viernes, 24 de febrero de 2006

Este relato fue publicado por su autor (Avatar como en el resto de relatos) en el foro de relatos eróticos de petardas el 24 de febrero de 2006. Las fotos son de Paul Bolk, Wolfgang Koch, Inselmann, Klaus Wegele, Milos Vatrt, Eldor Gemst, Andrzej Kulka y Andreas Overland.

Culos. Me encantan los culos. Todos los culos. Me gustan los grandes, los pequeños, los gordos, los delgados, los huesudos, los redondos, los que tienen forma de manzana, de corazón, incluso los caídos me gustan.

Los cursis lo llaman pompis, pero existen muchos nombres diferentes para referirse al culo. Ancas, me remiten a las ranas, así que descartada. Cola, que lo llaman allende el Atlántico, en el habla ibérica me parece contradictorio en su sentido. Jamás diría alguien de acá, refiriéndose al coito anal -vulgar sucedáneo en mi opinión, además de que tiende a ocultar la perspectiva íntegra de un buen culo- “introduje mi cola en su cola”. Aún siendo, diccionario en mano, correcto, me suena raro y confuso. Fondo, trasero, suelo... me parecen poco útiles, demasiado polisémicas e incluso eufemísticas. Ojete no me gusta, me parece que es confundir la parte con el todo y para eso mejor confundir el culo con las témporas. Además tiene un no-se-qué y un que-sé-yo de referirlo a los órganos de la visión que, aún encantándome cualquier culo en su vista, no termina de convencerme. Por el contrario, glúteos, ano y nalgas, tan anatómicas ellas (las palabras) me atraen para según que ocasiones. No son mis preferidas, en cualquier caso. Cachas, posaderas, asentaderas, asiento, tampoco me tientan. Cachas me recuerdan a personas-objeto demasiado musculadas, donde el mús-culo nada tiene que ver con tan preciosa porción corporal. A todas estas nominaciones, aparte lógicamente de culo, prefiero pandero. Pandero me remite a tambor, a sonido grave y elástico, timpánico, a palmetada en el culo. Nada tiene que ver, aunque mucha gente así lo crea, con el tamaño del mismo. Hay panderos grandes y pequeños, como hay tambores y timbales, e incluso panderetas.

Hay culos con todas las formas y texturas. Los hay respingones, macizos, duros, blandos, grandes y pequeños. Los hay fibrosos, deportistas, amateurs e incluso profesionales. Porque sí, hay profesionales del culo. No tanto porque trabajen con el susodicho sino porque es evidente que un culo trabajado es un culo que trabaja y eso sólo se puede (o se debe) hacer profesionalmente. En cuanto a las texturas propiamente dichas, los hay que se hunden más o menos levemente al tacto, con más o menos capa grasa, con sólo glúteo endurecido, duros, casi metálicos en su tacto. Los hay de piel fina, suaves, cubiertos de corto vello invisible. Los hay de piel más gruesa, más áspera, culos poco cuidados pero también bellos en su rudeza. Los hay lampiños y peludos, con el vello dosificado de formas diferentes, por la hendidura central sólo, uniéndose con el perineal, rodeando al ano, con adorno piloso repartido por toda su extensión, con formaciones lanudas concretas... Con pelo o sin él, todos son maravillosos.

Femeninos y masculinos podrían ser dos categorías de culos. No siempre coinciden con el sexo del propietario, claro. Hay culos masculinos portados por hembras, sabrosas hembras en ocasiones, como los hay femeninos a cargo de machotes sin gota de feminidad en su forma de ser. Los hay bien llevados, los culos digo, como los hay hartos de su propietario. Los hay infantiles, adultos, ancianos. Hay tantos tipos de culos como culos, realmente. Dicen que no hay dos narices iguales. Tampoco culos. Hay culos cansados, agotados, rendidos a la vida sedentaria. Hay culos, por el contrario, vitales, vivísimos ellos, acostumbrados a la orgía de tensión-distensión que sus dueños les proporcionan. Son culos habituados al deporte, al ejercicio variado. Suelen ser prietos, poderosos, musculados, activos, vigorosos y enérgicos. Culos dictatoriales a veces, son los que demandan gimnasia, entrenamiento, acción sin más. Continua, eso sí, o arriesgas su dureza, la haces fofa, blanda, arriesgas el sufrir mofa y befa al pasearlo de tal guisa. Los dictatoriales tienden también a llevar la contraria de manera más directa. Actúan como en el poema de Góngora (Da bienes Fortuna, que no están escritos), cuando pitos, flautas y cuando flautas pitos. Es decir, que cuando los necesitas prietos, firmes, duros, deciden presentar su lado más laxo, incluso ciñendo celulitis. Cuando no te es necesaria su bizarría, entonces se presentan desafiantes, enhiestos, pétreos. Pero claro, es lo que tiene el dictador de arbitrario. Sin embargo, otros panderos son sumisos a sus legítimos propietarios. Hacen lo que les mandas, ora se sientan, ora se levantan, siempre sin ni una palabra de queja, sin un reproche, asertivos los culos sumisos, sin duda.

Otra posible división se podría hacer entre los culos vestidos y los culos desnudos. Con una pequeña subdivisión de culos semivestidos (o semidesnudos, según se mire): Los vestidos, ya así extraordinarios, hacen bueno cualquier pantalón. Disiento de aquellos que dicen que los vaqueros de una marca concreta (si quieren publicidad, que paguen por ella, que no están las cosas para excesos) hacen un mejor culo. Es al revés. Un buen pandero dignifica la prenda que lo cubre. Sea ésta pantalón, falda o falda pantalón. Entre los vestidos, los hay que marcan ropa interior, costura en suma, los hay que quedan tan íntimamente recubiertos que no ocultan nada, los hay que, reconociendo su valía, son tan amados por la tela que los reviste que entran en contacto carnal con ella. Así, ésta se introduce entre ambas nalgas, acaricia cadera, ano, raja, perineo incluso. Ama por tanto, acaricia, besa, lame si el pantalón es de lamé o de algún tejido similar (la lycra también chupa). Hay asimismo culos desvergonzados que fuerzan a la ropa a tornarse caediza, a descubrir tanga (las fantásticas “colas de ballena” de los sajones), slip, braga o boxer. Con estos culos hay que tener especial cuidado (si es el tuyo, no al mirarlo), ya que si su impudicia no se corresponde con la del que porta la prenda, se corre el riesgo de quedar con las vergüenzas más a la vista de lo deseado. Por fortuna suelen corresponderse ambos pudores. Los semidesnudos (los prefiero a semivestidos) se ven realzados, enmarcados, encuadrados, enaltecidos, exaltados, glorificados incluso, por la ropa interior o de baño que los contiene a duras penas. Esa ropa que también ama y que tan bien sienta.

Los refuerza y los embellece cuando es bien escogida y no consigue vulgarizarlos, ni intentándolo, cuando no lo es. Los desnudos se muestran tal como son. Aquí se aprecian cualidades inherentes a todo culo. Con la vista se percibe su tamaño, proporciones, estructura, grado de ejercicio, etc. Ahí es donde se puede hablar de formas y colores, de arquitecturas óseas y musculares, inclusive de ingeniería nalgar, que de todo hay ciencia. La culología y la culosofía (nada que ver empero con las reales nalgas de la real Sofía) prefieren las formas amanzanadas, sídricas incluso o las que hacen referencia a lo cardiaco.

También los mollares y respingones tienen buena aceptación entre los expertos culeros, al menos entre los de origen latino. Antaño se prefería el culo escurrido, casi andrógino (en los poco dados a la estética sesentas) y más atrás en el tiempo (algo que nunca se ha perdido realmente) se hacía vértice piramidal de la cadera ancha y el moflete generoso, obeso, incluso mórbido. La supuesta razón reproductiva o la puramente clasista no me competen en este momento, así que no abundaré más en el tema. Sí que hago un claro manifiesto por el culo hecho y derecho, como Dios manda; el culo amplio, que invita a ser mordido, masticado, paladeado, azotado... El culo deseable y deseado, ya a la vista, lo bastante blando como para permitir el exceso amasador y lo bastante duro como para no asemejarse al flan chino mandarín. El culo flexible, de tacto suave, con vello o sin él, que se yergue poderoso ante los dedos expertos. El culo amable, cariñoso, cordial, afectuoso, tierno, afectivo, ardiente, vehemente, apasionado, enamorado. El culo dulce sin caer en el empalago. El culo dúctil y complaciente. Tú culo, en definitiva.

