Este relato fue publicado por Avatar en el foro de relatos eróticos de petardas el 1 de marzo de 2006, aunque fue escrito el 2 de febrero.
Aún no había salido el sol cuando entré en la estación dispuesta a subirme en el tren que me llevara de nuevo a la rutina del trabajo diario. Y es que soy mercenaria. Es decir, trabajo exclusivamente porque necesito dinero para poder sobrevivir. No creo que el trabajo dignifique ni que sirva para realizarse, ni ninguna otra tontería por el estilo. Tonterías que, por otro lado, siempre vienen del mismo extremo de la cuerda laboral. De hecho somos el único mamífero que trabaja para vivir y la única especie lo bastante imbécil como para, en ocasiones, vivir para trabajar, así que hace tiempo que decidí que trabajaría basándome solamente en el aspecto económico y dejando aparte todo lo demás. Actualmente soy esbirro de una empresa de servicios y mi trabajo consiste en hacer cualquier cosa que mis jefes tengan a bien. Por suerte, aún no han tenido a bien ordenarme nada fuera de lo que comúnmente hace cualquier administrativa, secretaria, teleoperadora, archivera, etc.
Pero bueno, que me estoy enrollando mucho, el caso es que era todavía de noche cuando cogí el metro. Estaba repleto de gente, lo que a esa hora y en esa línea era bastante habitual. Como pude, pugnando con una señora de las de pelo corto a modo de casco, tinte caoba y agrias ojeras, conseguí meterme en el vagón. Espero que no me toque ningún salido de los que gustan de arrimar entrepierna –pensé. La señora se quedó fuera supongo que acordándose (buena memoria) de mi santa madre. Aunque ella se acordaría en otros términos.
Intenté agarrarme a la barra a pesar de que era imposible caerme (no había sitio material para ello) y me puse a observar las caras de la gente que me rodeaba. Es éste un pasatiempo que siempre me ha gustado. En especial, me gusta cuando se dan cuenta de que les miro fijamente y bajan la vista, azorados, para dedicarme ya únicamente vistazos huidizos, por aquello de comprobar si les sigo mirando. Me encanta ver los rostros de las personas a mi alrededor e imaginarme cómo será su vida. A qué se dedicarán, si tendrán familia, si vivirán solos y, sobre todo, cómo será su vida sexual. Llamadme morbosa si queréis, pero es bastante más divertido que leer los periodicuchos gratuitos que reparten o “El Código Da Vinci”, que se conoce que lo entregan al renovar el Abono Transportes.
Bueno, el caso es que me puse a mirar a la gente y estaban todos: el ejecutivo ambicioso que va pensando en que putada les va a hacer a sus compañeros para medrar en su asqueroso y rutinario curro, con maletín, traje barato y corbata de colores chillones; el estudiante alternativo de mercado de Fuencarral con su terno verde, sus zapatillas de “andar” (aunque lo llamen trekking y que, yendo en Metro resulta curioso), sus vaqueros desgastados de bajos rotos, su pelo imposible y su mirada vacía; la maciza con su traje de chaqueta y falda-rodillera-por-encima-de-la-rodilla haciendo como que no se da cuenta de la lascivia con la que es descaradamente observada por la sección masculina del vagón, camino de su trabajo de comercial o de departamento de recursos humanos; el inmigrante ilusionadísimo por la nueva jornada de catorce horas que le espera, pero, eso sí, le pagan más o menos cada mes; la señora con niño, que dejará a éste en el colegio antes de dirigirse a su muy administrativo puesto de trabajo y que va seguramente pensando en las dos lavadoras que le esperan cuando regrese a casa y en algún marido enfadado porque la cena esté sin hacer; el intelectual de “Todo a Cien” que va leyendo el “Ulises” de Joyce con gesto de no entender una palabra y la mano en la barbilla como si estuviera presentando el libro él (va sentado, no podía ser de otra forma); la mujer JASP (joven-aunque-sobradamente-preñada), irritada porque nadie le cede su asiento, lo que provoca en mí una cierta cantidad de cólera que hace que apriete los labios para no decir nada; el par de coetáneas de la señora a la que deje atrás en el andén al subir, de estética clónica y charlando animadamente sobre como está la juventud hoy en día; la pareja de veinteañeros enfrascados en una discusión filosófico-metafísico-absurda, vestidos totalmente de negro y provocando el mal disimulado interés de la docena de personas que les rodean (algunos incluso intervienen a veces), con sus carpetas y mochilas de estudiantes matriculados aunque no quede claro su aprovechamiento y su vehemencia joven; el póquer de bobos de granujienta pubescencia (¿quién dijo que las pajas no producían granos?), hablando de la maciza del traje chaqueta...
