martes, 8 de agosto de 2006

Autor desconocido

Urbano pasea por las calles. El calor es casi insoportable. Los edificios sangran óxido de chimenea envejecida y la gente, la que aún queda dentro de sus casas, la que no está muriendo un poco más bajo la implacable ausencia de aire respirable de la ciudad, sudan sus siestas frente al ventilador que hace tiempo que debería haberse estropeado.

Urbano contempla como las escasas personas que le acompañan en la acera buscan la sombra como los perros de los polígonos industriales: sin prisa pero sin dejarlo para más tarde. Se imagina a todas esas personas con la lengua fuera, chorreando más baba de la que su estado de hidratación aconseja. Una televisión atrona desde algún bar cercano: “Hay que beber mucho líquido”. Y en eso andan los parroquianos, con su quinto o sexto o décimo sol y sombra en la mano.

Urbano llega en su paseo de parado de larga duración a la calle Desengaño (jamás una calle tuvo un nombre más apropiado). Las putas le gritan con su mirada vacía y vieja que hoy no habrá besos para él. Ni siquiera pagándolos. Pero Urbano no quiere hoy esos besos. Hoy su destino es otro. Sube por Valverde hacia la calle del Pez y entra en un bar. Hay un tipo esperándole en la barra. Urbano y el tipo se miran fijamente, de alguna manera se retan con la mirada. No hay posible enfrentamiento entre ellos, sólo marcan el territorio, la parcela que cada uno controla. Al final, simplemente el tipo entrega un sobre y Urbano se marcha. En los dos minutos que ha durado el encuentro, nada ha roto el espeso silencio del agosto madrileño. En esos dos minutos, parecería que nunca hubieran pasado si no fuera por el descenso de la temperatura dentro del bar, se ha decidido la vida de alguien.

No hace mucho tiempo que la necesidad empujó a Urbano a matar por dinero. Hasta el momento no ha sido algo demasiado frecuente. Un par de cuchilladas al hijo de puta apropiado suponen algunos meses de whisky barato, fulanas aún más asequibles y tres comidas diarias. Siempre y cuando no seas demasiado exigente con ninguna de... con nada, en realidad. Urbano lógicamente no ahorra. Acude al bar de la calle del Pez cuando ya no le queda dinero para seguir viviendo. Es una vida sórdida, tanto como un polvo en un baño de gasolinera, pero cuando tu existencia está tan lejos del cacareadísimo “estado del bienestar” como la de Urbano, poco importa lo mezquina que sea.

Urbano está llegando a la Puerta del Sol. Los turistas acumulándose le recuerdan a las manadas de cebras que se agrupan para intentar escapar de los leones. Pero los carteristas del centro son infinitamente más listos que los leones y no acostumbran a fallar la presa. En la cercana calle de la Cruz encuentra a la suya. Un leve empujón hacia un portal disimula el navajazo, por si a algún transeúnte, muy poco probable, le diera por mirar en la dirección inadecuada. La sangre salpica, nada escandaloso, el portal y la vida del ajusticiado se escapa evaporándose en el ardiente suelo. Urbano no vuelve la mirada. Sigue andando hacia su casa, de vuelta. Hoy comprará dos botellas y se sentará sólo frente al balcón a celebrarlo con un vaso sucio y algunos meses menos en el calendario.


3 comentarios:

  1. No pretendas que me de lástima Urbano que no puedo, no hay manera. Su vida seraúna mierda, pero no es la única vida que es una mierda.
    AL Autor: para no variar, no dejas indiferente, no.

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  2. Eres capaz con tus escritos de transportarme hasta ese lugar, de hacerme sentir, ese calor, esas sed, e incluso esa vida tan... mierda, como ya bien dijo glauka
    Por cierto gracias por tomarte un tiempo y visitar mi blog.
    Besos

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  3. Glauka: Afortunadamente no nació para caerle bien a nadie. Me alegro de no resultarte indiferente.

    Elena: me considero afortunado si al menos consigo eso. No me des las gracias por visitarte, es un placer.

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