Porque sí. El que más me gusta es tu culo. Tu culo comprensivo y tolerante. Me gusta vestido, semidesnudo y desnudo del todo. Parafraseando libérrimamente a Neruda, me gusta cuando andas porque sé que vienes. Me gusta cuando lo muestras, cuando te giras, cuando me miras ofreciéndomelo, cuando lo cimbreas, cuando veo la lujuria en tus ojos, los de la cara, no en el del culo. Me gusta mimarlo, abrazarlo, rodearlo, abarcarlo, ceñirlo, agasajarlo, arrullarlo, obsequiarlo, halagarlo, besarlo, lamerlo, chuparlo. Me gusta sobarlo, amasarlo, pellizcarlo, morderlo. Me gusta azotarlo, levemente, verlo enrojecido. Me gusta cuando se te pone la piel de gallina al recibir mis cuidados. Me gusta masajearlo, abrirlo y cerrarlo, observarlo. Me gusta tocarlo, agarrado entre mis manos. Me gusta acariciarlo no sólo con los dedos sino con todo mi cuerpo. Me gusta recorrerlo, primero con los ojos, luego las manos, después, pero no al fin, con la lengua. Me gusta frotar todo mi cuerpo contra él. Sentirlo junto a mí, a veces más frío, sin duda caliente otras, rozarlo al descuido. Me gusta erguido, pedigüeño. Ofreciendo tu sexo, palpitante, anhelante, que se abre a cada caricia prodigada a tu culo. Que pide que no pare. Que siga para, cada vez, requebrarlo, enamorarlo, seducirlo, cautivarlo, embelesarlo, trastornarlo. Me gusta su sabor, su olor a limpio, a puro, a misterio gozoso. Porque tu culo es un misterio aún. Porque debe ser así. Es un misterio porque tu culo cambia, mejora, sube, baja y se hace incognoscible. Porque cada vez que desnudas tu culo, cuando lo despojas de artificios, cuando sé que lo haces para mí, tu culo es distinto, es nuevo. Porque tu culo de mujer es imprevisible. Porque es un renacer constante, incomprensible. Y me gustaría comprenderlo.




lunes, 20 de febrero de 2006


Estás sola. Sola en la celda de piedra, más dura que nunca, que han destinado para ti. Sola con tu locura, te levantas y vuelves a caer. Tratas de escapar aunque no tienes ni idea de adonde puedes ir. Sola. Te has arrancado la ropa y desnudado tu desnudez de hada. Te das golpes que ya no duelen y huyes de ti misma. Los recuerdos se agolpan en tus sienes. Esos si duelen pero sabes perfectamente que no será por mucho tiempo. Al final, tampoco esos dolerán. Tratas de enfocar la pared, no sabes lo que mide, no sabes si se acaba. No sabes nada. Estás cegada por lo anterior, que siempre es dolor. Te sientes, te sabes, encerrada. Palpas tu encierro, buscas, no hallas, salidas. Pero la verdadera salida no la vas a encontrar. Sabes donde está, pero te da miedo. Te da miedo terminar con todo. Te aferras a la esperanza, esa que dicen que no se pierde. Al pensar en ello, una carcajada que sabe a humo acre, a bocanada agria de bilis, trepa por tu garganta. En cualquier caso el suicidio es difícil allí dentro. ¿Dónde está esa esperanza? ¿Dónde estaba cuando te atraparon, cuando te violaron, cuando vencieron tu mente? Comienzas a golpear tu cabeza contra la pared, buscando acabar. La sangre brota espesa y te escuecen los ojos. El dolor sordo lo llena todo. No te queda más voluntad que para seguir golpeando, una vez y otra vez y otra y otra y otra y otra y otra y otra y otra y otra y otra y otra. Sigues sangrando. Notas el sabor metálico, fácilmente reconocible y te golpeas. Notas que te desvaneces, pero sabes que no es la muerte, aún no. Ya no piensas con claridad. La oscuridad se cierne sobre tu consciencia. La parca espera, la guadaña como los buitres esperan el último bocado del depredador que llegó antes. No estás muerta. Poco a poco la sangre sigue manando formando un charco burdeos alrededor de tu cabeza. Exangüe, tendida en el suelo, sólo esperas. Y esperas. El abrazo te llega por sorpresa. Ya no notas el frío, ni el calor ni el dolor siquiera. Estás salvada.


viernes, 17 de febrero de 2006

Foto de Vancea Dorin


Este relato fue publicado por su autor (Avatar como en el resto de relatos) en el foro de relatos eróticos de petardas el 17 de febrero de 2006

21072 no se distinguía por su dedicación al trabajo. Cuando todos los demás ciudadanos se dedicaban a recoger las cosechas, él prefería tomárselo con más calma y sí, llegaba a cumplir las cuotas que los Ciudadanos Máximos exigían, pero solía superar las cantidades indicadas por muy pocas unidades. Prefería pasar las tardes ocupado en otros quehaceres, cuidando a los hijos de la comunidad o inventando nuevas formas de hacer su trabajo, siempre con la ley del mínimo esfuerzo en la cabeza. No es que fuera vago, simplemente sabía que la sobreproducción, aunque frecuente y bien vista, no tenía ninguna repercusión en la mejora del nivel de vida particular y cuando vives en una ciudad de cientos de millones de individuos, las mejoras colectivas son difíciles de valorar.

21072 tenía pareja. La había conocido en un baile hacía ya un tiempo y, de momento, la relación marchaba bien. Aún no habían hablado de compartir cámara, pero 21072 estaba seguro de que terminarían haciéndolo antes de que llegara el oto&ntildeo. La estancia de ella no era muy grande, pero era cómoda, o al menos todo lo cómodas que acostumbraban a ser en la colonia. Se llamaba 70672, siguiendo el absurdo hábito de poner nombre a cada individuo de forma impersonal y numérica. Esa costumbre había empezado en los Días Felices, cuando existían billones de ameisen repartidos por todo el planeta y las necesidades burocráticas del Consejo General hacían impracticable el uso de nombres más personales. Además, la falta de relaciones estrechas entre ellos no justificaba un uso que se tenía por arcaico. 70672 trabajaba en la sección logística, es decir, en la zona del complejo destinada a las labores administrativas de la colonia. Se encargaba fundamentalmente de que cada cual recibiera su ración alimenticia de acuerdo con sus necesidades y de gestionar la crianza de los peque&ntildeos que pronto engrosarían las filas de cosechadores, recolectores y constructores. Se sentía feliz de haber conocido a 21072 porque no eran muy frecuentes las relaciones entre las diferentes castas de trabajadores. La segregación entre ellas era más sicológica que real ya que no había ninguna norma concreta que las prohibiera, ni ninguna estructura arquitectónica que les separara físicamente. En el caso de 70672, las poco satisfactorias relaciones que había mantenido con otros de su clase la había hecho pensar que los tecnócratas que la rodeaban, aunque tremendamente eficaces en su trabajo, carecían de imaginación. Y era precisamente eso lo que la atraía de él. 21072 siempre había sido una rareza en la uniformidad de la ciudad. No era corriente ni su forma de pensar ni de actuar, todos los otros ameisen vivían por y para la colectividad. No dejaban ni un peque&ntildeo resquicio a aquello que pudiera alterar la rutina diaria. Sin embargo, él era distinto. Era un “individualista”, una figura que, por lo que decían los documentos antiguos, había sido corriente unos decenios antes pero que en los Días Oscuros constituía la excepción. Los Ciudadanos Filósofos siempre decían, e inculcaban desde la más tierna infancia, que la decadencia había sobrevenido por el exceso de independencia, tanto de pensamiento como de obra. El egoísmo intelectual ya no tenía cabida. La colonia estaba por encima de todo.

21072 estaba harto de esa situación. Pensaba desde hacía tiempo que había que hacer algo para cambiar las cosas, la sociedad estaba completamente anquilosada en las formas y no había lugar fuera de ellas. La sociedad no crecía, no evolucionaba, no cambiaba. Se mantenía fija en la estabilidad del paralítico y se había convertido en una opresión insoportable para quien deseaba en lo más profundo de su corazón que sucediera algo que le hiciera respirar, que le hiciera emocionarse o ilusionarse. 21072 no creía que los Días Oscuros hubieran sido más infelices. Sí, la esperanza de vida era inferior, había más muertes, más enfermedades y períodos más largos de carestía generalizada. Pero estaba seguro de que también había más sonrisas matutinas, más sentimientos y más sensaciones. La estabilidad había acabado con todo eso. El Consejo y los Ciudadanos Máximos (a quienes culpaba él de todos los males de esa sociedad paralizada) habían vendido la felicidad por un triste precio: la existencia tranquila sin sobresaltos y sin creatividad alguna. Por esa razón, se devanaba los sesos buscando la manera más eficaz de regresar a esos días que él consideraba que debían haber sido más felices. Aunque sus intentos de “revolución” se hubiesen quedado, de momento, en tratar de convencer a otros de cual era la meta (el camino aún no lo tenía claro) ya había un peque&ntildeo grupo de ameisen que estaban dispuestos a jugarse la integridad física en defender esos ideales. Era sólo el principio, pero era un buen principio.

