viernes, 28 de julio de 2006

Autor desconocido

Estoy seco. La pertinaz sequía (sólo la lluvia puede ser tan pertinaz como la sequía, según los próceres de la meteorología) que asola el país –exceptuando, claro está, los campos de golf y las piscinas de la Moraleja, Marbella o cualquier otro centro de nuevos o viejos ricos-, me ha afectado al cerebro. Miento en realidad. No estoy tan seco. Simplemente la combinación de falta de tiempo e ideas mínimamente alejadas del más burdo patrón me hace renunciar a escribir. Al menos por el momento.

Hacía tiempo que no me sucedía esto y, claro, ya se me había olvidado. La puta tensión (siempre puta, siempre inflexible, siempre dispuesta a atenazar mis dedos) de saber que has de escribir y no puedes. Y lo intentas incluso de manera grosera, tratando de reproducir en líneas más o menos inspiradas lo que se te pasa por la cabeza o por los huevos que para el caso vienen a ser lo mismo. Y te das cuenta de que la musa (esa especie de hada húmeda que llena tus ensoñaciones) se ha ido de vacaciones sin dejar ni una jodida nota de despedida (la musa es otra puta, desagradecida además). Dicen los escritores de prestigio (si es que los hay, que después de todo, nunca se sabe) que cuando te abandona la inspiración, te queda la transpiración. Es decir, cuando no se te ocurre una mierda de idea, hay que recurrir al oficio. Así que me dispuse a ello. Cogí con pinzas una idea que tenía casi olvidada y me dispuse a tirar de ella. Iba a escribir un relato policíaco, chusco pero policíaco al fin y al cabo:

“Gritaba a un volumen francamente insoportable mientras cabalgaba sobre su miembro. Alcázar decidió no pensar en ello y concentrarse sólo en el orgasmo que sabía que estaba a punto de llegar. Agarró con fuerza sus bastante caídas tetas y trató de moldearlas hasta darle o devolverle la forma original, cosa que no consiguió más que con la izquierda, así que se asió con firmeza y aceleró el ritmo. Ella continuó gritando como si algo la desgarrara por dentro. Alcázar quiso pensar que se sentía destrozada por la dureza y el grosor de su polla, aunque dado lo poco que percibía la fricción, tuvo que reconocer en su fuero interno que no podía ser así. ¿Quizá era otra cosa lo que la desgarraba? Decidió comprobarlo más tarde pues ahora los “sigue, cabrón, me estás matando” estaban comenzando a matarle a él. Finalmente se corrió, apartó a la mujer a un lado y pudo encender un cigarrillo. Ella se levantó y fue al baño. Desde la cama, Alcázar podía oír correr el agua. Pensó en cómo gritaba la muy zorra hacía un momento y en los treinta euros que le habían costado el dolor de cabeza que ahora tenía y el triste placer proporcionado. Se vistió y se fue a la comisaría.

