puro, bastante platónico en el fondo- por el temor a no ser correspondido, quizá se comportaría con la inmadurez del que rechaza para no exponerse a ser rechazado. Pero no, no está enamorada, se repite a sí misma una y otra vez. No está enamorada pero no abre la puerta. No contesta a las llamadas, trata de esconderse del mundo, de huir al interior, de fingir su ausencia, pero una sombra en la ventana la delata. El hombre sin sombrero ve esa sombra y comprende. Lo comprende todo. Deposita con infinito cuidado, con enorme delicadeza, la bolsa al pie del portal y se marcha. Ni una sola vez mira atrás pero en sus ojos –al igual que sucede tras la ventana que le observa, roja de cobardía, enmudecida de vergüenza- comienza de nuevo a llover con la cadencia del aguacero. Y una nueva arruga marca sus caras, envejecidas por tormentas pasadas, por chubascos sucesivos.



Nota: La fotografía de este post está extraida de www.petekarici.com

martes, 22 de mayo de 2007



Soy yo, sí, ese soy yo. Soy el ala de cera de un Ícaro alcoholizado y escéptico, la espina en la garganta, la que no se traga con miga de pan, la llama de la vela que no se apaga soplando, que no reacciona ante el apretón de dos dedos desconocidos. Soy el grado extra, la nube que cambia de forma, la luna nueva, la luna llena que crece, que engorda, que se empapa de sangre en verano y se congela en invierno.

Soy yo, sí, aquel que recuerdas cuando los demás olvidan. Soy la onda de la piedra que cae en el río, soy el pez que no boquea fuera del agua y soy el légamo del fondo, el remanso estancado y el torbellino, la superficie metálica y la poza sin fondo. Soy raro pero conocido. Frecuente en lo infinito.

Soy yo, sí, la escalera del ático, el peldaño del patíbulo, la trampilla que se abre al ahorcado, la planta raquítica, la tierra estéril que recoge su semen. Soy la escayola del ánimo, la sortija del divorciado, el fruto podrido que decide no pudrir el cesto. Soy tus sueños, tu memoria y tu REM. Soy la lis del escudo, el blasón de tu alma, el león rampante de tu corazón. Soy todo eso y poco más.

Soy yo, sí, el idiota del centro de la foto desenfocada. Soy la arcada, soy la náusea, los dedos en la garganta. Soy una especie de Alex DeLarge de pueblo. Soy el vómito ante la violencia y la violencia al mismo tiempo. Soy la anorexia y la bulimia. Soy lo atávico, soy lo falso. La madera de la moneda, la avería sin garantía, la mentira. Soy el subidón de adrenalina del embustero. Soy el fraude, el robo del cleptómano, la euforia del timado que aún no lo sabe, el ojo ciego del sobornado. Soy todo lo dudoso, todo lo kitsch. Que coño, soy Las Vegas.

Soy yo, sí, la mala noticia, la arista que evitas. Soy el cáncer infantil, el alzheimer a los quince años, la aguja doblada, la espada sin filo del banquete de bodas. Soy la radio que nunca se sintoniza bien, el argumento inconexo de una aburrida película de supuesto arte y ensayo. Soy todo lo inútil, todo lo absurdo.

Soy todo eso, sí, todo eso soy. Soy lo que soy y soy así. Ten cuidado con lo que eliges.


viernes, 18 de mayo de 2007

Todo es tránsito y el presente no existe. El pasado se agarra a tus tobillos hinchados y no consiente que el futuro termine su metamorfosis. Kafka era un loco y un tullido mental, no sabía de que hablaba. La gente no cambia, no crece, no evoluciona. Siempre es igual, todo es igual. Aparentemente todo se transforma pero en la esencia permanece, inmutable. Es la energía, es el vómito del cielo, es el rayo.

Tú sabes que es así, aunque nunca te lo hayan explicado. Las escuelas, amiga, no lo enseñan todo, es más, últimamente no enseñan casi nada. Te dirán, te hablarán de la escuela de la vida. Otra mentira más sacada de algún barato y gastado libro de autoayuda. La vida solo enseña como NO vivirla. Otro tránsito, esta vez es el último, hacia la no-vida.

La muerte tampoco existe, sabes, no puede morir lo que nunca estuvo vivo salvo en un truco del lenguaje. Las células se transforman y la vida (otra palabra con trampa) termina tal y como la conoces. Nada más. Es ridículo sufrir por si habrá algo más o no, nadie sabrá nunca nada y nada importará. Y lo que de verdad importa, que es tarde y él no llega, tampoco puedes cambiarlo. Ni solucionarlo.