21072 recogió sus cosas y se marchó. Había quedado con 70672 para beber un poco y dar después una vuelta por el exterior, cuando la oscuridad hacía de las salidas algo tan excitante como peligroso. Después si había suerte, pensaba, quizá terminarían en la cámara de él o en la de ella, calmando y reposando las sensaciones que hubieran recopilado en la salida.

Cuando llegó a la Sala de Bebidas, 70672 ya estaba allí. Normal, ella salía antes, pensó.

- ¿Qué quieres tomar? – dijo ella, mientras daba otro sorbo de su jugo de blattlaus.
- Un feldsalat - A él no le terminaba de convencer el balttlaus, era una bebida demasiado dulzona, aunque últimamente se había puesto de moda y casi todas la bebían.
- ¿Cómo ha ido el trabajo hoy?
- Como siempre, ya sabes. Aunque las últimas lluvias han hecho más difícil la recolección, creo que este mes no superaremos la cuota de producción.
- Bueno, eso tampoco te suele preocupar mucho a ti, la verdad – dijo riéndose a carcajadas.
- No la verdad es que no, pero es que este mes nos va a faltar mucho.

¡Cómo le gustaba la risa de ella!, cristalina, contagiosa. Era lo primero que le había llamado la atención, porque físicamente todas las ameisen eran bastante parecidas. Estrechas de cintura, piel sedosa, casta&ntildeas... era uno de los defectos (virtudes para el consejo) de la selección en los nacimientos, una casi completa homogeneidad. Los muy altos, los muy bajos, los gordos, los excesivamente delgados, en fin, todo lo que se salía de la norma, de el centro de la campana poblacional, era sistemáticamente eliminado antes del nacimiento. Posteriormente, se eliminaban los individuos patológicamente (de nuevo, en opinión del Consejo) apartados mentalmente de la más absoluta, y aburridísima, “normalidad”. De este modo la atracción puramente física había quedado reducida al absurdo y únicamente la “belleza” intelectual tenía sentido. Esto no había hecho que aumentara el esfuerzo por ser mentalmente atractivo ni la bondad general, pero sí había conseguido eliminar complejos físicos y enamoramientos vacíos de sentimientos.

- Estoy harto de tener que vernos así, casi a escondidas.
- No nos vemos a escondidas.
- ¿No? ¿qué dirían en el Consejo si se enteraran de lo nuestro? Ya lo sabes, que si las relaciones entre clases perjudican los intereses generales, que si las recolectoras con las recolectoras... Mira ese grupo de militares. No parecen muy felices.
- Pues lo son a su manera. Adoran la disciplina, obedecer órdenes, el grupo sobre el individuo...
- Ya. Te recuerdo que están condicionados a que sea así. Y por si se equivocan, sabes que deportan a los disidentes.
- Por cierto – dijo ella - , ¿ya ha terminado el desfile?
- Sí. Un rato antes de que yo saliera les vi pasar, marchando a una sola voz. No entiendo como pueden estar tan orgullosos.
- Se preparan para la guerra y después de generaciones enteras sin enemigos que echarse a la boca, están deseosos de entrar en combate.
- Ya lo sé. Pero es que es eso lo que no entiendo. Esa pasión por matar, por unificar. Algún día será distinto. Algún día nos uniremos todos los que pensamos distinto y acabaremos con este absurdo régimen de tabula rasa, de anteponer el cerebro común a la felicidad de cada uno. Algún día... – dejó la frase a medio terminar pensando en lo lejos que realmente estaba ese día.
- Me da miedo cuando hablas así. No quiero que te destierren. No lo soportaría.
- Bah. Están demasiado ocupados en conservar el orden establecido, en manejar toda la absurda burocracia que conlleva como para reparar en mí. Sólo soy un simple recolector.
- Ten cuidado. Por si acaso.

Estuvieron un rato bebiendo, charlando ya de cosas sin importancia y sonriendo con los ojos, como suelen hacer los enamorados. Después salieron a dar el prometido paseo, que quedó un tanto empa&ntildeado por la lluvia pasada. Aún así, se besaron en cada recoveco, se acariciaron, se miraron, se susurraron al oído, se sintieron cercanos el uno al otro...

Más tarde, en la cámara de 21072 se amaron. Ella recorrió cada centímetro de su piel con las manos, fue besando poco a poco su cuerpo recreándose en todas sus zonas erógenas, que es como decir que se recreo en el cuerpo entero. Él notaba que su corto vello se erizaba, que la temperatura iba en aumento acrecentando su pasión y recorrió también con la lengua todo el cuerpo de su amada. La abrazó desde atrás, fuerte, como si tuviera miedo de que escapase y la penetró despacio, dulcemente. Ella se estremecía con cada vaivén, con cada movimiento de su experto miembro. El abrazo se hizo aún más íntimo, más urgente y 70672 comprendió que su amante estaba a punto de llegar al orgasmo. Se liberó del abrazo, se giró obligándole a salirse de dentro de ella y volvió a besarle, esta vez todavía más apasionadamente. Reanudó las caricias y los besos y fue descendiendo por la piel amada hasta llegar a su virilidad que colmó de besos y lamió saboreando la mezcla de gustos, el propio y el ajeno. El olor almizclado y dulzón lo impregnaba todo haciéndola enloquecer y sintió la necesidad, imperiosa necesidad, de verse penetrada de nuevo, llena, ahíta de masculinidad. 21072 lo percibió en sus ojos así que de nuevo se puso a su espalda y la penetró. Esta vez, más profundamente, como si quisiera hacerse uno definitivamente con ella. Juntos, compartieron un largo orgasmo silencioso en el que sólo las antenas parecían vibrar, vistas por un observador externo. Para ellos, el mundo se apagó completamente y por un tiempo eterno, exclusivamente existieron ellos dos y su placer. Atrás quedaban los sue&ntildeos de cambiar las cosas, de hacer de la colonia un sitio mejor en el que vivir, en el que disfrutar cada momento.

De repente, empezó a temblar todo. El techo de la cámara comenzó a desplomarse poco a poco y grandes terrones de tierra cayeron al suelo. Se miraron a los ojos, se amaron de nuevo en silencio, se dijeron todo sin palabras. Oscuridad.

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- ¿Qué haces?
- Me he torcido el tobillo.
- Anda, levántate y pásame la pelota.
- Espera, me duele bastante.
- ¿Qué ha pasado?
- Nada, sólo he metido el pie en un puto hormiguero.









sábado, 4 de febrero de 2006

Foto de Emil Cercel


Este relato fue publicado por Avatar en el foro de relatos eróticos de petardas el 1 de marzo de 2006, aunque fue escrito el 4 de febrero y es el texto del que se extrajo "Espejo"

La ciudad estaba allí. Esa ciudad que te observa, que te elige a ti. Porque es evidente que no eres tú quien elige a la ciudad. Ella sabe muy bien que hacer para echarte si lo considera necesario. La ciudad que te eligió es la que recorre la noche buscando enamorados para hacer sangrar los besos en sus labios. La que busca personas y las hace soñar con sexo y serpientes, con dolor y dragones o con cualquier otro animal, siempre tótem. Porque eligió a más gente. No eres el único al que la ciudad siente y consiente. En cierto modo, la ciudad te necesita, la alimentas. Asimismo te desecha cuando ha terminado contigo. Mientras existes, la haces crecer muy por encima de lo que indican las cifras de natalidad. Esa es la razón de que algunas ciudades crezcan a lo alto (las que se nutren buscando la calidad, siempre monetaria, siempre relativa) y otras se desparramen en una obesidad mórbida, engullendo otras ciudades finalmente (siempre las que hacen del sustento un banquete de comida rápida, indigerible). Así es la ciudad que miras y a veces ves cuando te asomas a la ventana. La ciudad que en otoño contagia su hepatitis a las hojas de los árboles. La ciudad que todo lo sabe, que todo lo cuida y lo descuida. La que te conoce mejor que tú a ella.

Mat también estaba allí. Desde el principio. Era él quien miraba la ciudad a través del cristal de la ventana. Desde su apartamento alquilado más pequeño que céntrico, el otoño le fascinaba. Los gestos de la gente caminando por la calle, divididos en dos grupos: los que llevan más abrigo del necesario y los que no confiaron en el cambio de fecha. Los coches, los aparcados y los móviles, recorriendo las arterias repletas de sangre negra de asfalto. Las mortecinas plantas que alguien dijo que adornarían, alguien con buenos contactos tanto en el ayuntamiento como en los viveros cercanos, dan un aire de tristeza gris a todo el entorno. Tan gris y tan triste como la decoración de los cincuenta metros cuadrados que tiene el “precioso-estudio-muy-luminoso-ideal-para-estudiantes” que rezaba aquel anuncio, y que es más funcional por necesidad que porque realmente se haya buscado así. Ningún cuadro, casi ningún adorno y estanterías baratas repletas de un batiburrillo confuso de libros. Tan confuso como su dueño.