- Entonces, señorita, me decía que aquel hombre abusó de usted...
- Señora, si no le importa.
- De acuerdo, señora entonces. ¿Abusó de usted o no?
- No, no exactamente.
- ¿Cómo que no exactamente? Pero ¿no me ha dicho que después del acto sexual, usted cayó desvanecida?
- Sí, sí, pero eso no quiere decir que abusara de mí. Él no me forzó en ningún momento. Yo tenía tantas ganas como aquel muchacho o más. Lo que pasa es que hay cosas que una no puede aguantar, por eso me desvanecí.
- Y, cuando despertó, descubrió que la había robado. Eso ya nos lo ha dicho. Pero, ¿por qué le sobrevino el desvanecimiento? O el desmayo o lo que fuese.
- ¿Qué por qué me desmayé? ¿qué cree? Si piensa que una esta acostumbrada a, humm, semejante... Es que era enorme, detective, era realmente muy grande.
- Inspector, si no le importa. ¿Cómo que muy grande? ¿A qué se refiere con muy grande? ¿Cómo de grande? ¿Cómo un calabacín tal vez?– dijo el inspector Alcázar, mientras se humedecía los labios ligeramente con la punta de la lengua.
- Pues sí, quizá fuera como un calabacín pero de los grandes, de los enormes –dijo, visiblemente incómoda -. Debía medir por lo menos cincuenta o sesenta centímetros de largo. Y, desde luego, no menos de ocho de diámetro – respondió la mujer separando las manos con el objetivo de que el inspector pudiera hacerse una idea de lo que estaba diciendo.
- ¿Sesenta centímetros de largo? – exclamó Alcázar casi cayéndose de la silla del estupor por lo que poco después casi se levantó de nuevo – Pero ¡qué dice!, buena mujer. Eso es imposible.
- Que no, que no. Que mi marido que en paz descanse decía que la suya medía al menos veinte y ésta era, por lo menos, tres veces la de mi marido.
- Bueno, vamos a ver, dejemos aparte la cuestión del tamaño –sonrió el inspector, que empezaba a hacerse una idea del conflicto dimensional de la interrogada-, cuénteme por favor que fue lo que la hizo el sospechoso, porque no creo yo que se desmayara sólo con verla...
- Pues no, inspector, claro que no, pero, qué quiere usté que le cuente, no voy a entrar en detalles... – contestó ella, bajando la mirada y ruborizándose levemente.

La señora, manifiestamente nerviosa, había acudido hacía un rato a la comisaría del barrio a denunciar el robo de un dinero que tenía guardado en su casa. El inspector Alcázar, que aquel día –para no variar- no había dormido nada bien, se esforzaba en entender lo que la buena mujer decía, pensando más en la razón por la que tenía que tocarle a él semejante caso estando tan cerca el momento del traslado que había pedido años atrás. Y, ahora que se lo habían concedido, que pretendía empezar una nueva vida en lo que a lo policial se refiere, se encontraba con aquello.

- Sí, sí. Por supuesto que necesito que entre en detalles. Usted quiere que detengamos a ese hombre ¿no?, pues necesito todos los detalles que pueda darme. – El inspector se acomodó en la silla pensando en lo que a aquella mujer menuda y ya con bastantes años le habría podido suceder.
- Es que los detalles me dan mucho pudor, pero... bueno, si eso puede ayudar a detenerle...
- Claro, por supuesto que sí. Ya me ha dado su descripción, así, un poco por encima... veamos... alto o al menos más alto que usted –dijo Alcázar levantando la vista del papel de la declaración y fijándose en el escaso metro sesenta de la interrogada -, pelo castaño, ojos marrones, el típico español... complexión normal...
- ¿Qué dice de complesión normal? Si a usté le parece normal el aparato que gastaba el muchacho...
- No, no. Complexión normal, es decir, ni delgado ni grueso, ni excesivamente fuerte ni lo contrario, eso significa complexión normal.
- Ah, me había asustado al decir lo de normal, porque, vamos, mi Vicente que en paz descanse era muy hombre, muy macho, y ni por asomo se parecía su “cosa” desnuda a semejante instrumento.
- No dudo de su Vicente ni de su virilidad, la de él – se apresuró a añadir Alcázar. Bueno, ¿se ratifica usted en su anterior declaración? ¿quiere añadir algún detalle que se le haya escapado? ¿algún lunar, tatuaje, marca de nacimiento o algo así?
- No, no vi nada de eso.
- ¿Se ratifica entonces?
- Lo haría si supiera lo que quiere decir con eso.
- Pues que si mantiene su declaración acerca de la altura, complexión, etc. del sospechoso.
- ¡Cuidado que habla raro! ¡Otra vez con la dichosa complesión! Pues sí, me rectifico.

Alcázar estaba bastante harto de tener que explicar casi cada palabra que decía a casi cada denunciante. Era uno de los motivos de su petición de traslado a otro barrio con mayor nivel cultural y delitos de otro tipo. En el distrito donde trabajaba, la combinación de miseria, paro y droga marcaba en demasía la clase de infracciones que se cometían.

