miércoles, 7 de mayo de 2008



Me da miedo perder la memoria. No tanto la memoria de lo sucedido como de las cosas que a la postre son verdaderamente significativas. Olvidar los sucesos de la infancia, las risas, los juegos, incluso aquellos amigos que creías que serían para siempre no tiene mucha importancia: ni los amigos fueron eternos, ni los juegos ni las risas eran realmente esenciales e insustituibles. Olvidar primeros sexos, amores juveniles, frustraciones y demás, tampoco me preocupa. Me quita el sueño olvidar el lenguaje.

Postrada en esta cama de hierro, en la habitación que me han asignado, no tengo más compañía que yo misma. Pronto comprendí que si algún día conseguía salir de aquí, éste estaba más lejos que cerca, así que decidí esforzarme en lo más importante, en lo que estaba segura de querer mantener cuando llegara el ansiado día. Comencé a eliminar lo que me parecía superfluo, pero según fueron transcurriendo los meses y los años se fue modificando mi criterio inicial de lo que era necesario o no, fue variando mi percepción de lo esencial. Tras dejar atrás lo sobrante, todo lo que creo que no echaré en falta después o al menos lo que no me parece prioritario, es en no perder el lenguaje donde concentro ahora toda mi atención.

Tres por tres por dos. O sea nueve metros cuadrados o dieciocho cúbicos. Paredes gris cemento y un ventanuco diminuto cerca del techo que me permite saber poco más que si es de día o de noche. Una cama de hierro, de colchón duro y almohada ausente. Sábanas que cambian cada semana y fluorescentes en el techo como único adorno. Una especie de gatera en la parte más baja de la puerta sellada por la que se produce mi único intercambio con el exterior: bandejas de comida y bacinilla limpia entran tres veces al día y salen utilizadas otras tantas. No hay más contacto, no hay más canjes, no hay ni una palabra, ni una mirada, ni nada que me haga suponer que hay personas detrás del hormigón.

Voy olvidando palabras, vocablos, expresiones. Voy olvidando formas de expresión, cada día más inútiles. No tiene el menor sentido mantener la mente ocupada en conceptos que no se usan, para qué recordar cómo se dice tal o cual color si ya no hay colores, para que emplear tiempo y neuronas en adverbios, en formas verbales, en sintaxis, si no hay oportunidad de comunicarse con nadie, con nada. La mente solo dedicada a la supervivencia diaria, animal, primitiva y primigenia. No hay lugar para filosofías ni para nada que no sea conseguir despertar cuando el sueño te ha vencido.

Al principio, cuando aún tenía esperanza de ver el final del encierro, de volver a sentir el calor del sol en la piel, de empaparme bajo la lluvia, de esponjarme los labios con nuevos y viejos besos, de simple y llanamente intercambiar palabras, frases, pensamientos, me esforzaba en hallar una forma de escapar. Hoy sé que no es posible, aquí estoy y aquí terminaré, pronto si encuentro la manera, tarde –demasiado tarde- si no me queda más remedio.

Voy olvidando descripciones, recuerdos, no tanto lo que son sino cómo transmitirlos. Siento lo que siento, lo que he sentido siempre, por desgracia no he sabido hacerme bastante inmune, pero hoy ya no sabría decirlo de forma exacta, ni siquiera vagamente comprensible. Es más un anquilosamiento, un entumecimiento, que un olvido real, pero poco más da, no habrá a quien relatarlo, no habrá dónde, no habrá cuándo. No habrá nada que contar en realidad, tiempo plano, raso, sin altibajos, animal, primitivo y primigenio, como dije antes. Se me hace eterno.

Espero no perder lo esencial, espero poder morir recordando al menos la manera de describir lo que sienta, aún someramente, pero si me visto de sinceridad conmigo misma pierdo las certezas. No creo en más allás, no creo en nada que pueda venir después, pacté hace tiempo con mi dios que cuando acabe se acabe sin porvenires. No por desesperanza, no por miedo al dolor: no temo la muerte, la deseo, la quiero ya, la necesito. Prefiero pensar que después no habrá después, no se prolongará mi agonía, no habrá más vida. Prefiero pensarlo aunque no esté segura, de nada estoy ya convencida.

Espero no olvidarme de nada aunque es mucho lo olvidado ya, lo descartado. Todavía tengo en la piel y en el alma tu tacto, todavía veo con los ojos cerrados tu cara durmiente, todavía si me esfuerzo vuelvo y soy capaz de repetir mentalmente lo que me queda de ti. Aunque se difumina, se mezcla, se convierte en una almazuela de sensaciones que ya no sé si fueron o son solo por mi evocación, cada vez más vaga. Igual que sucede con los recuerdos infantiles que son siempre un collage de recuerdo real con reminiscencias de haberlo oído contar y la fantasía propia de la memoria lejana que acumula irrealidad en sí misma, así es lo que me viene a la mente de ti y no me importa en realidad, no voy nunca a confirmarlo, de modo que me queda la sonrisa por el pasado y poco importa lo cierto que sea.

Pero mis días no se acaban solo por desear que así sea y ya estoy harta. A veces pienso que la solución, a falta de algo más rápido, es rechazar todo alimento, dejar de beber (se muere mucho antes de sed que de hambre, aunque ambas formas sean horriblemente dolorosas). Tiene que haber otra manera. Me siento en la cama y me devano los sesos. Otra vez. De repente doy con la solución, la final, la que me arrancará de aquí, de esto, para siempre. Con tu recuerdo que ya es mi único refugio en cada poro. Levanto la cama despacio, pesa lo suficiente o al menos confío en eso. Me tumbo en el suelo, boca arriba, junto a las patas traseras del catre. Poco a poco, centímetro a centímetro voy alzando la cama mientras me arrastro hasta situar la cabeza justo bajo la pata derecha. Pienso en tu mirada, en tus palabras, en tu cariño. Espero que estés bien y que hayas dejado ya de buscarme, que hayas rehecho y te hayas rehecho. Tengo la frente bajo el soporte de la cama. Estiro los brazos cuanto puedo, tengo que elevar la cama lo máximo posible. No habrá segundas oportunidades. Empujo hacia arriba con fuerza y la dejo caer. Oigo un ruido extraño, como cuando pisas una fruta caída de un árbol. La sangre se desliza por el suelo alimentando un charco cada vez más grande, como jugo de fruta. Con el zumo van fluyendo palabras, colores, nombres de olores, que abandonan mi cuerpo lentamente, se mezclan y dispersan. Después más palabras, más verbos, más conceptos. Frases enteras, recuerdos –siempre los recuerdos-, vivencias. Lo último que me abandona es tu nombre, ese que tantas veces susurré de madrugada. Tu nombre como resumen imperfecto de ti, de tu cara, de tu cuerpo, de tu alma… Al final también escapa y se lleva todo hálito de vida, lo poco o lo mucho que quedara.


2 comentarios:

  1. Avatar algunas veces me dejas muerta...

    ¿cómo eres capaz de convertirte en una persona real cuando escribes? (que no personaje)

    Me quedo con la boca abierta.

    El final lo mejor.

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  2. bettyylavida: No hay para tanto. Como sabes que me convierto entonces y no al revés?

    raccoon: Muchas gracias, raccoon y bienvenido.

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