Mat es delgado. Moreno y delgado. Pelo largo, ojos despiertos y nariz levemente aguileña, lo que unido a su aparente debilidad física, le da un cierto aire rapaz. Suéter negro casi a diario, vaqueros desgastados y un aire cómo de ser más sensible de lo necesario. Para la gente que no lo conoce mucho, no deja de parecer el típico tipo “intenso”, reconcentrado. Sus amigos, escasos, como debe ser siempre el número de amigos, saben de su timidez y le perdonan los excesos de “vida interior”. Pasa demasiado tiempo solo, mirando por la ventana o leyendo poesía. O eso piensan aunque pocos tengan el coraje necesario para decírselo. No es que Mat sea agresivo. Pero es dueño de una mirada que atraviesa cuando él quiere que así sea. Una mirada helada muchas veces, ardiente otras, expresiva (demasiado) siempre. Una mirada que muchos prefieren evitar. Desprecio por lo ajeno, en todos los sentidos parece decir a veces. Otras pasiones de muy diversa índole la encienden en distintas ocasiones. Siempre es certera su mirada. Traspasa, hiere, ama. U odia. Pero siempre de frente. Eso es lo que sus amigos admiran y además quieren evitar. A nadie le gusta sentir ese desprecio frío y de leve superioridad.

Anochece. Poco a poco, en un desorden colorista, las nubes se van tiñendo hasta desaparecer de la vista. Las farolas, encendidas mucho antes de ser imprescindibles, ocultan las estrellas que las nubes, escasas aún, dejarían brillar. Sin pedir permiso. Mat observa. Ve personas paseando por debajo de su ventana. El tiempo no acompaña pero eso no parece importar a la gente que anda, arrebujados en sus abrigos, anónimos, apretando el paso. Personas sin nombre y casi sin rostro. Nada más que piernas que se mueven en una y otra dirección. Mat desconoce todo de ellos, sólo el rumbo es conocido. Supone que algunos regresarán a casa tanto como otros se alejarán de ella. Otro día más. De la cama al trabajo y del trabajo a la cama. Con las mínimas pausas imprescindibles en medio para comer y otras necesidades más o menos fisiológicas. Y para más inri, tomándoselas como tales. Comer, beber, fornicar, forman ya parte de muchas rutinas. El placer desaparece cuando se convierte en costumbre. Otro sorbo de té amargo desciende por su garganta. A Mat no le gusta el azúcar. En realidad casi nada le gusta ya. Sólo el té solo. Su áspero sabor, aunque le recuerda muchas otras asperezas, le ayuda a tranquilizarse e incluso a pensar, aunque a veces no sea lo más acertado. En el fondo es una especie de adicción. Y mientras toma té, fuma. Siempre fuma en cualquier caso.

Y sigue mirando, de pie, solo. El letras debe estar al caer. Dijo que llegaría sobre las siete. Y son las ocho y media. Claro que si el letras fuera puntual a lo mejor le llamaban el suizo o el relojes o algún otro apodo estúpido de ese estilo. Pero no. El letras le llaman. Por su afición desmedida por la pedantería, por usar siempre el “palabro” supuestamente cultísimo y decididamente innecesario. Por arcaico y por fuera de lugar. El caso es que los motes dejan de tener importancia en ese punto intermedio entre el momento en que te sientes lo bastante adulto para soportarlos y aquel en que su uso se ha extendido bastante como para que sea mayoría la gente que no conoce tu verdadero nombre. Al fin y al cabo, también Mat es una suerte de mote aunque incluso su dueño haya olvidado el motivo que lo propició.

- Llegas tarde, letras.
- Siempre, ya sabes, el autobús...
- Bueno, ¿trajiste el libro?
- Claro. Aquí lo tienes. Es un espléndido volumen...
- Es una espléndida mierda, letras, es solamente un puto libro de bolsillo, no un incunable. Si fuera un “espléndido volumen” ni tú me lo habrías traído ni yo hubiera podido pagarlo en este momento.

Mat coleccionaba ediciones de Les Fleurs du Mal de Baudelaire, e iba reuniendo libros en diferentes idiomas, ediciones bilingües y todo lo que tuviera que ver con la obra del francés. Era una manía, transformada seguramente en vicio, como otra cualquiera, que a Mat proporcionaba un placer secreto salvo para sus íntimos y que en los últimos tiempos había constituido un cierto refugio, además de amenazar con terminar sepultándole entre torres de páginas. Como todas las colecciones, más cuanto más absurdas, esas montañas crecientes terminan debiéndose en mayor medida al mero afán de posesión que a un disfrute real de cada una de sus porciones. Se colecciona más por compulsión que por el valor individual de lo reunido. Al fin y al cabo dos ejemplares de bolsillo de un mismo libro no difieren tanto como para justificar una inversión más que dudosa.

- ¿Quieres un té?
- No me apetece mucho, la verdad. ¿Tienes el dinero? Sabes que no ando sobrado en el asunto pecuniario...
- Cógelo. En la mesilla.
- De acuerdo, gracias. ¡Qué desorden!. ¿Tuviste compañía anoche?
- No. Simplemente soy demasiado perezoso cómo para hacer la cama más de lo estrictamente imprescindible. Probablemente si hubiera tenido compañía, la casa o al menos la cama estarían más recogidas. Además, desde lo de Ira, no me quedan muchas ganas de compartir lecho.
- Tú verás, aunque eso no puede ser sano. Por cierto, el otro día me crucé con ella.

Ira. Hija de una madre adicta a las revistas del corazón, tuvo la mala suerte de ser concebida en el apogeo de la fama de la von Furstenberg y lleva arrastrando nombre de pecado capital desde entonces. Ha terminado por no molestarle aunque de niña era sistemáticamente torturada por ello. Ira, la última y más reciente, con sus ojos caramelo y su pelo eterno, aún desencadena recuerdos dolorosos. Ira, con su sonrisa permanente y sincera, fue dueña de todo. Diosa del mundo. Al menos del mundo personal y francamente solitario de Mat. Ahora si acaso es responsable de pensamientos y odios. Y nostalgias. Nostalgia que al igual que el odio, es más por una ausencia nunca elegida aunque seguramente en cierta forma provocada, que por un sentimiento concreto; y esos siempre son añoranzas y odios poco tangibles, sin consecuencias en el día a día.

- ¿Y cuando dices que la viste?
- Anteayer. Me encontré con ella por la calle, no vayas a creer que iba buscándola. Me saludó, la saludé y ya está.
- ¿Iba sola?
- No. La acompañaban dos sujetos.

Ira siempre fue predicado. Nunca sola, su extraña belleza le granjeaba las compañías más diversas, algunas deseadas y otras no tanto. Lo único realmente bello de Ira eran sus ojos. Profundos, transparentes y tatuados con todos los acontecimientos que habían tenido importancia para ella en su vida. Después de dejarlo, Mat siempre había temido volverla a ver. No tanto porque no lo deseara, en determinados momentos sólo ella ocupaba toda su mente, sino porque tenía miedo de no ver nada propio impreso en el diario que Ira usaba como ojos. Por lo demás, el pelo, liso, largo, muy largo y castaño, la cara más redonda de lo que la belleza estereotipada recomienda, nariz, boca y orejas absolutamente comunes; la figura, delgada pero con cada detalle en su lugar correspondiente, tampoco hacía por sí misma que nadie se girara a su paso. El pecho, joven. No demasiado abundante. Firme claro, eso sí. Las caderas, redondeadas, sin gota de innecesaria grasa. El culo alto, igualmente redondeado, tampoco llama la atención. Sí que lo hace su estilo, su elegancia o como quieran llamarlo. Ira tiene algo que la hace especial, no sólo a los ojos del enamorado de turno, sino para cualquiera que la conozca. No es nada definible, es como un aspecto general, de simpatía y seguridad en sí misma, de ternura o de todo junto, que la individualiza del resto de las mujeres e incluso del resto de los mortales.