- De acuerdo. Entonces, dígame, ¿qué fue lo que hicieron?
- Pues resulta que salía yo del mercado, había ido a comprar lo del día, cargada con dos bolsas en cada mano y llegó ese muchacho...
- ¿Qué edad aproximadamente tendría? –interrumpió Alcázar.
- Pues exactamente no lo sé. Ah, pero dijo usté aproximadamente... unos treinta y tantos o treinta y muchos o cuarenta y pocos.
- Sí, o cincuenta. Entonces no era tan muchacho.
- Bueno, por lo menos veinte años más joven que yo si era...
- Vale, continúe.
- ¿Dónde estaba? Ah, sí. Salía del mercado y se me acercó y se ofreció a llevarme las bolsas. En un principio desconfié, no le conocía del barrio y ya se sabe que hoy en día una tiene que andarse con ojo, que hay un violador en cada esquina o eso dicen en la tele.

El inspector pensó en las probabilidades reales de que alguien estuviera dispuesto a violar a semejante personaje. Bajita, rozando los setenta años mal llevados, con el tinte de pelo generalizado a esa edad, sin estilo ni clase ninguna...

- Bueno, no sé yo si a su edad es cómo para darle muchas vueltas al tema éste...
- Ya, eso me dicen mis hijas, pero quite, quite, que hay mucho degenerado suelto.
- De acuerdo, prosiga por favor. Me estaba diciendo que se brindó a llevarle las bolsas.
- No sé si brindó o no, no lo creo, yo no vi ninguna copa, desde luego. Porque digo yo que si el chico hubiera llevado en la mano alguna copa yo me habría fijado, eso si que llama la atención, puede usté jurarlo, pero no, no llevaba nada en las manos. – Alcázar estaba empezando además de impacientarse a demostrarlo -. Bueno, que sí, que eso fue lo que hizo – continuó la mujer como si no fuera con ella-. Como parecía buena persona y pesaban un montón, se las dejé llevar hasta el portal de mi casa. Una vez allí, le dije que las podía dejar en el ascensor y ya luego yo sola las metía dentro, pero él insistió en acompañarme hasta arriba. Yo no sé decir que no, por eso me pasa lo que me pasa, que vamos, a mi edad tiene una que pasar unas cosas... Así que subimos juntos hasta casa. En el ascensor, me preguntó que cómo me llamaba, yo le dije que Remedios y él se acercó y me dio un par de besos en las mejillas, pero muy cerca de las voceras de la boca. Yo pensé que sería por como son ahora los jóvenes de alocados y todo eso, pero al salir del ascensor, me agarró de la cintura invitándome a pasar yo primero.
- ¿Y usted no le preguntó a él su nombre?
- Pues la verdad es que con la emoción y la vergüenza por lo de los besos y eso, no se me ocurrió.
- ¿Y a pesar de lo inapropiado del gesto de cogerla por la cintura, no dijo ni hizo nada?
- Pues no, tampoco le di más importancia. Oiga, ¿no creerá que yo voy por ahí provocando ni dejándome tomar por la cintura por cualquiera?
- Yo ni creo ni dejo de creer nada, ¿qué más sucedió?
- Pues como había sido muy amable llevándome las bolsas todo el camino, le invité a pasar a casa y le pregunté si quería un vaso de agua o una cola o algo. Por supuesto que si llego a saber como era, digamos, más íntimamente, le iba yo a ofrecer una cola. Me dijo que prefería agua, lógico, y nos sentamos un momento en el salón mientras se la bebía. De repente él me soltó que era muy guapa y que qué suerte debía de tener mi marido de estar casado conmigo. Yo me puse un poco colorada y le expliqué que era viuda y que mi marido hacía cuatro años que había muerto. Él me cogió la mano, dijo que lo sentía mucho y me acarició despacito los dedos mientras me decía eso.
- Pero usted se daría cuenta de las intenciones de aquel hombre, ¿no, Remedios?
