miércoles, 18 de marzo de 2009


Vuelo 424 de Iberia. Destino Bilbao. Dos noches allí y de vuelta a casa. Parece mentira, viajar aquí al lado y más tiempo de estancia que en destinos más lejanos… Ley de Murphy, supongo. Llego temprano, taxi al hotel. En Derio, no había nada más céntrico, un antiguo seminario tremendamente parecido al Overlook de la peli de Kubrick. No vengo aquí con nieve ni harto de vino (chacolí por supuesto). Me gusta Bilbao, tiene sabor de ciudad vieja y montes para aburrir. Buena comida aunque sin clase media. El auge de la cocina vasca hace que pases del tapeo con pretensiones al asador con precios prohibitivos (como en Madrid, pero aquí es mucho más difícil encontrar restaurantes “normales”). Excelente vino y mayoría de gente de la de verdad, de la que te mira a los ojos y espera lo mismo.

Guggenheim, la lata de anchoas gigante, precioso por fuera y un parque cercano. Cuerdas de colores y niños jugando. Madres les miran y cuidan. Risas y agua. El recuerdo de tus ojos araña los míos… De vuelta al hotel, ducha y vuelta al centro. Cervezas y conversación. Lo divino y lo humano se confunden, no conozco a nadie, no lo parece, la gente charla y las ideas fluyen. Hotel de nuevo. Es extraño, me siento en casa… a 500 kilómetros. Paredes tapizadas en moqueta roja, como el suelo, con un gran zócalo del mismo tono que las puertas de las habitaciones: algo parecido al blanco sucio. Pasillos larguísimos, sin niñas en triciclo ni redrum escrito por ningún sitio. Es de agradecer.

Artxanda espera ya de mañana. El planeta de los árboles, vista sobre la ría, neblina y todo verde, muy verde. Recorro algunas zonas que casi casi parecen ya más parque que monte pero que tienen también su aquel. Recuerdo mi primera visita y aquel día de verano, de cielo azul y ancianos sabios, de nubes perezosas y memoria olvidada. Me gusta contemplar la ciudad, bastante apiñada, desde aquí. Sentir su latido y todo eso. Bajo al centro y me pierdo por calles empinadas y añejos adoquines grises, trato de digerir cada tono, cada paso, cada escaparate incluso. No me paro a ver monumentos, me perdería lo esencial. Camino y camino, absorbo lo que puedo y me vuelvo al rincón de los locos de Derio.

Decido finalmente cenar en el hotel, en un salón enorme con vidrieras casi siniestras a la luz de las arañas del techo, ojos pintados que parecen mirarte. Camareros amabílisimos sirven la cena. Vuelvo a salir, ya dormiré otro día. Repito ruta, busco amigos nuevos. Como siempre en esta ciudad norteña, en toda la zona en realidad (si por mí fuera solo existiría el norte en mis viajes), encuentro más de lo que busco. Lo paso bien pero tengo ganas de volver a casa. Estoy aburrido de viajes y de hoteles, de comer fuera, de beber vino, incluso. Me apetece llegar y no hacer nada. Solo estar y permanecer, solo seguir adelante.

El vuelo de vuelta se hace eterno, es corto pero los minutos se arrastran y el asiento es tremendamente incómodo, las azafatas han perdido todas las virtudes que eran corrientes hace años. El informe ha de ser negativo, por fuerza, una pena que sea sobre el viaje en sí, no sobre el destino. Volveré cuanto antes, tal vez no al mismo bocho, tal vez a otro pueblo o a otra ciudad, pero me temo (y me alegro) que será parecido. O así lo espero.

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2 comentarios:

  1. Bilbao es una de mis asignatura pendiente. Pero tal y como lo pintas, será ineludible.

    Una sonrisa desde el sur. :-)

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  2. Madame X: A mí me encantó, me parece una ciudad posiblemente menos bonita que San Sebastián pero como con más vida...

    Del sur de dónde?

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