Mat recuerda los momentos vividos con Ira. Las largas conversaciones sentados en la cama, después de hacer el amor o antes, fumando cigarrillos interminables hasta que el humo lo impregna todo, hasta que los ojos lloran irritados y eso sirve de excusa para lamer lágrimas en mejillas o igual más abajo. Entonces las conversaciones ya no son ni antes ni después, son en medio. Y eso le recuerda el sexo, por supuesto. El sexo nunca urgente, siempre deseado. Dulce a veces, tímido otras, siempre pasión, siempre ardiente. Mat recuerda los sexos lamidos, chupados, sorbidos, degustados interminablemente, cuando el coito y aún el orgasmo no son lo más importante, cuando la comunión entre dos cuerpos lo significa todo. Recuerda también el resto del sexo, cuando lo oral, en todos los sentidos, es sólo el preámbulo. Recuerda la sensación de penetrar y la de ser absorbido, abducido casi, incorporado a la sangre y a la mente y al sentir del ser que te posee mientras es poseído. Recuerda los orgasmos no necesariamente simultáneos pero siempre compartidos. Recuerda, rememora, revive esos días sin salir de la cama, cuando el sexo y el amor y la pasión son una droga que te hace olvidar todo lo demás. Cuando no existe el comer ni el beber salvo si es del cuerpo, del ser, del ser amado o amada. Recuerda las caricias, cada beso, cada gemido, cada sonrisa robada o regalada. Recuerda cada roce de piel que excita otra piel, que la levanta, que la hace permeable, porosa, anhelante, deseable y deseada. La piel que entre escalofríos placenteros demuestra su sinrazón cuando de amar se trata. La piel que quizá debería poder ser arrancada a besos para poder unir músculo con músculo, sangre con sangre o hueso con hueso en simbiosis perfecta. Mat también recuerda cada sentimiento, cada idea, deletreada o sugerida o incluso adivinada. Cada te quiero pronunciado o transmitido sin palabras. Cada y yo a ti de igual manera. Cada abrazo, también antes o después... o en medio. Cada gota de miel que mana desde la llaga del pubis de Ira, recogida con cuidado, como si fuera un precioso líquido (¿acaso no lo es?) que debe ser cosechado en silencio, en sagrado amor recíproco. Y recuerda sus cuerpos desguarnecidos de tela, en el claroscuro de las velas, con las gotas de luz danzando sobre cada centímetro de piel despojada de artificio. Recuerda como, más desnudos que nunca, se desnudaban mutuamente de su desnudez y se convertían en algo distinto, algo superior. Y la sensación de ser ellos mismos luz, estrellas, soles lejanos. Fundidos y enroscándose sobre el otro ser luminoso. Y sobre todo recuerda el dolor, el dolor de la pérdida. Y llora por dentro, enjugando lágrimas que siente rodar por su garganta rancia de sufrimiento. No quiere que nadie le vea, ni siquiera el letras.

- ¿Sabes quienes eran los que la acompañaban?
- Nunca mis ojos habían reparado en su presencia. Me acordaría, sobre todo de uno de ellos, porque tenía aspecto de no ser trigo limpio.
- ¿A qué te refieres?
- No lo sé. Era una sensación. Al saludarme Ira, él también me miró y sentí como frío. No te lo sabría describir mejor. Era como si pensase que nuestro saludo, siendo natural y rutinario, estuviera fuera de lugar.
- ¿Y lo estaba?
- Nada más lejos de la realidad. Sabes que para mí ella siempre será tu otra mitad. Tu Jeanne Duval.
- Te equivocas, letras. Ira fue y se fue.
- Nunca me has contado lo que pasó.

Lo que pasó fue la ciudad, claro. La ciudad no aceptó la relación. Y desde el primer día se empeñó en que no funcionara. Para la ciudad, tanto Mat como Ira eran seres irremplazables mientras estuvieran separados. Sus personalidades tan distintas, sencilla ella y obsesivo él, la alimentaban, mantenían su interés. Siempre y cuando se siguieran relacionando con la ciudad, sin olvidarla nunca. En el momento en que ellos dos se conocieron, la fuerza de su unión les alejaba de ella. Dejaron de prestarle atención. La costumbre de Mat de observar a sus habitantes desde la ventana cerrada fue dejando paso a la necesidad continua de observarla sólo a ella. Estaba fascinado por sus ojos y se propuso descubrir su pasado, su presente y tal vez su futuro, lo que obviamente le hizo alejarse de casi cualquier otra obsesión. El resto dejó de importarle. Pensaba hasta cierto punto que las mujeres eran demasiado simples, demasiado llanas; es decir, como en realidad ellas piensan que son los hombres. Aún con eso y con todo, no estaba de acuerdo con lo que decía Baudelaire, tan genial poeta como machista recalcitrante, de que <>. Quizá fuera porque el mismo Mat tenía muy poco de dandy. Ni siquiera con minúscula. Quizá sí el gusto algo refinado o el estilo propio. Pero Mat ni era excesivamente elegante, no tenía actitud decadente ni nada de diletante, y tampoco se distinguía por su buen tono. Con Ira todo eso cambió por un breve lapso. Ira fue mientras duró, no sólo lo más importante de su vida, sino toda su vida. En el tiempo que estuvo con ella sí que se esforzó en esa búsqueda de la belleza, en esa huida de la vulgaridad. Intentó conocer otras artes, aparte de la literatura, y aprendió a disfrutar de ellas. Pero desde luego no fue el dandismo lo que pareció molestar a la gran urbe que les vio enamorarse. Fue el pasar a un segundo plano. El dejar de mirarla, de observarla, de intentar analizar cada detalle. Fueron los celos los que la impulsaron a intentar separarlos por todos los medios a su alcance. Lo consiguió, no sin esfuerzo.

- Nunca me lo has preguntado. Pero vamos, fueron los celos. No los míos ni los suyos. Los celos de esta ciudad malsana.
- ¿La ciudad os tenía celos? ¿Envidia de qué?. Desvarías. Fantasías más cercanas a una desgracia de delirium tremens que a otra cosa. Te has pasado con la absenta.
- Ni bebo absenta ni desvarío, pero déjalo. No quiero seguir hablando de esto. Las razones no tienen demasiada importancia. Se terminó y ya está.
- Vale. No insisto entonces. ¿Vas a salir hoy?
- No creo. Me quedaré aquí examinando el libro que me has traído.
- Ya no sales nunca. A nada. Si consiguieras que el tabaco te lo subieran a tu cada día más humilde morada, no te moverías de este cuchitril.
- Todo lo que necesito está aquí. Afuera no me espera nada.
- ¿Y tus amigos? No siempre van a estar arribando a visitarte. Fuera hay gente que te echa de menos.
- Ah, ¿sí?. Permíteme que lo dude. Afuera sólo está la ciudad. Sus calles, su frío en invierno y su calor insoportable en verano. Sus celos, su gente, su paranoia de amante despechada. Créeme. Nada me espera fuera.
- En el exterior también está Ira. Nunca demasiado acullá, ya sabes, ni remotamente.
- No quiero volver a verla. Probablemente si la viera, nada volvería a ser igual y, además, la ciudad no lo consentiría.
- Me parece que estás paranoico. Tienes las meninges reblandecidas con tanto libro, tanto Baudelaire y tanta poesía. ¿A qué aspiras? ¿A ser el rapsoda del infierno?
- ¿Rapsoda? Ahora eres tú el que desbarra.
- Demuéstramelo. Sal esta noche. Comeremos y beberemos, si bien no néctar y ambrosías, e intentaremos conocer a alguna huríe que te quite a Ira de la cabeza.
- De acuerdo. Te lo demostraré aunque no sea hoy el mejor compañero de farra. Dame un momento que me convierta en algo presentable, pero de las huríes vete olvidando. Como mucho conseguirás llevarte a la cama a alguna viuda cincuentona más necesitada aún que tú.
- Mi catre jamás ha tenido queja de ninguna de las bellas cortesanas que a él han acudido.
- Venga, los dos sabemos que la mayoría de las convocadas eran de pago y, sin despreciar tu sentido del gusto o de la belleza femenina, nunca has sido demasiado dado al gasto incontrolado, por no llamarte directamente tacaño, lisa y llanamente, que al final me vas a pegar tu verborrea florida.
- En cuestiones de alcoba no dilapido, no. Bien sabe el Sumo Hacedor que en lo que respecta al fornicio es más importante la calentura que la belleza.
- Ya. Y tú con tal de meterla en caliente...
- Bueno, vamos, apresúrate. La noche nos aguarda.

Mat enfundó las piernas en sus gastados pantalones negros, casi elásticos además de estrechos y se puso el abrigo, largo, también negro, que le acompañaba siempre que la temperatura bajaba. Dudó un momento en hacerse o no con un paraguas, pero terminó descartándolo. Cogió dinero y salió al descansillo donde ya le esperaba el letras. Bajaron las escaleras y salieron al marasmo de hojas caídas en que se convierten las aceras cuando el viento de principios de noviembre muerde los árboles con sus dientes secos y helados.