- Pues mire usté, una tiene ya muchos años y desde que enviudé, he echado tanto de menos el contacto con los hombres que me engañé a mí misma convenciéndome que lo que decía aquel hombre era verdad y que no había segundas intenciones, ni terceras ni cuartas, ni quintas....
- Vale, vale. Y después de que le cogiera la mano ¿qué pasó?
- Pues que comenzó a besarme y aunque al principio me resistí un poco, después me dejé llevar. Me desabrochó la blusa y comenzó a besarme todo el cuerpo mientras continuaba bajando con las manos para quitarme la falda. Cuando me quise dar cuenta, estaba ya desnuda e intentando desabrochar el pantalón del mozo.
- Vamos al grano, ¿eh?. Bien, ¿y después?
- Después aquel desconocido me...
- ¿Qué? Dígame, no se me ponga tímida ahora. Recuerde que todo esto es con el objetivo de poder echar mano a ese facineroso – Alcázar disfrutaba con la situación casi tanto como la buena de Remedios recordándolo.
- Sí, es verdad. Pues después me metió aquello y sentí una mezcla de placer, mucho, y dolor, bastante. Diría que como un sesenta por ciento de placer y un cuarenta de dolor. O un setenta treinta. Por un lado me gustaba y por otro pensaba que me iba a destrozar con aquello.
- Como por un lado y por otro, ¡no me diga, Remedios, qué también la sodomizó!
- ¿Qué si me qué? Pues no lo sé, porque enseguida me desmayé, pero no creo que me... hiciera eso que dice usté. ¡Hay que ver que guarros son ustedes los hombres! – dijo Remedios indignadísima-. Cuando me recuperé, vi que estaba sola y que mi bolso se había desparramado por el suelo. Lo recogí, pensé que el chico estaría en el baño o algo así pero me di cuenta de que faltaba el dinero. Corrí a la habitación y los cajones estaban todos tirados por el suelo. Todos mis ahorros habían desaparecido. Me lavé y me vine a poner la denuncia –terminó. Las lágrimas surcaban sus arrugas e iban humedeciéndole la cara.
- Vamos, no llore. A cualquiera podría haberle pasado lo mismo. ¿Quién no se ha encontrado con un tipo veinte años más joven que él y excepcionalmente bien dotado que le ayuda a subir la compra a casa, la seduce y después la roba?
- ¿No me cree? ¿Cree que me lo estoy inventando? –dijo Remedios, irritada – ¡Acabáramos! ¡Hasta ahí podríamos llegar! Le he dicho la verdad, ¿cómo puede pensar que me he inventado algo así?
- Le sorprendería lo que la gente es capaz de fabular. Pero sí que la creo, no se preocupe. Hemos recibido más denuncias de hechos parecidos. Lo que sucede es que hizo usted mal en lavarse antes de venir, con seguridad habrá destruido pruebas.
- Calle, calle. Si a pesar de todo lo que me he frotado aún me siento sucia por dentro.
- Bueno Remedios, no quiero molestarla más. Tenga usted mi tarjeta y si recuerda algo más, algún detalle que se le haya olvidado antes o lo que sea, me llama, ¿de acuerdo?
- De acuerdo Sr...
- Alcázar, Inspector Alcázar. - Se levantó y acompañó a la mujer hasta la puerta de la comisaría- No se olvide de venir mañana a firmar su declaración, Remedios.
- Tranquilo inspector, no me olvidaré. Hasta mañana.
- Adiós, Remedios, adiós. "

Casi podía oler la sala de interrogatorios. Estaba tan metido en la historia que las ideas llegaban más rápido que mi capacidad dactilar para transcribirlas. Cuando me asaltan estos, por lo demás raros, momentos de lucidez, no puedo parar de escribir hasta que me vence el agotamiento. Y aún después, sigo escribiendo en mi cerebro. A veces, incluso me acuerdo de lo ideado cuando me sobreviene el siguiente arrebato. Pero sólo a veces.

