lunes, 5 de febrero de 2007


“A Horacio le gustaba controlar el tiempo. El atmosférico no, ese le daba exactamente igual, el arbitrario que marcan los relojes. Sí, arbitrario, que el tiempo no deja de ser una convención, cómoda en ocasiones, terrible la mayoría de las veces. Se supone que responde a fenómenos astronómicos de siempre pero, por supuesto, esos períodos planetarios están redondeados, sería absurdo que el día durara 23,9345 horas (o veintitrés horas y cincuenta y seis minutos) más o menos, pues las desviaciones de la media tanto en el ecuador como en los polos (más convenciones) son de varias horas arriba o abajo. ¿Y cada hora? Sesenta minutos, claro. Exactamente. Y estos en sesenta segundos. ¿Un acuerdo entre los que se regían por un sistema decimal y los que lo hacían por uno duodecimal (recordad oh lectores aquello del máximo común divisor y del mínimo común múltiplo, aunque sólo sea para poder decir que al fin le habéis encontrado una utilidad)? ¿por ser sexagesimales nuestros amiguitos los mesopotámicos? ¿por joder sin más? Ni idea, pero lo importante es que no hay una razón clara, lógica y científica para ello. Y de los trescientos sesenta y cinco días del año o los veintiocho, veintinueve, treinta o treinta y un días de cada mes mejor ni hablar.

Pero estábamos en que a Horacio le gustaba controlar el tiempo. Estaba obsesionado, para ser justos. Tenía la costumbre de calcular automáticamente cualquier medida de tiempo en minutos o incluso en segundos. Así, si alguien le decía que faltaban dos meses para que sucediera algo, Horacio casi instintivamente pensaba que faltaban ochenta y seis mil cuatrocientos minutos o incluso cinco millones ciento ochenta y cuatro mil segundos. Al principio, esta práctica le había ocasionado no pocos problemas. La gente que le rodeaba comenzaba tomando como una simpática manía el que les “cantara” la conversión de cualquier cifra temporal que le dijeran. Poco después, la “simpática manía” pasaba a ser considerada una “un poco cargante excentricidad”, para transformarse en “un irritante hábito” y finalmente suponer “un asqueo constante, se te quitan las ganas de hablar con él, si es que en algún momento existieron”. Lo más sorprendente tal vez fuera que la excusa para no prestarle atención más utilizada era el tristemente célebre “lo siento, no tengo tiempo”. Poco a poco Horacio se fue dando cuenta de que sus amigos, conocidos e incluso familiares poco menos que huían despavoridos cuando empezaba con sus cálculos mentales, así que dejo no de hacerlos pero sí de verbalizarlos.

El asunto llegó a su máxima expresión cuando Horacio empezó a hacer también conversiones de tiempo en diferentes lugares. Empezó a (esto sí que siempre mentalmente) calcular las horas en los distintos países primero y en ciudades después. De este modo, cuando alguien le preguntaba la hora, contestaba la que correspondía al sitio donde estaba pero por dentro contestaba: y las no sé que en Londres y las no sé cuantos en Tel Aviv o en San Petersburgo o en Pretoria o en Ouagadougou. A veces le entraban dudas: ¿debería calcular la hora solar real o conformarme con las oficiales? Inquietudes de ese calibre le generaban una angustia tan incómoda como ridícula. Horacio estaba preocupado por estos accesos de ansiedad porque le hacían darse cuenta de que su obsesión temporal no era normal, no podía ser sana. Y menos siendo plenamente consciente de que se dejaba llevar por algo acordado arbitrariamente –o casi- por personas que no conocía de nada y que le importaban (tanto ellos como sus ideas o sus decisiones o como las capitales africanas) menos todavía. Pero precisamente si algo tienen en común todas las obsesiones son su absoluta futilidad, su descorazonadora inconsistencia. Si se apoyaran en algo real, si tuvieran sentido, si cualquiera pudiera compartirlas o al menos comprenderlas, serían diferentes, no serían obsesiones, serían evitables.

Horacio muchas veces se había planteado buscar ayuda, incluso siquiátrica, pero la mezcla de vergüenza a contar su problema y de miedo a que le confirmaran que no tenía cura, le habían hecho desistir hasta entonces. Hasta que conoció a Laura. Lo primero que le llamó la atención de ella fue que nunca, y nunca es nunca, usaba reloj. Y no es que fuera una de esas personas (todos conocemos alguna) que no usa reloj pero fríe a quien tiene al lado preguntándole la hora cada diez minutos. Tampoco era que fuera capaz de calcular la hora por la luz solar o fijándose en los cientos de relojes que con el disfraz de mobiliario urbano pueblan cualquier ciudad. No, Laura daba la sensación de estar por encima del tiempo o, al menos, por encima de la necesidad de saber la hora. Horacio se inclinaba más por pensar lo primero. Además, otra de las características de Laura era su infinita paciencia con las rarezas ajenas. Ella se consideraba a sí misma tan mediocremente vulgar (o vulgarmente mediocre, lo mismo da) que todo lo que salía de la norma en la gente que frecuentaba le parecía algo envidiable y, de alguna forma, admiraba esa capacidad de los excéntricos (fuera en el grado que fuera) de suponer una sorpresa aunque no siempre fuera agradable.”

