Un comentario en “El amor nos hace eternos” sobre la duración de la ternura me ha obligado a recordar a Cecilio y María. Ya fallecidos ambos, vivían justo en el piso de arriba por lo que era bastante frecuente el cruzarme con ellos tanto en el ascensor como entrando o saliendo del portal. Nunca supe exactamente su edad, nunca me dijeron cuanto tiempo llevaban juntos ni ningún detalle de sus vidas. Les supongo matrimonio por cuestiones de edad y épocas, por complicidad y actitudes estoy seguro de que llevaban mucho tiempo juntos.
Siempre me pareció impresionante (y deseable) la forma en que Cecilio miraba a María, el modo en el que le sujetaba la puerta –siempre- para que pasara delante de él, la manera más o menos casual de rozarse las manos. No era extraño verles pasear, no era raro observarles cogidos de la mano, no era insólito –en ellos- que se besaran en público. Nada de eso les era ajeno por más que no sea corriente contemplarlo en ancianos: aún sin saber la edad estoy seguro de que cuando les vi por vez primera los setenta quedaban más lejos que los ochenta.
Hoy hace dos años que murió Cecilio. Casi seis meses que falleció María (ellas siempre viven más). Las lágrimas con las que ella me informó de la muerte de su esposo no se me olvidan, la serenidad con la que lloraba, derramando sin aspavientos, tampoco. La entereza en sus palabras, la seguridad con la que hablaba del sitio que su Ceci (nunca fue Cecilio para María, o al menos él se quejaba un poco en broma de eso) le estaba preparando para cuando ella decidiera acompañarle –no estaba todavía dispuesta, decía- a aquel lugar, las flores que él ya habría plantado, el café recién hecho… todo ello con la voz rota, destrozada por el dolor y con una, sin embargo, sonrisa dulce en la boca. Dulzura sin empalago, dolor sin medida, pero con la esperanza más allá del sufrimiento.
Hoy hace seis meses que no he hablado con ella y dos años que no me cruzo con él. Hoy hace ya demasiado tiempo que no envidio la devoción de cada gesto entre ellos, demasiado tiempo ya sin verles y sin pensar en Cecilio y María más que lo justo. Hoy, justo hoy, comprendo que la ternura puede ser infinita, puede ser perpetua.
Siempre me pareció impresionante (y deseable) la forma en que Cecilio miraba a María, el modo en el que le sujetaba la puerta –siempre- para que pasara delante de él, la manera más o menos casual de rozarse las manos. No era extraño verles pasear, no era raro observarles cogidos de la mano, no era insólito –en ellos- que se besaran en público. Nada de eso les era ajeno por más que no sea corriente contemplarlo en ancianos: aún sin saber la edad estoy seguro de que cuando les vi por vez primera los setenta quedaban más lejos que los ochenta.
Hoy hace dos años que murió Cecilio. Casi seis meses que falleció María (ellas siempre viven más). Las lágrimas con las que ella me informó de la muerte de su esposo no se me olvidan, la serenidad con la que lloraba, derramando sin aspavientos, tampoco. La entereza en sus palabras, la seguridad con la que hablaba del sitio que su Ceci (nunca fue Cecilio para María, o al menos él se quejaba un poco en broma de eso) le estaba preparando para cuando ella decidiera acompañarle –no estaba todavía dispuesta, decía- a aquel lugar, las flores que él ya habría plantado, el café recién hecho… todo ello con la voz rota, destrozada por el dolor y con una, sin embargo, sonrisa dulce en la boca. Dulzura sin empalago, dolor sin medida, pero con la esperanza más allá del sufrimiento.
Hoy hace seis meses que no he hablado con ella y dos años que no me cruzo con él. Hoy hace ya demasiado tiempo que no envidio la devoción de cada gesto entre ellos, demasiado tiempo ya sin verles y sin pensar en Cecilio y María más que lo justo. Hoy, justo hoy, comprendo que la ternura puede ser infinita, puede ser perpetua.