Ira también miraba por la ventana. Las vistas de su piso, bastante más grande e infinitamente mejor decorado que el de Mat, estaban mucho más gastadas que las de éste porque eran más bellas en su vulgaridad. Ira dirigía su mirada a un gran parque cercano sin poder evitar el dolor que le producían las imágenes de enamorados cogidos por las manos, la sonrisa fácil, la conversación íntima y la risa natural, aunque desde donde ella estaba no pudiera oírla. Sus relaciones sí parecían estar bendecidas, al menos de momento, por la ciudad. No es que creyera con la misma intensidad en las paranoias de Mat, pero ahora empezaba quizá a comprender que algo de razón si tenía. Aunque en su momento le pareciera el gesto más cobarde de que hasta entonces había tenido noticias en propia carne. Según él, era la ciudad la que les había rechazado. Para ella, era sólo Mat el que lo había hecho. Y el dolor en el sentido desprecio aún pervivía en su interior. Nunca lo habría reconocido, por supuesto.

Se mira en el espejo-alma que es su ventana al mundo. Ve en sus ojos el pasado pero no acierta, ni aún así, a adivinar el futuro. Piensa que no puede ser esto lo que le fue reservado. La soledad es siempre amarga compañera de viaje, pero no está sola. Está consigo siempre. Está con sus otros momentos que, si bien nunca fueron brillantes, la ayudan a superar los peores que vendrán. Experiencia, le llaman. Y una mierda. Se supone que la experiencia endurece la piel. Se supone que, si no evita sufrir, ayuda a sobrellevarlo. Se supone que te acostumbra de alguna manera al dolor, o por lo menos lo hace llevadero. Pero no es la soledad lo que te duele, ¿verdad?. No, no es la ausencia. Es el no saber hasta cuando. Es el dudar si volverás a confiar. Es la seguridad de que a ti nunca te va a pasar de nuevo. Pero en el fondo de tu alma sabes que no será así. Sabes que volverás a caer. Que volverás a tropezar otra vez con esa piedra. Y eso es lo que más duele. Y eso es vivir. Lamentablemente.

Ira también coleccionaba. Su colección, no obstante, era mucho más personal que la de Mat. Ira coleccionaba sentimientos que sabía de sobra cómo eran retransmitidos en su mirada. No había afán compulsivo en su afición, simplemente hacía tiempo que se había propuesto vivir el presente sin volver la vista atrás. Recopilando sensaciones, aprendiendo de ellas pero sin concederse un segundo para la melancolía. Eran pasado y, como tal, volvían siempre, pero los esfuerzos que hacía para que no molestaran sus acciones futuras conseguían engañarla lo suficiente, hasta el punto de creerse inasequible al desaliento. La reacción que la gente tenía cuando conseguía traspasar el velo más íntimo de sus ojos, posiblemente por pudor tendría que haberla hecho cubrir un poco la desnudez absoluta de su alma. Sin embargo, esa exhibición no la avergonzaba. Se sentía demasiado orgullosa de sus experiencias como para eso.

El recuerdo de Mat volvió a su cabeza. Sus manos fuertes, su risa contagiosa y el amor que había podido adivinar en su mirada tantas veces, le produjeron un dolor sordo en el pecho. Ira también recuerda, como no puede ser de otra forma, el sexo con Mat. También recuerda la intimidad absoluta con él, la desnudez compartida, el placer sentido y donado, el amor iluminado por las velas, el olor a cera mezclado con el acre del sexo, el olor de su piel limpia y sin perfumes añadidos. Recuerda las miradas, el sentirse penetrada en el fondo de sus ojos, el notar la búsqueda de él en ese fondo. Recuerda el gusto a limpio, a pasión y ardor, a almizcle en ocasiones. Recuerda el deseo de no perder ese gusto nunca, de querer paladear su sabor siempre, el deseo de no beber y no comer para no confundir sabores. Recuerda el tacto de su pelo rozándole los ojos, su piel en la piel de ella, sentimiento con sentimiento. Recuerda las mutuas donaciones, los regalos de placer sin cortapisas, sin tiempos, sin miradas atrás. Recuerda la primera vez que hicieron el amor, en el pequeño apartamento alquilado de Mat, cuando por primera vez fluyeron todos sus sentimientos y se conjugaron con los de él. Recuerda perfectamente todo, olores, sabores, imágenes. Y recuerda el éxtasis supremo. Recuerda como Mat bebió de ella haciéndola retorcerse de gusto. Recuerda como luego ella le devolvió la caricia bucal, el beso extremo, último. Recuerda cuando se unieron sus sexos, cuando se sintieron uno, cuando, después de muchísimo tiempo, tuvieron que parar extenuados. Recuerda el abrazo en que durmieron y el nuevo sexo al despertar, más reposado, más sabio. Recuerda todo esto porque ella siempre tendía a recordar sólo los buenos momentos, al fin y al cabo los malos tenían la costumbre de regresar ellos solos, sin que nada ni nadie hiciera algo para forzarlos. La ausencia dolía esa noche más de lo habitual. No le guardaba rencor, Mat había actuado noblemente en tanto en cuanto él había hecho lo que ciegamente creía mejor para ambos. ¿Qué más daba si estaba equivocado?. Él lo sentía así, sin más. Esa era una verdad que aunque aún sangraba, Ira no podía obviar. Si al menos pudieran hablarlo... Pero el letras lo había dejado claro el otro día cuando se encontraron: Mat necesitaba verla aunque no lo hubiera dicho directamente y, por más que ella pensara que no era lo mejor, contra eso Ira no podía hacer nada. Bueno, sabía a donde pretendían ir esta noche los dos amigos. Decidió intentar hacer el papel de encontradiza, a sabiendas de que Mat nunca creería en esa casualidad.

Ira se vistió y bajo a la calle. Estaba empezando a llover y el olor dulzón de la tierra mojada y las hojas caídas en cada vez más franca descomposición, lleno su nariz. Se subió el cuello del abrigo, lamentando no haber cogido un paraguas y echo a andar hacia el antro donde esperaba encontrarse con Mat. No sabía muy bien que era exactamente lo que esperaba de aquel encuentro, pero el letras había insistido mucho. Tal vez demasiado. Estaba segura de que si Mat hubiera querido realmente verla, la habría llamado. Sin más. Después de cinco minutos de apresurada caminata bajo la lluvia, reconoció la puerta del local. Entró y recorrió la sala con la mirada esperando encontrar aquellos ojos que tan bien conocía. Un poco decepcionada al ver que no habían llegado aún y que cabía la posibilidad de un cambio de planes, se acercó a la barra.

- Una cerveza, por favor.
- ¿Quieres vaso, guapa? – preguntó el camarero con la mueca estudiada del que se cree atractivo y espera que alguien se lo haga saber alguna vez.
- No. Gracias – contestó ella sin sonreír. Bastantes problemas tenía ya en la cabeza como para dar pie al engorde del ego del camarero.

El minúsculo bar de copas estaba todavía medio vacío, cosa rara por la hora y por ser jueves. La luz, casi inexistente, permitía adivinar una diminuta pista de baile al fondo, junto a los baños y una también modesta barra muy cerca de la puerta de entrada. Dos chavales se liaban un porro justo bajo el cartel de prohibido consumir drogas y una pareja retozaba animadamente en los desvencijados sillones tapizados en eskay negro que ocupaban el lado izquierdo de la pista. La música estaba demasiado alta y, aunque no resultaba excesivamente molesta, no contribuía a apaciguar el estado de ánimo de Ira. El ánimo lo tenía ella en un estado parecido al de los sillones: ambos habían conocido tiempos mejores. Justo cuando estaba empezando a pensar en que haber entrado allí era un error, vio a Mat y al letras que traspasaban la puerta. Ellos también la habían visto a ella, pero por los gestos de Mat, Ira comprendió que estaba echando en cara al letras su encerrona. Tras una no demasiado larga discusión se acercaron a la barra.

- ¿Qué haces aquí? – preguntó Mat, casi violentamente.
- Beberme una cerveza, ¿tendría que haberte llamado para pedirte permiso? –contestó Ira, molesta.
- Venga ya, lleváis dos meses sin veros y os comportáis como dos pubescentes inmaduros. – el letras trataba de quitar hierro al asunto, pero la mirada que recibió de sus dos amigos le hizo decidir que mejor seguía callado.
- No, no tienes que pedirme permiso, lo sabes de siempre, pero también sabes que no creo en las casualidades.
- No es casualidad que esté aquí. Tu amigo aquí presente me dijo que querías hablar conmigo.

El mencionado amigo, ante la agresiva mirada de Mat, se echó a un lado e hizo señas al camarero para que se acercara y le pusiera otra cerveza.