Ahmed dejó de leer y bajó al patio a rezar. Se arrodilló en la alfombrilla y esperó a que llegaran el resto de vecinos. Una vez que hubieron llegado todos, al unísono, en dirección a La Meca, comenzaron la oración:

La ilaha ila allah, Mujámmad rasulu'llah


Baruc, casi al mismo tiempo que Ahmed, dejó de leer y comenzó a rezar, en este caso en soledad.

Shemá Yisraél, Adonáy elohéinu, Adonáy Ejád:
Barúj shem kevód
maljutó leolám vaéd



Un fuerte estruendo interrumpió la oración de Ahmed y sus vecinos. Un avión israelí había bombardeado el edificio de al lado, al parecer, dentro se escondían terroristas islámicos. Supongo que con sus mujeres y niños, que a buen seguro, sobre todo los niños, eran terroristas también o tendrían pensado serlo. O si no estaba bastante claro, serían daños colaterales. Supongo.

Una explosión en la calle interrumpió la oración de Baruc. Un suicida palestino había hecho explotar su carga en un autobús lleno de opresores imperialistas judíos. Junto con sus mujeres y niños, pero éstos seguro que en un futuro tendrían previsto seguir oprimiendo a su pueblo. O eso o serían más daños colaterales.

Baruc y Ahmed, Ahmed y Baruc, no pudieron evitar pensar que, desde luego, el tiempo es relativo y arbitrario. Unos tienen más tiempo que otros.

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La ilaha ila allah, Mujámmad rasulu'llah: Alá es el único Dios y Mahoma su profeta.

Shemá Yisraél, Adonáy elohéinu, Adonáy Ejád:
Barúj shem kevód
maljutó leolám vaéd: 
Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Bendito sea el nombre de Su glorioso Reino por siempre jamás.

10 comentarios:

  1. Joerrrrrrrrrrrrr

    Pedazo cambio de tercio que me pilló por sorpresa, vaya que sí, hata que ví la relación ... muy duro el tiempo, quizás por culpa nuestra, como siempre, que somos, incluso mediante bombas, los que le ponemos los ímites extranaturales.

    (Ya estoy de vuelta)

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  2. Ya te leo. Gracias por volver.

    Besos punta-tacón-punta-tacón.

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  3. Es una maravilla tu Blog, felicidades.

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  4. La insoportable relatividad del tiempo... (oh, comentario interrumpido por banalidades de mi compañera de despacho). Unos tanto y otros tan poco (o tampoco). El tiempo se reparte de forma desigual, así como la riqueza. Claro que hay mañanas (como hoy)en que te falta y tardes (como hoy) en que te sobra. Ojalá pudiéramos guardarlo en paquetitos para usarlo en otros momentos.

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  5. Te había hecho un comentario brillante pero el google me lo ha borrado. No sé si te llegará. Se me ha ido la inspiración porque mi compañera de despacho sigue haciendo comentarios banales. Otro rato me inspiro. Pero enhorabuena!!!

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  6. Simplemente delicioso, y muy, pero que muy acertada la elección de la Bishop para ilustrar tu post.

    Besos orgiásticos.

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  7. Nihilista: Pues muchas gracias. Bienvenido.

    Mercedes: Pues sí, estaría bien. O al menos hacer caso al anuncio ese de los 1440 minutos que tenemos cada día.
    Besos.

    Ella: Ya he visto que seguimos coincidiendo en gusto fotográfico/artístico. ¿Por qué te parece delicioso el texto?

    Besos muchos.

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  8. Por su sutileza.

    Besos orgiásticos (uf, cuánto trabajo pendiente. Tengo que ponerme al día con tus posts).

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  9. Ella: Ah, me alegro de que te parezca sutil. Desde dentro yo no lo aprecio tanto.

    En cuanto al trabajo pendiente, tomátelo con tanta calma como necesites, aunque se te eche de menos. Tienes mil cosas (1315 para ser exactos) más importantes que hacer que ponerte al día con el cosmopolita. Por ejemplo mantener el listón (cada día esta más alto) de tu orgía.

    Besos fuertes

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