No es la primera vez que lo hace, ¿verdad?, ni será seguramente la última. Pondrá alguna estúpida excusa (siempre son excusas) y tú le creerás como una idiota. Una idiota enamorada a la que otra vez dejarán plantada. Te llamará a última hora y emprenderás la vuelta a casa, sola. Te jurarás a ti mi misma que no volverá a pasar pero en el fondo de tu alma (esa sustancia inexistente que se empeñan en buscar y que nunca será encontrada) sabes que se repetirá. Y tendrás la misma sensación de tristeza infinita. Tan triste como la seguridad del cambio (del tránsito) cuando sabes que no hay tal.

viernes, 11 de mayo de 2007


Tus palabras se clavaban en mi pecho, tan sutiles como el agua helada en la cara. Cuando la niebla se instalaba en tu mirada, era mejor no hacerte demasiado caso. Eras de prontos, de ataque frontal y rabia fácil. Pero no me importaba demasiado. Hubo un tiempo en el que me dolía cada arremetida, cada grito, cada insulto. Hoy ya no. Has perdido ese poder.

Tus palabras apedreaban mi alma, tan delicadas como una puñalada en el estómago. Cuando te ponías en ese plan, era más fácil no escuchar, esperar a que la tormenta se calme. Me concentraba entonces en recordar los momentos buenos, los besos dulces, las miradas tiernas. Normalmente lo conseguía.

Tus palabras herían mis recuerdos, tan cariñosas como una patada en la entrepierna. Cuando decidías ser apasionada era mejor quitarse del medio, confiar en que tu ciclotímica actitud diera la vuelta ella sola. Oír sin escuchar, sin procesar información, como un Amstrad de los primeros, en cuatro colores y en el Basic más Basic.

Hoy estás ahí tumbada esperando que llegue el momento, que todo termine. Cuando suceda, besaré tus ojos y lameré los lóbulos de tus orejas, con cariño desbordado, procurando que las palabras que susurre, que serán lo último que oigas, sean la nieve en marzo y la luna en primavera. Trataré de que todo lo que te lleves en ese último recuerdo, en el postrero te quiero, sea tan blanco como las nubes que te gustaba observar. Intentaré que no haya más dolor, que no haya más palabras lacerantes, que no haya más llagas mal curadas. Lograré que viajes tranquila y dulcemente a lo que sé que te espera. Con los brazos abiertos.

martes, 8 de mayo de 2007



Eras noche, noche de agosto, reparadora. Nunca fuiste oscura ni fría, pero las sombras te acompañaban, te echaban su brazo por los hombros en una camaradería tan íntima que asustaba. Pero siempre supiste conjurar el miedo en tu sonrisa abierta de luna y estrellas. Una sonrisa que titilaba con decenas de luces, que hacía acogedora la tiniebla. Así te conocí y así te he recordado siempre: cuando con los bolsillos llenos de vaho y el rocío corriendo por las venas me miraste. Tenías los ojos de color madrugada y el pelo lacio y sereno, castaño y largo. Sentí un escalofrío pues me pareció que mirabas sin ver pero que en el fondo llegabas más allá. Me pareció que entendías, que comprendías y perdonabas, que me dabas de algún modo otra oportunidad, otra ocasión de felicidad, aunque fuera para volver a meter la pata.

Propusiste con aquella mirada un mundo muy lejano al de Bécquer. Un mundo que rozaba el de un Palahniuk enamorado o el de un Bukowski abducido por Frank Capra. Una mirada tangente a la locura pero con una promesa de cariño y ternura impropias de dicha demencia. Un amor, eso sí, sin empalagos, sin subidas de azúcar, sin diabetes inducidas. Un amor deliciosamente indecente y a la vez morbosamente honesto. Sin límites y sin redención, ni falta que le hacía. Una promesa que por un momento me hizo dudar.

Pero huí. Volví la mirada hacia otro lado, mucho menos placentero y peligroso. No quise entrar en el juego que proponías, no quise compartir mi dolor antiguo ni repetirlo. Sería estúpido decir que fue para ahorrarte nada. No fue por ti ni fue por mí. Fue por tu profundidad, por tu interior que adiviné tan cómodo, tan cálido, tan distinto, que no me atreví a dar más pasos. No fue por tu ceguera, fue por la mía.