"Alcázar volvió a entrar y se quedó un momento pensativo. Remedios era la quinta mujer que denunciaba un robo parecido, todas de una edad semejante, viudas con buenas pensiones y vecinas del mismo barrio. A todas ellas las había cortejado y, después de acostarse con ellas en mayor o en menor medida, las había robado aprovechando o bien sus desmayos, o bien que se hubieran quedado dormidas. No había ejercido violencia contra ninguna de ellas (dejando aparte las dimensiones de su virilidad y el efecto que estas habían tenido en las víctimas) aunque claro, tampoco conocía ningún caso de ninguna mujer que se hubiera resistido a sus encantos o que hubiera despertado o vuelto en sí en pleno delito. Desde luego se encontraban o ante un pervertido que rozaba la gerontofilia o ante un delincuente listísimo al que en cualquier caso iba a costar atrapar. Envidió por un momento las series esas americanas donde por complicado que sea el caso, siempre se resuelve de la forma más favorable posible y sin que el policía protagonista tenga que despeinarse lo más mínimo. Claro que en esas series también las mujeres policía miden más de metro ochenta, tienen labios y pechos operados y están casi siempre dispuestas a dejarse seducir por los compañeros de más experiencia. Luego de dejarse seducir, se los follan y, por supuesto, no hay ningún problema al día siguiente, todo es exactamente igual que antes de la cana al aire. Recordó la última vez que se acostó con una compañera. Debió ser como veinte o treinta años atrás. Fea como el demonio (pero de color normal, roja sólo en verano, sin cuernos visibles ni rabo, gracias a Dios, si no, hubiera sido compañero) estuvo varios meses reprochándole su gatillazo y no atendió a razones: por más que él se defendió recordándole lo borrachos que ambos estaban –de no haber sido así, ¿de qué?- y el estrés que sufría por haber perdido recientemente al compañero con el que había patrullado durante diez años. Alcázar era un incomprendido por todo el mundo en general, por las mujeres en particular y por aquella compañera muy especialmente. Ni siquiera fue capaz de agradecerle que se marchara enseguida de su casa para dejarla dormir la mona y no molestarla, en vez de quedarse a abrazarla como ella pretendía. Pero ¿para qué recordar el pasado? Se dirigió hacia el joven policía que estaba pasando a limpio la declaración:

- Gutiérrez, ¿a cuánto asciende lo robado según las denunciantes?
- A unos veintitrés mil euros en total, entre las cinco. Este último robo ha sido el más provechoso, casi siete mil le ha robado a la pobre mujer.
- O por lo menos, eso es lo que ha denunciado.
- Sí, pero he comprobado que no tiene un seguro que le cubra el dinero en efectivo que pudiera tener en su casa así que no veo el motivo de mentir en eso.
- Termine de pasar eso a limpio y deje las inteligentes deducciones para mí que por algo soy inspector y llevo en la policía desde antes de que a usted le salieran los dientes.
- Sí, señor. Ya estoy terminándola.

Alcázar se puso la gabardina y salió a la calle. Caminó hacia el mercado donde, al parecer, habían comenzado todos los robos denunciados. Las sucias calles después de la lluvia de la tarde y la noche anteriores estaban más solitarias que de costumbre. No hacía demasiado frío a pesar de que febrero estaba en todo su apogeo, pero aún así los escasos peatones con los que se cruzó, apretaban el paso, para soltarlo poco después, doloridos. Sin fijarse más de lo necesario, los expertos ojos del policía escrutaron y memorizaron los rasgos más sobresalientes de las personas con las que se fue cruzando. Narices, bocas, ojos, pelo, aspecto general... todo iba quedando meticulosamente registrado en la memoria del buen observador. Lástima que al poco rato no recordara nada o casi nada de lo observado. Él siempre lo decía: si combinara mi excepcional memoria fotográfica a corto plazo con un buen bloc de notas, sería aún si cabe mejor policía. Pero siempre olvidaba el bloc de notas.”