- Pídeme un tercio a mí. Si voy a tener que hablar con ella, mejor será que no se me quede la boca seca – dijo Mat sin emoción alguna.
- Oye, que si hablar conmigo te supone una obligación, mejor lo dejamos estar.
- No es eso, Ira. Simplemente aún me duele que lo nuestro no funcionara como queríamos.
- Si no funcionó, que no lo hizo, fue solamente por que estás obsesionado con que la ciudad está contra nosotros. O al menos, eso fue lo que me dijiste. Torpe excusa, por otro lado. Podrías haber sido más valiente y haberme dado otra razón. Más estúpida aún si quieres pero que resultara más fácil de creer.
- No fue ninguna excusa. Realmente fue así, aunque parece que yo fui el único que se dio cuenta de cual era la situación. Antes de empezar a vivir juntos, yo me sentía realmente a gusto en esta ciudad. Podía pasear sintiéndome como en casa. Salía fuera de aquí, incluso fuera del país, y al regresar sentía que de alguna manera era aquí, era este lugar al que pertenecía. Mientras estuvimos conviviendo, todavía hoy me sigue pasando aunque en menor grado, no estaba cómodo en ningún sitio. Me sentía un forastero desarraigado en cada sitio al que iba. No sé explicarlo mejor. Simplemente sentía que la ciudad no nos quería juntos. Tuve que elegir y a lo mejor erré en mi decisión. Pero en ese momento consideré que dejarlo era lo mejor. Y todavía hoy lo creo así.

Ira advirtió como el dolor intentaba desbordarse en sus ojos, pero se retuvo a tiempo e intentó disimularlo pidiendo otra cerveza. A pesar de sus esfuerzos, Mat había adivinado lo que sucedía. Por un instante percibió la sombra que empañó los ojos de Ira y la supo interpretar correctamente. Notó que si seguía dándole vueltas al mismo asunto, ella terminaría llorando y eso era algo que su espíritu, caballeresco en el fondo, no podría soportar. Aún sentía demasiado por ella. Y lo que es peor, probablemente tendría unas ganas irrefrenables de abrazarla, lo que no haría sino empeorar las circunstancias. Así que hizo lo que cualquiera hubiera hecho: cambió de tema lo más rápido que supo.

- Bueno. Y ¿cómo te va?
- Bien. Me va bien. No estoy con nadie, si lo preguntas por eso.
- No lo preguntaba por eso – le pareció que estaba demasiado a la defensiva como para irle tan bien como afirmaba-. Tienes derecho, cómo si no, a rehacer tu vida. A conocer otras personas, menos raras. De hecho me alegraría mucho si supiera que eres feliz, aunque no pueda ser conmigo.
- Soy feliz. Razonablemente feliz. Nunca he necesitado estar con nadie para tener mi dosis de felicidad. Tampoco he necesitado nunca tener la sensación de que nadie me apoya y mucho menos esta ciudad de mierda.

Parecía que, finalmente, Ira había encontrado la forma de volver a sacar el tema y que en realidad, a pesar del dolor, necesitaba retomar esa parte de sus vidas. Tal vez para entenderlo o a lo mejor sólo para exorcizar de algún modo la impresión de no haber puesto todo de su parte. Por otro lado, ella sí sabía con quien se iba a tropezar en el bar cuando salió de casa, así que sí había tenido tiempo de decidir a qué iba y qué razón última tenía el encuentro con Mat, de forma que podía guiar mejor la conversación en la dirección que le interesara en cada momento.

- Yo también lo creía así. Fue al darme cuenta de que ya no pertenecía aquí cuando fui consciente de lo que perdía. Yo sí necesito sentirme a gusto en un lugar para poder tener esos momentos de felicidad de los que hablas. Aunque sea a costa de perder algo que para mí fue muy importante. No pienses que para mí no fue difícil tomar esa decisión. Te quería y aún te quiero.
- Pero quieres más a la ciudad.
- No seas absurda. No es cuestión de si quiero o no a la ciudad. Sencillamente necesito sentirme bien en el lugar donde vivo para poder desarrollar tanto afectos como sentimientos más profundos. Es como el dolor de estómago. Es difícil que te apetezca tener sexo con alguien si te duele mucho el estómago y eso no significa que prefieras el regodeo en tu dolor al sexo. Simplemente necesitas estar “en forma” tanto física como mental para poder practicarlo. Pues yo necesito estar en esa forma para poder amar plenamente. Si no es así, siento que no lo puedo dar todo, que no estoy entregándome lo suficiente.
- ¡Qué fácil es todo eso! Joder, Mat, si te duele el estómago, tomas algo para el dolor, independientemente de que quieras acostarte con alguien o no. No decides castrarte por no poder follar mientras te duele el estómago.
- ¿Qué te hace pensar que no intenté otras cosas menos radicales antes de dejarte? Lo hice, de todas las maneras que se me ocurrieron, pero no conseguí quitarme de la cabeza esa desazón. Esa sensación de ser de ninguna parte, aunque atenuada, aún me acompaña.

Era cierto. Mat había hecho todo lo que él creía posible. La lástima era que aquello había resultado ser demasiado poco.

- Además estaba el miedo – dijo Mat y dio un largo trago a su cerveza.
- ¿El miedo? ¿qué miedo? ¿miedo a la ciudad, a mí o a qué?
- Miedo a la ciudad. A sus reacciones, a su venganza. Miedo a estar contigo y miedo a dejarte, miedo a hacerte daño, miedo a hacérmelo a mí mismo, miedo a todo eso.
- Es una buena cantidad de miedo, eso es verdad –dijo Ira mientras apuraba su tercio.
- ¿Te parece absurdo? Sé que es irracional, pero es lo que tiene el miedo.
- No deberías tener de eso, ninguno deberíamos.

Ira se acercó más a Mat y le abrazó. En un principio, notó cierto rechazo, pero enseguida, él respondió a su abrazo y se fundieron los dos en uno, de nuevo uno. Como pasa en estos casos, el entorno desapareció y durante el bastante breve lapso que duró la caricia, estuvieron solos en todo el universo y ni siquiera la ciudad podía nada contra aquello. Volvieron los recuerdos, volvieron las sensaciones y Mat comprendió que nunca tendría que haber dejado que aquello se enfriara, que lo que los unía, fuera lo que fuera, estaba por encima de todo lo demás y que eso era lo único que importaba. En ese momento tomó la decisión de volver a intentarlo, de dejar que la ciudad hiciera su vida y ellos la suya.

Ira no lo comprendió, se limitó a sentirlo dentro, como antes, como siempre. Sintió que era lo correcto, que el rencor, si es que alguna vez había habido algo de eso, no podía (no debía) interponerse en su felicidad. La de los dos. También en su interior, mezclado perfectamente con lo que sentía, volvieron a aparecer los recuerdos de los buenos momentos y, poco a poco, los malos se diluían íntegramente, hasta desaparecer por completo. No sabía que le había impulsado a abrazar a Mat tan compulsivamente. Posiblemente al hablarle éste de sus miedos, habían revivido los suyos. Y había actuado como le gustaba que hicieran con ella en esos momentos. No necesitaban palabras, sólo el calor del abrazo sincero, sin doblez, de consuelo inmediato. Nada más. Ese abrazo lo decía todo, lo transmitía todo y lo expresaba todo.

El letras, que se mantenía atento a los acontecimientos desde un extremo de la barra, pensó que, por esta vez, no saldría del bar con ellos. Tenían demasiado que decirse, demasiado que recuperar y demasiado que decir.

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Mat murió en enero, al caer un trozo de cornisa sobre su cabeza cuando caminaba hacia la casa de Ira. La policía no supo dar más explicaciones ya que la cornisa formaba parte de la fachada de un edificio nuevo y, aunque docenas de arquitectos revisaron el resto de la estructura, no volvió a suceder nada semejante. Su colección de Baudelaire fue subastada y vendida por una miseria: terminó convirtiéndose en papel reciclado que se utilizó para empapelar la ciudad de anuncios absurdos de pisos en venta.

Ira también murió al poco tiempo. No pudo sobrellevar la pérdida, esta vez no. En su caso, no fue un accidente. La encontraron en la bañera con las venas abiertas perfumadas de sangre y un montón de recuerdos tatuados en los ojos.

El letras abandonó la ciudad tras la muerte de Ira. nadie sabe qué fue de él, ni donde terminó, pero si que se sabe que no volvió nunca.

La ciudad continúo alimentándose, ingiriendo personas y sentimientos, creciendo y engullendo poblaciones cercanas, defecando dolor y vacío. Siempre.

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*dedicado a Ana, mi Ira particular, por ser la única que es capaz de hacer aflorar en mi ese sentimiento, con minúscula, eso sí. Porque cree que es el único sentimiento a veces, pero se equivoca. Porque solo de los sentimientos sinceros pueden aflorar los emponzoñados. Porque es la duda y la razón de todo. Siempre.

jueves, 2 de febrero de 2006

Foto de Nicolae Sotir


Este relato fue publicado por Avatar en el foro de relatos eróticos de petardas el 1 de marzo de 2006, aunque fue escrito el 2 de febrero.

