Lisboa. Siete de la tarde. Tras un largo paseo por el casco viejo termino visitando el monumento a los descubridores. Tiene un curioso aire soviético en su estética, podría perfectamente ser un homenaje bolchevique a aquellos hombres que descabezaron la Rusia zarista, aquellos asesinos (los verdugos son tan criminales como los propios a los que condenan o ajustician) bienintencionados en principio y que terminaron pervirtiendo y asesinando incluso sus propios ideales. Solo sobra el mar infinito y gris de otoño, sería un pegote en Moscú.
Trato de desentrañar esa Lisboa tan decadente o más que Berlín pero infinitamente más sucia. Llueve con persistencia y las paredes de los edificios chorrean tristeza y melancolía, como si los ladrillos dieran rienda suelta a sus emociones y no pudieran contener más sufrimiento. De vuelta al hotel me detengo a beber oporto en el primer bar que encuentro. Un bar con fados de fondo, con portuguesas recias y morenas y ese aire de profundidad que solo se encuentra ya en la España más profunda o en el corazón de la lusitania vecina.
Tengo ganas de llegar a casa ya. Tengo ganas de regresar al otro día a día, tengo ganas de verte y de desentrañarte a ti, mirándote a los ojos y de dejar de soñar contigo para vivirte de nuevo cada día. Tengo ganas de dejar de verte mezclada en las paredes, como cubierta de fachada, disimulada en cada rincón, porque tengo ganas de tocarte, de acariciarte como las lágrimas del oporto acarician el vaso, de quemarme la garganta contigo en vez de con vino, de embriagarme de piel y sentimientos. Y será entonces cuando pueda comprender la melancolía y la saudade infinitas de estas calles, de estos suelos irregulares, de estas paredes manchadas de hollín añejo. Será entonces cuando de nuevo tenga perspectiva.