En fin, la fauna diaria que si la multiplicas en su variedad por diez, abarrotan cada tren de la línea que suelo coger. Y en esas prospecciones estaba yo, cuando le vi. Estaba de pie, con la espalda pegada a la puerta y solamente otra persona separándonos. Reparé en él porque me mantuvo la mirada, entre curioso y divertido, hasta hacerme bajar la mía primero. Después, cuando volví a levantarla, me fijé más. Llevaba un traje de tres piezas gris marengo, caro, de los que no se suelen ver en el transporte público, camisa blanca y corbata color vino (tinto, claro). No era guapo, pero tenía una seguridad en la mirada que hacía olvidarse instantáneamente de su nariz un poco más grande de lo canónico, sus labios finos y su mandíbula algo “blanda”. Los ojos grises; el pelo, un poco más largo de lo habitual, cuidado. La frente amplia y la piel limpia terminaban por conformar el retrato. De cuerpo era bastante normal, un poco más alto que yo –mido algo más que la media femenina- por lo que rondaría el metro ochenta, delgado sin exagerar y elegante. El traje le sentaba francamente bien.
Un par de estaciones después, se produjo el habitual trasvase de gente sale - entra gente y quedamos juntos, conmigo dándole la espalda, pero corriendo el aire en medio de nosotros. Estábamos un poco lejos como para tener un contacto que yo, ya en aquel momento, deseaba, procurando que no se me notase. Al fin y al cabo, algo de pudor todavía me queda. Me pareció, no sé por qué, que a él también le apetecía ese contacto, pues me di cuenta como sólo una mujer puede hacerlo de que me evaluaba con la mirada recorriendo mi cuerpo con los ojos. Por su expresión adiviné que le gustaba lo que veía. Si este fuera mi primer relato (aparte de haberlo dicho al principio) os contaría que, no pudiendo resistirme, aproveché la primera ocasión que tuve, el primer frenazo brusco, para palpar la entrepierna del desconocido descubriendo en este simple acto lo maravillosamente dotado que estaba el que en la próxima estación sería mi amante. Como no es el primer cuento que escribo, os diré que sustituí el habitual pensamiento sobre como sería su vida sexual, por el bastante menos habitual sobre como sería follármelo sin contemplaciones. Y en esas andaba cuando tras entrar aún más gente en el vagón, nuestros cuerpos terminaron apretados contra la puerta opuesta a la entrada y salida de viajeros.
Podía notar perfectamente en mi espalda como subía y bajaba su pecho con cada inspiración, e incluso adivinar su aliento justo en la raíz de mi pelo, en mi nuca. La verdad es que la situación no era en absoluto incómoda aunque si lo hubiera sido, tampoco hubiéramos podido hacer otra cosa por lo apretujados que estábamos.
Su mano se apoyó con descaro en mi cadera y levemente empezó a acariciármela aprovechando cada vaivén del tren. En un primer momento, pensé en girarme bruscamente y darle una bofetada, pero por un lado, no podía estar segura de que no hubiera sido un roce causal y por otro, tampoco había sitio como para hacer piruetas innecesarias.
Poco a poco, el contacto de su mano se fue haciendo más intenso y evidente hasta que llegó un momento en el que dejé de pensar en abofetearle. Me gustaba la sensación de notar sus dedos en mi cadera y me excitaba tanto lo público del lugar como la posibilidad de que las personas de alrededor se dieran cuenta. Entonces él dejó de acariciarme y apartó la mano.