En este punto, sonó el teléfono. Lo dejé sonar. Seguía estando inspirado. Las palabras acudían solas a mi cabeza y los dedos pulsaban autónomamente el teclado. Pero el maldito teléfono no dejaba de sonar. No tuve más remedio que levantarme y cogerlo:

- Diga.
- Buenos días. ¿El dueño de la casa está, por favor?
- No. El presidente de Cajamadrid no ha venido hoy. Yo soy solamente una de las personas que viven aquí. ¿Qué quería?
- Hum, el motivo de mi llamada es porque estamos haciendo un estudio de mercado sobre el consumo de probióticos de los españoles y me gustaría hacerle unas preguntas...
- A ver, es que yo sólo consumo prebióticos. Y normalmente ni siquiera de esos.
- ¿Y productos que ayudan a mejorar sus niveles de colesterol consume?
- No.
- ¿Alimentos con aceite alto oleico?
- Tampoco.
- ¿L-carnitina?
- Ni de coña.
- ¿Soja?
- ¿Está loca? No tomo nada de eso. Sólo drogas ilegales y muy de cuando en cuando. Antes de que me pregunte le aviso de que tampoco uso nada que lleve megapearls, colágeno injertado, extracto de ginseng o micropartículas autolimpiantes – le dije, fastidiado tanto por la insistencia de las preguntitas como por lo impertinente del momento de la llamada.

Y colgué. Colgué confiando en que mi musa no se hubiera perdido entre formulaciones absurdas y estafas variadas. Pero era tarde. Las ideas ya no fluían, supongo que encalladas entre colesteroles buenos y malos y otras absurdas moléculas tan inocuas como pretenciosos sus nombres. Decidí tirar de oficio y, por supuesto salió lo que salió:

“Hombres y mujeres, pero sobre todo mujeres, que iban o volvían del mercado. De pronto vio como un varón, de pelo castaño y unos treinta y tantos años, se paraba junto a una anciana y le decía algo. Alcázar no necesitaba ver más; acelerando el paso, llegó hasta la pareja y tomando por los hombros al sospechoso lo lanzó contra la pared más cercana. Calculó mal la distancia o sus fuerzas y el desconocido apenas quedó separado de su víctima.

- ¿Qué hace? ¿está loco o qué le pasa?
- Loco o no, tú te vienes conmigo a la comisaría –dijo Alcázar mientras se identificaba como policía y trataba de recuperar el resuello.
- ¿Qué dice? Yo no he hecho nada.
- Sólo se estaba ofreciendo a ayudarme con las bolsas – terció la señora.
- Señora, váyase a su casa y deje actuar a la policía, que yo sé muy bien lo que hago. Y tú –dijo dirigiéndose al hombre – ¿me acompañas por las buenas o prefieres que te espose?
- Le repito que yo no he hecho nada.
- Muy bien. Si así lo quieres... – Alcázar agarró por el brazo al desconocido y trató de girarlo hacia atrás para ponerle las esposas, cosa que no logró, pues aunque delgado, parecía bastante fuerte. El sospechoso se desasió con facilidad y en eso llegaron dos policías de uniforme que habían observado lo que sucedía y seguros como estaban de que el inspector no podía de ninguna manera detener a aquel hombre, salvo si él se detenía a sí mismo, procedieron a ayudarle. Fácilmente, colocaron las esposas alrededor de las muñecas del sospechoso y se marcharon los cuatro a la comisaría.

- Gutiérrez, tome nota de los datos personales de este sujeto y cuando lo tenga listo, me lo lleva a la sala de interrogatorios.
- Sí, por supuesto, inspector, enseguida.

- Gracias muchachos, le tenía ya casi dominado, pero nunca está de más contar con refuerzos.
- No hay de qué, inspector. Sólo pretendíamos ahorrarle tiempo en la detención – los dos policías se miraron y sonrieron -. ¿Necesita algo más de nosotros?
- Nada, gracias. Sólo que estéis atentos por si veis algo sospechoso por la zona del mercado, han habido muchos robos últimamente.
- Descuide, eso haremos.

Alcázar fue hasta la máquina de café y sacó uno, solo, sin azúcar, echando de menos el whisky que tenía pensado tomarse en el bar de al lado del mercado si le hubiera dado tiempo. Trató de dejar las ganas para después del interrogatorio.

