martes, 20 de marzo de 2007


El final del invierno siempre le producía la misma sensación, una especie de sentimiento neutro entre la melancolía y la nostalgia. Quizá fuera por lo mucho que odiaba la primavera, aunque conscientemente sólo la aborrecía por ser la antesala del verano, con su calor pegajoso y su falta de pudor en el mostrar de carnes cada vez menos magras. Tampoco es que el invierno fuera la leche pero siempre había pensado (y practicado) que era más fácil defenderse del frío que del calor: cuando este último aprieta, ya puedes quitarte lo que quieras que vas a sudar, la gota gorda además. Sí, no era tonto, al menos no del todo, conocía el aire acondicionado y sus múltiples ventajas: la sequedad del aire, los constipados que provoca con los nauseabundos cambios de temperatura, los chorros de agua en la cabeza cuando vas por la calle pegadito a la pared para intentar huir del sofocante sol y pasas bajo la parte externa de uno de ellos, el ruido infernal... En invierno, sin embargo, aún prescindiendo de los sofocos de la calefacción indiscriminada, si tienes frío basta con abrigarte más y más... hasta no tener frío. Es sencillo.

Astenia primaveral le dijo aquel compañero de trabajo que todos tenemos y que de todo sabe, o al menos de todo cree que sabe. Ese que te recomienda melisa para relajarte si te quejas de sueño, té si te duele el estómago (el café es veneno y el torrefacto más) o taichi-fengshui-raiki-chorri para cualquier otra dolencia, desde agujetas a cáncer de próstata. ¿Astenia primaveral preprimaveral o postinvernal? Él no estaba decaído ni deprimido ni fatigado. A él no le gustaba la primavera, sin más, por difícil de entender que resultase. Así que nada de “pues será alergia” o algo parecido. Simplemente le molestaba la primavera, le molestaba su llegada y le molestaba aún más el que tuviera que estar contento y feliz cual perdiz salvaje solo porque los días fueran un poco más largos y florecieran los árboles, incluso los más raquíticos.

Era un gruñón, eso hacía ya tiempo que lo tenía bastante claro. Casi cualquier cosa le producía la necesidad perentoria y absoluta de protestar por ella. Daba igual que fuera el tiempo, el telediario, algún comentario suelto e inocente (o no tanto) de alguien... Cualquier motivo era bueno para dar más razones a su fama de protesta-todo. Por ese motivo nadie se sorprendió cuando le oyó protestar por la llegada de la nueva estación, nadie dijo nada y, por descontado, nadie hizo nada tampoco. En los últimos tiempos, esa indiferencia (antaño le hubiera molestado) le parecía muy bien. Estaba harto de que le dijeran por qué o por qué no debía quejarse. Estaba bastante harto de casi todo, para ser exactos.

Con la cabeza repleta de esos pensamientos, decidió bajar a la calle. Tampoco su aversión primaveral tenía porque privarle de su gusto por los paseos, tan sin rumbo fijo como sin destino claro. ¿Pasear por pasear? Nada de eso. Pasear para pensar y también para no pensar. Pasear para observar, conocer, descubrir. Crecer en definitiva. Eso buscaba (y no siempre encontraba) en su pasear. Aquel día no tenía porque ser distinto. El que estuviera a punto de comenzar la primavera, la oficial ya que la oficiosa llevaba algún tiempo ya calentando las cabezas y haciendo renacer brotes, no tenía porque influir. El cambio en la forma de vestir de los otros peatones (una indeseable mezcla de ya-toca-ponerse-tirantes-que-ha-subido-la-temperatura-unos-grados-aunque-me-pele-de-frío y la más responsable de no adelantar acontecimientos) lo único que le producía era desdén, frío desdén.

Caminó, caminó y caminó. Pensó, observó y creció (o supuso que lo habría hecho). De repente, una helada corriente de aire le penetró por debajo de la ropa, congelándole el paso. Negras nubes comenzaron a cubrir el cielo y el cambio de tiempo, la bajada de la temperatura y el aire gélido, fue tan absolutamente radical, tan demoníaco en cierto modo, tan brutal y tan inesperado (tan deseado) que una carcajada se abrió paso por su garganta, llegó a su boca y pugnó por escapar a pesar de la férrea defensa de sus dientes. No sin esfuerzo la risa consiguió escapar y se encaramó con la última corriente caliente que quedaba en el aire, la última térmica que todavía se aferraba al suelo, y se elevó, ascendió despacio pero con fuerza, como cualquier otro buitre pasado o presente. Los otros transeúntes se detuvieron a mirarle, extasiados, pensando tal vez que había enloquecido. Pero no. No lo había hecho. Solamente había sucedido lo imprevisto. El invierno aún no había sido derrotado, aún le quedaban energía para dar, tal vez, un postrero coletazo. No todo estaba escrito.

3 comentarios:

  1. AYSSSS cómo me ha gustado este post!!!!!
    Me he sentido acompañada, niño, reconfortada, comprendida.
    Creo que soy pelín gruñona yo también y qué quieres, que tropezar con gruñones me gusta.

    Afortunadmaente el invierno ha recuperado sus posiciones ... pero no por mucho tiempo.

    Besos de los que calientan los fríos inviernos.

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  2. hummm, a mi me encanta el calor, el invierno me entristece...

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  3. Glauka: Ahí seguimos, poco más o menos. Se resiste y aunque nada dura siempre, se agradece.
    Gracias como siempre y besos como mereces.

    Al fin solos: ¿Por qué te entristece? Para mí es una cuestión de comodidad casi, me siento más cómodo con el frío.
    Gracias por leer y comentar.

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