Esa pequeña caricia había aumentado el ritmo de mi respiración. Paseé la mirada por el vagón buscando algún gesto o algo que me hiciera pensar que alguien se había percatado de lo sucedido. Pero no. Los dos jóvenes seguían discutiendo amigablemente y el corrillo de interesados a su alrededor había crecido un tanto. El resto de pasajeros mantenían sus miradas fijas en nada.
Entonces volví a sentir su mano. En esta ocasión, el muy cerdo me estaba tocando el culo con el mayor de los descaros. No era el dorso de la mano lo que rozaba mis nalgas, ¡podía sentir las yemas de sus dedos! Un desconocido estaba haciéndome algo que en ese lugar, en cualquier otro momento me habría puesto furiosa. Pero lo cierto es que me estaba encantando. Notaba como con los dedos, despacio, iba recorriendo toda mi trasera anatomía lo que conseguía que me fuera calentándome cada vez más. Pronto, muy pronto para mi gusto, pasó a recorrer a través de la falda porciones cada vez más grandes y yo levanté un poco las caderas para facilitarle el “trabajo”.
No os he dicho que llevaba puesta una de mis faldas preferidas, una verde oscuro de punto que se me ajustaba bastante. No muy corta, un poco por encima de la rodilla, pero deliciosamente flexible y cómoda. Arriba llevaba una blusa blanca muy sencilla de puños abiertos y cuello mao y una chaqueta de loneta de color a juego con la falda.
Al notar que subía las caderas, el desconocido interpretó correctamente que me gustaba aquel juego y comenzó a sobarme más descaradamente. Yo seguía buscando alguna señal entre la gente que continuaba llenando el tren pero nadie parecía darse cuenta. Poco a poco, las calientes oleadas que, como lava, me recorrían por dentro desde hacía un rato se concentraron en la parte baja de mi cuerpo. El extraño, ya sin ningún disimulo, se agachó casi imperceptiblemente e intentó meter la mano por debajo de la falda. Me giré algo para darle a entender que no quería continuar con aquello pero al notar sus dedos en la parte interna de los muslos, le dejé hacer. Él comenzó a acariciarme suavemente esa zona tan sensible y fui más consciente todavía del calor que me estaba invadiendo por completo.
Me sentía mojadísima, no diría que más que nunca, que tampoco mi vida sexual, aunque exigua, ha sido tan lamentable como para que semejantes caricias lleguen a esos extremos, pero lo cierto es que entre las manos del tipo este y el morbo añadido por la situación me estaba excitando mucho.
Introdujo la mano bajo la blusa y cubriéndose con la chaqueta acarició mis pechos. Debió apreciar la dureza de mis pezones y fue dándoles pequeños pellizcos a través del sujetador. No se atrevió a desabrocharlo, cosa que agradecí, ya que sentía una mezcla de vergüenza y excitación que peleaban por salir victoriosas. Ganó la excitación, así que me atreví a poner mi mano sobre la suya para dirigir sus caricias. Fue poco a poco recorriendo mi pecho, primero llenando su mano izquierda y después dando vueltas alrededor del pezón con el dedo. La temperatura, el rubor de mis mejillas que notaba ardiendo y mis ansias de más iban en aumento.
Tenía ganas de que llegara ya mi destino, aunque sólo fuera para comprobar si el desconocido me seguía y podíamos proseguir nuestro juego de una forma más interactiva y sin duda más placentera. Pero fue el trayecto más largo de mi vida. Y el más corto también, pues se me pasó enseguida.
Siguió acariciándome hasta llegar a las ingles y entonces advertí que pugnaba con mi ropa interior para dejar al aire mi ya por entonces anhelante sexo. Comenzó a acariciarlo, por fuera, recorriéndome los labios, alternativamente por fuera y por dentro mientras que eran mis propias bragas las que rozaban el clítoris, hinchadísimo, proporcionándome un placer muy intenso. Alcé más las caderas, pidiéndole una penetración que sabía imposible para su miembro, que quise imaginar enhiesto y durísimo. Él respondió introduciéndome el dedo, despacio, como con miedo a hacerme daño, cosa harto imposible dado lo caliente que ya estaba, pero agradecí el detalle. Me pegué más a su entrepierna y descubrí que mi idea de cómo sería su virilidad se ajustaba bastante a la realidad. Empezó a meter y sacar el dedo con cada vez más confianza y no pude evitar que se me escapara un leve gemido ahogado. Supongo que las personas de mi alrededor lo interpretaron como fruto de la presión humana a la que todos nos estábamos viendo sometidos, porque ni dijeron ni hicieron nada.