- Bueno, vamos a ver. Aquí dice que se llama usted Óscar J. García Fernández, la J, ¿es de José? Es gracioso el nombre, sí.
- Pues no sé si será gracioso, pero es de Javier. Me llamo Óscar Javier y, francamente, me gustaría saber qué coño hago aquí.
- ¿Ah, sí? ¿le gustaría saberlo? Yo hago las preguntas, si no le importa. De momento está usted detenido por resistencia a la autoridad y no se me ponga tonto, qué sabe perfectamente porque está aquí. Vamos a ver, ¿dónde estaba el pasado jueves, a eso de las doce y media del mediodía?
- No lo recuerdo, la verdad. Pero si estoy detenido quiero hablar con mi abogado. Sin que esté él presente no pienso contestarle a nada.
- A ver, a ver. Hasta que tú decidiste hacerte el machote, mi intención era traerte aquí sólo para hacerte unas preguntas. Sabes de sobra que te puedo detener por resistencia, así que hagamos una cosa. Yo te hago las preguntas, informalmente, sin más. Tú colaboras y, si todo va bien, te marchas después tranquilamente de aquí y ambos nos olvidamos de la denuncia por resistirte a la detención. O si prefieres, llamamos a tu abogado, yo pongo la denuncia y te pasas unos días aquí tranquilito hasta que salga el juicio. Tú decides.
- Pero es que yo no he hecho nada. Espere, déjeme que piense... –dijo al ver al inspector levantarse y hacer un gesto a un ayudante que esperaba afuera – el jueves al mediodía... estaba con mi novia.
- Así me gusta, que colabores –respondió Alcázar, volviendo a sentarse -. ¿Cómo que estabas con tu novia? ¿dónde estabais? ¿qué hacíais allí?
- Estábamos en su casa. Suelo pasar noches sueltas allí, ella vive sola ¿sabe? A esa hora supongo que estaríamos levantándonos, estuvimos toda la noche... ocupados, ya sabe.
- Pues no, no lo sé. Ocupados ¿cómo? ¿viendo la tele? ¿charlando? ¿o...?– dejó la última pregunta en el aire.
- Sí, eso también, ¿qué cree? ¿qué nos pasamos la vida follando? No le voy a contar con pormenores mi vida sexual, ya le gustaría...
- Yo no creo nada. ¿Os vio alguien?
- Pues espero que no. A ella no le gusta demasiado eso, aunque a mí me da morbo, la verdad, y alguna vez se lo he propuesto, pero ella no quiere.
- Vale, vale, me imagino que ella podrá corroborar tu versión.
- Sí, supongo que sí.
- Nos pondremos en contacto con tu tímida amiguita, no creas que dejamos una coartada tan facilona como esa sin confirmar. Y hoy, a eso de las diez de la mañana ¿dónde estabas?
- Durmiendo, claro. Trabajo de noche esta semana así que a esa hora estaba durmiendo
- Ajá. Así que durmiendo, ¿no? Eso supongo que podrás probarlo.
- Pues es evidente que no. Estaba durmiendo solo. De todos modos, ¿por qué me preguntas todo esto?
- De usted, si no te importa, me tratas de usted. Y te repito que aquí las preguntas las hago yo.
- Creo que estoy colaborando lo bastante como para que me diga qué es lo que busca.
- ¿Dónde estabas el día diecisiete a las dos de la tarde?
- Vamos a ver, señor inspector – contestó molesto y remarcando con ironía el señor -. Ya le he dicho que normalmente a esa hora estoy durmiendo o recién levantado. Da igual el día del mes o de la semana. A esas horas no suelo hacer ninguna otra cosa.
- Ya, pero resulta que hoy, justamente hoy, estabas saliendo del mercado a una hora muy parecida a la de los hechos que investigamos. Te has acercado a una señora y le has propuesto llevarle las bolsas, que es lo que se esperaría que hicieras. ¿Vas a negar también eso?
- ¿Me está diciendo que tiene previsto detener a todos los que ayuden a llevar las bolsas de la compra a una anciana? ¡Pero eso es absurdo!
- Bueno, tenemos otras formas de comprobar nuestras sospechas. Desnúdate.
- ¿Se ha vuelto loco? ¿Espera que me desnude así sin más, delante de usted? – replicó el hombre tirando la silla hacia atrás al levantarse bruscamente – Sí, hombre, sí, ¡lo lleva claro!
- Si quieres nos besamos antes, ¡no te jode! Pero tú, ¿de qué vas? ¡Te desnudas pero ya!¡Y punto!

