martes, 17 de mayo de 2005

Autor desconocido


Este relato fue publicado por su autor en el foro de relatos eróticos de petardas el 17 de mayo de 2005

Soy, por lo general, hombre tranquilo. No se me altera el ánimo fácilmente. No soy persona de dejarse aturdir por los acontecimientos. Al menos, no normalmente. Sin embargo, hay ocasiones en las que mantener la templanza es poco menos que imposible y un poco más que demasiado. Es en esos momentos difíciles cuando se debe demostrar la fortaleza de espíritu, aunque en ocasiones es francamente irrealizable, siempre digo que hay que tratar de tender a ello. Es en esos arranques, de los que no me siento especialmente satisfecho, cuando suceden las cosas más inesperadas, los acontecimientos más imprevisibles, aquellos que, en realidad con deleite, recordamos después durante años.

Mi vida ha estado jalonada de ellos. Mis recuerdos de infancia repletos de olor a pólvora de pistones, de travesuras brutas, agresivas, impensables hoy en día, cuando lo más radical y peligroso que hacen los niños, es jugar a la Play Station.

Mi adolescencia, llena de juegos que en su día se nos antojaban pícaros y que hoy no sonrojarían a una monja de clausura. Los primeros besos, siempre robados. Los primeros manoseos, a escondidas del mundo, más dulces por el placer de lo secreto que por lo sensual de sus torpezas.

Mi juventud, los primeros amores “serios”, la melancolía de las primeras decepciones también “serias”, las bravuconadas, el ansia de vivir deprisa y esa velocidad que decae cada una de las cien veces en que crees haber dado con la persona adecuada, esa con la que creen tus padres que por fin sentarás la cabeza. Hasta que la encuentras y entonces tus padres piensan, y te repiten otras cien veces, que con esa persona no debes sentar la cabeza. Y, a la sazón, lo haces. Echas la vista atrás y te engañas diciéndote que no echas de menos aquellos días. Te convences de que en realidad amas esa tranquilidad y llega un día en el que echas de menos esa juventud, si no perdida sí atenuada. Y empiezas a recordar como sucedió todo.

Fue aquel día, ¿recuerdas?. Llovía. Diluviaba. Llovía como si nunca hubiese llovido antes. Lo que empezó como un suave chispeo, no tardó en convertirse en un aguacero con todas las de la ley. Gruesos goterones que se deslizaban por los tejados, las farolas, mojándolo todo; convirtiendo la ciudad, antes arrasada por el calor, en un horno humeante y brillante.

Paseaba tranquilamente por la calle, camino de casa. Entonces te vi. Andabas rápidamente bajo el chaparrón, que empapaba tu cuerpo. Sentí celos de esa lluvia. De cómo te amaba. Sentí celos del agua que acariciaba tu cuello, que besaba tu cara, entreteniéndose en tu pelo.

Rodaban los goterones por tus mejillas, aplastándote el pelo y turbando tus ojos. Sentí celos de las gotas que resbalaban por tu espalda, por tu pecho, formando pequeños remansos al recorrerlos, al rodearlos. De esas frescas gotas que endurecían tus pezones marcándolos bajo la fina tela de tu blusa. La caricia del agua inesperada, cuando no piensas en caricias sino en llegar a casa a disfrutar de más agua, aunque caliente después. Me pregunté si no llevabas sostén o si era la lluvia quien te lo había desabrochado. Vi como el agua transparentaba levemente la tela haciéndote parecer más frágil, más desnuda, silueteando tu figura. Delgada pero no excesivamente. Deseable, sin duda. Tu cuerpo temblaba de frío y de esfuerzo por la caminata. Tiritabas y quise abrazarte. Quise entregarte mi alma allí mismo, para que te calentaras. Pero seguías siendo del agua.

Deseé ser ese líquido que suavemente masajeaba tu cintura, deteniéndose –supongo- en tu ombligo. Quería mimarte como lo hacía la lluvia. El pantalón, rebosante, ceñía tus piernas embelleciéndolas más si cabe y se formaban pequeños charcos bajo tus pies, dispuestos a descansar, ahítos de deseo. En los charquitos se iba disolviendo tu aroma, tu esencia, tu persona toda. Pensé en recogerlos, no dudes. Pensé que si no los recogía, serías tú la que se licuara, fundida para siempre con el agua.

Deseé ser jugo que rozara tus piernas, mojando tu pubis que quise imaginar empapado de otros fluidos. Deseé amar tu cuerpo, deteniéndome en cada rincón como la lluvia hacía. Deseé que aquella lluvia que te abrazaba, que te inundaba colmándote, fueran mis dedos, mis manos, mi sexo. Deseé ser líquido, caído del cielo, como poderoso maná que alimentaba tu tú y deseé que siguiera lloviendo siempre para poder seguir contemplándote más segundos, pues fueron sólo unos segundos los que te vi. Segundos suficientes para desearte, para amarte siempre.

Deseé poseerte y que me poseyeras, como te poseía el agua, acelerando tu marcha tanto como tu respiración. El corazón desbocado, el paso enjuto y rápido, el destino... ¿El destino? El destino hizo que te viera. El destino hizo que yo sí llevara paraguas. El destino nos cruzó y fue el destino (y el agua) el que hizo que te ofreciera cobijo, refugio, descanso y el reposo del sexo. El destino hizo que me pidieras acompañarte a tu casa. No vivías lejos, dijiste. Cómo negarme. Quizá allí me consentirías ser lluvia...