El anónimo silencioso seguía acariciándome y masturbándome sucesivamente con sus dedos, cada vez más rápido y mis piernas temblaron anticipando un éxtasis sexual que sabía muy próximo. A punto estuve de caer al suelo en pleno y placentero enardecimiento orgásmico. Finalmente, mordiéndome los labios para silenciar cualquier sonido delatador, el placer inundó todo mi cuerpo sometiéndome íntegramente al disfrute absoluto, a la culminación total, al vértice de la sensación.
La verdad es que hubiera sido todo un espectáculo verme en el suelo, abierta de piernas, con la falda levantada y las bragas retiradas, empapada y con la laxitud muscular que siempre sucede al orgasmo. Pero lo comprometido de semejante numerito y el vagón aún atestado de gente me ayudaron a rehacerme.
Casi inmediatamente llegó mi estación, miré hacia atrás buscando complicidad en los ojos del extraño pero sólo estaba la puerta trasera del vagón, mi amante furtivo hacía ya algún tiempo que se había bajado. Necesito más sexo –pensé. Y urgentemente.
un saludín
ResponderEliminarxD
Sólo me pregunto: ?Cómo puedes meterte tanto en la piel de una chica sin serlo? Me ha gustado mucho, es muy excitante pensar cómo una situación tan cotidiana puede llegar a dar tanto juego... sexual.
ResponderEliminarPues realmente no lo sé. ?A ti te parece qué me meto mucho en ese papel? Me alegro de que te haya gustado y de que para ti sea una situación cotidiana. Te lo debes pasar bomba viajando en metro...
ResponderEliminarGracias
Jajaja... Entiendemé. En metro sólo me lo paso. De verdad, me parece un don que con letras describas cosas que se sienten sólo con los sentidos ?Qué lío! Jajaja...
ResponderEliminarEstupendo Avatar, y sí, te has metido en el pellejo femenino estupendamente. Al menos, en las sensaciones, que no sé si viviencias, al menos a mí no me han tocado ;), pero nunca es tarde.
ResponderEliminar... si la dicha es buena. A mí tampoco me han tocado aunque una vez sí me dio la sensación de que la moza de delante rozaba su pandero contra mi mano con más pasión de la que el sentido del decoro recomienda. A lo mejor fueron imaginaciones mías, que todo puede ser.
ResponderEliminarY Glauka por favor, recuerda lo que te pedí sobre los secretos...
ResponderEliminartu forma de expresarte fue demaciado exajerada me emociono al principio pero el final no fue tan bueno parecia un a pelicula de alfred que solamente me manipulavas levemente y al final era predecible el resultado
ResponderEliminarSiento, Máxima, que no te haya gustado. Desde luego si el Alfred que mencioneas es Hitchcock de apellido, eres tú la que exageras en la comparación. Se te agradece, en cualquier caso.
ResponderEliminarSaludos y bienvenida
sisera cacharte para q veas del metroq me manejo jejeje
ResponderEliminarAnonimo: me cuesta entenderte (sisero?, metroq?) pero admiro tu sensibilidad. Comprate un billete de diez viajes.
ResponderEliminarBienvenido.
Interesante, la situacion, argumento, etc...
ResponderEliminarHas hecho una buena puesta en escena, aunque para mi gusto un poco mas extensa de lo habitual, por lo demas, genial, te sabes expresar muy bien, y eso facilita mucho el desarrollo del relato.
Felicidades poca gente lo consigue.
Muchas gracias por tus palabras. Disiento en lo de poca gente lo consigue, pero te agradezco igualmente.
ResponderEliminarBienvenido.