Más acojonado que entusiasmado, el sospechoso empezó a quitarse la ropa, que fue dejando cuidadosamente doblada encima del respaldo de la silla. Al bajarse los calzoncillos, la humillación resultaba innegable. Se cubrió con las manos la entrepierna y consiguió, no sin esfuerzo, levantar los ojos y mirar a la cara al inspector Alcázar.

- ¡Quítate las manos, imbécil, así no veo nada!

Despacio, muy despacio, Óscar fue retirando las manos poco a poco. Al terminar de descubrirse, Alcázar soltó una impresionante carcajada que retumbó en toda la habitación. Hasta Gutiérrez dejó la máquina de escribir y se levantó asustado. La maquina de escribir también hizo por levantarse pero estaba bien fijada a la mesa

- Vale, vístete. No eres tú. Puedes marcharte.
- ¿Me puede explicar que coño está pasando aquí? Primero me dice que me desnude y ahora que no soy yo... ¿qué significa todo esto?
- Significa que uno de los pocos datos que tenemos del maleante que buscamos, es que es un hombre excepcionalmente dotado, que tiene un pollón, vamos, en román paladino. Evidentemente no es tu caso – dijo Alcázar reprimiendo la risa.
- Bueno, su madre nunca tuvo queja...
- ¿Qué has dicho, desgraciado? ¿A qué te parto la cara? –respondió el inspector yéndose hacia él. Enseguida entró Gutiérrez y sujetó con firmeza a su jefe.
- ¡Suéltame, Gutiérrez, o te meto un puro que te enteras!
- Tranquilícese, no caiga en la provocación, señor inspector –dijo el subordinado.”

Releo, releo y releo. Contemplo como no me convence en absoluto lo escrito. El interrogatorio del sospechoso se me antoja tan lamentable que lo reescribo una y otra vez. Sin resultado. O al menos sin resultado satisfactorio. Y después, nada. Nada más surge de mi cabeza. Ni una letra, ni una palabra, ni una frase. No tengo ni idea de cómo continuar el relato. Afuera, en la calle, tras la ventana cerrada de forma preventiva (no soporto el aire caliente), se oye un trueno. Pesadas gotas comienzan a caer al suelo y se filtra el olor a tierra mojada. Espero un rato escuchando la lluvia para ver si mi musa regresa con ella, pero sigue de vacaciones. A lo mejor está con otro; nunca me ha importado la infidelidad de mi Calíope, nunca fue particular. Ni mucho menos. De hecho, tengo el gusto y el placer de conocer a algunos de sus otros estimulados sin que, al menos a mí, eso me haya producido celos.

Tengo miedo. Miedo de que no vuelva nunca. Miedo, porque el exorcismo que se produce en mí cuando escribo me ayuda a sobrellevar todo lo demás. No es que el resto de mi vida sea tan nefasta como para necesitar refugiarme en nada. Todo lo contrario. Soy razonablemente feliz. Lo que sucede es que el escribir me proporciona una serie de satisfacciones que no son ni mejores ni peores que las que me proporcionan el resto de cosas que me suceden en el día a día. Son simplemente distintas. Y no quiero perderlas.


2 comentarios:

  1. No las has perdido no, si esto sale cuando tu musa se v a de vacaciones, no hay problema. Lo que debe suceder es que cuesta más parir eh?

    Genial todo, incluído el relato dentro del relato, idea tremendamente provocadora, por cierto.

    Creo que se han ido de vacaciones las musas, eso y que el verano les da vacaciones también a las neuronas hacen que cueste más esto de disfrutar de las sensaciones que proporciona la escritura, pero tú trankilo, que volverán en cuanto pase el calor a refugiarse entre tus brazos.

    E insisto: me encanta, está genial, digas tú lo que digas.

    Un beso como una caricia de pulpa de melocotón, que refresque tu asfixia.

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  2. Pues muchas gracias Glauka. Aunque creo que de tanto alabarme has perdido el criterio...

    En serio, gracias.

    Besos también para tí.

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