Aún no había salido el sol cuando entré en la estación dispuesta a subirme en el tren que me llevara de nuevo a la rutina del trabajo diario. Y es que soy mercenaria. Es decir, trabajo exclusivamente porque necesito dinero para poder sobrevivir. No creo que el trabajo dignifique ni que sirva para realizarse, ni ninguna otra tontería por el estilo. Tonterías que, por otro lado, siempre vienen del mismo extremo de la cuerda laboral. De hecho somos el único mamífero que trabaja para vivir y la única especie lo bastante imbécil como para, en ocasiones, vivir para trabajar, así que hace tiempo que decidí que trabajaría basándome solamente en el aspecto económico y dejando aparte todo lo demás. Actualmente soy esbirro de una empresa de servicios y mi trabajo consiste en hacer cualquier cosa que mis jefes tengan a bien. Por suerte, aún no han tenido a bien ordenarme nada fuera de lo que comúnmente hace cualquier administrativa, secretaria, teleoperadora, archivera, etc.

Pero bueno, que me estoy enrollando mucho, el caso es que era todavía de noche cuando cogí el metro. Estaba repleto de gente, lo que a esa hora y en esa línea era bastante habitual. Como pude, pugnando con una señora de las de pelo corto a modo de casco, tinte caoba y agrias ojeras, conseguí meterme en el vagón. Espero que no me toque ningún salido de los que gustan de arrimar entrepierna –pensé. La señora se quedó fuera supongo que acordándose (buena memoria) de mi santa madre. Aunque ella se acordaría en otros términos.

Intenté agarrarme a la barra a pesar de que era imposible caerme (no había sitio material para ello) y me puse a observar las caras de la gente que me rodeaba. Es éste un pasatiempo que siempre me ha gustado. En especial, me gusta cuando se dan cuenta de que les miro fijamente y bajan la vista, azorados, para dedicarme ya únicamente vistazos huidizos, por aquello de comprobar si les sigo mirando. Me encanta ver los rostros de las personas a mi alrededor e imaginarme cómo será su vida. A qué se dedicarán, si tendrán familia, si vivirán solos y, sobre todo, cómo será su vida sexual. Llamadme morbosa si queréis, pero es bastante más divertido que leer los periodicuchos gratuitos que reparten o “El Código Da Vinci”, que se conoce que lo entregan al renovar el Abono Transportes.

Bueno, el caso es que me puse a mirar a la gente y estaban todos: el ejecutivo ambicioso que va pensando en que putada les va a hacer a sus compañeros para medrar en su asqueroso y rutinario curro, con maletín, traje barato y corbata de colores chillones; el estudiante alternativo de mercado de Fuencarral con su terno verde, sus zapatillas de “andar” (aunque lo llamen trekking y que, yendo en Metro resulta curioso), sus vaqueros desgastados de bajos rotos, su pelo imposible y su mirada vacía; la maciza con su traje de chaqueta y falda-rodillera-por-encima-de-la-rodilla haciendo como que no se da cuenta de la lascivia con la que es descaradamente observada por la sección masculina del vagón, camino de su trabajo de comercial o de departamento de recursos humanos; el inmigrante ilusionadísimo por la nueva jornada de catorce horas que le espera, pero, eso sí, le pagan más o menos cada mes; la señora con niño, que dejará a éste en el colegio antes de dirigirse a su muy administrativo puesto de trabajo y que va seguramente pensando en las dos lavadoras que le esperan cuando regrese a casa y en algún marido enfadado porque la cena esté sin hacer; el intelectual de “Todo a Cien” que va leyendo el “Ulises” de Joyce con gesto de no entender una palabra y la mano en la barbilla como si estuviera presentando el libro él (va sentado, no podía ser de otra forma); la mujer JASP (joven-aunque-sobradamente-preñada), irritada porque nadie le cede su asiento, lo que provoca en mí una cierta cantidad de cólera que hace que apriete los labios para no decir nada; el par de coetáneas de la señora a la que deje atrás en el andén al subir, de estética clónica y charlando animadamente sobre como está la juventud hoy en día; la pareja de veinteañeros enfrascados en una discusión filosófico-metafísico-absurda, vestidos totalmente de negro y provocando el mal disimulado interés de la docena de personas que les rodean (algunos incluso intervienen a veces), con sus carpetas y mochilas de estudiantes matriculados aunque no quede claro su aprovechamiento y su vehemencia joven; el póquer de bobos de granujienta pubescencia (¿quién dijo que las pajas no producían granos?), hablando de la maciza del traje chaqueta...

En fin, la fauna diaria que si la multiplicas en su variedad por diez, abarrotan cada tren de la línea que suelo coger. Y en esas prospecciones estaba yo, cuando le vi. Estaba de pie, con la espalda pegada a la puerta y solamente otra persona separándonos. Reparé en él porque me mantuvo la mirada, entre curioso y divertido, hasta hacerme bajar la mía primero. Después, cuando volví a levantarla, me fijé más. Llevaba un traje de tres piezas gris marengo, caro, de los que no se suelen ver en el transporte público, camisa blanca y corbata color vino (tinto, claro). No era guapo, pero tenía una seguridad en la mirada que hacía olvidarse instantáneamente de su nariz un poco más grande de lo canónico, sus labios finos y su mandíbula algo “blanda”. Los ojos grises; el pelo, un poco más largo de lo habitual, cuidado. La frente amplia y la piel limpia terminaban por conformar el retrato. De cuerpo era bastante normal, un poco más alto que yo –mido algo más que la media femenina- por lo que rondaría el metro ochenta, delgado sin exagerar y elegante. El traje le sentaba francamente bien.

Un par de estaciones después, se produjo el habitual trasvase de gente sale - entra gente y quedamos juntos, conmigo dándole la espalda, pero corriendo el aire en medio de nosotros. Estábamos un poco lejos como para tener un contacto que yo, ya en aquel momento, deseaba, procurando que no se me notase. Al fin y al cabo, algo de pudor todavía me queda. Me pareció, no sé por qué, que a él también le apetecía ese contacto, pues me di cuenta como sólo una mujer puede hacerlo de que me evaluaba con la mirada recorriendo mi cuerpo con los ojos. Por su expresión adiviné que le gustaba lo que veía. Si este fuera mi primer relato (aparte de haberlo dicho al principio) os contaría que, no pudiendo resistirme, aproveché la primera ocasión que tuve, el primer frenazo brusco, para palpar la entrepierna del desconocido descubriendo en este simple acto lo maravillosamente dotado que estaba el que en la próxima estación sería mi amante. Como no es el primer cuento que escribo, os diré que sustituí el habitual pensamiento sobre como sería su vida sexual, por el bastante menos habitual sobre como sería follármelo sin contemplaciones. Y en esas andaba cuando tras entrar aún más gente en el vagón, nuestros cuerpos terminaron apretados contra la puerta opuesta a la entrada y salida de viajeros.

Podía notar perfectamente en mi espalda como subía y bajaba su pecho con cada inspiración, e incluso adivinar su aliento justo en la raíz de mi pelo, en mi nuca. La verdad es que la situación no era en absoluto incómoda aunque si lo hubiera sido, tampoco hubiéramos podido hacer otra cosa por lo apretujados que estábamos.

Su mano se apoyó con descaro en mi cadera y levemente empezó a acariciármela aprovechando cada vaivén del tren. En un primer momento, pensé en girarme bruscamente y darle una bofetada, pero por un lado, no podía estar segura de que no hubiera sido un roce causal y por otro, tampoco había sitio como para hacer piruetas innecesarias.

Poco a poco, el contacto de su mano se fue haciendo más intenso y evidente hasta que llegó un momento en el que dejé de pensar en abofetearle. Me gustaba la sensación de notar sus dedos en mi cadera y me excitaba tanto lo público del lugar como la posibilidad de que las personas de alrededor se dieran cuenta. Entonces él dejó de acariciarme y apartó la mano.

Esa pequeña caricia había aumentado el ritmo de mi respiración. Paseé la mirada por el vagón buscando algún gesto o algo que me hiciera pensar que alguien se había percatado de lo sucedido. Pero no. Los dos jóvenes seguían discutiendo amigablemente y el corrillo de interesados a su alrededor había crecido un tanto. El resto de pasajeros mantenían sus miradas fijas en nada.

Entonces volví a sentir su mano. En esta ocasión, el muy cerdo me estaba tocando el culo con el mayor de los descaros. No era el dorso de la mano lo que rozaba mis nalgas, ¡podía sentir las yemas de sus dedos! Un desconocido estaba haciéndome algo que en ese lugar, en cualquier otro momento me habría puesto furiosa. Pero lo cierto es que me estaba encantando. Notaba como con los dedos, despacio, iba recorriendo toda mi trasera anatomía lo que conseguía que me fuera calentándome cada vez más. Pronto, muy pronto para mi gusto, pasó a recorrer a través de la falda porciones cada vez más grandes y yo levanté un poco las caderas para facilitarle el “trabajo”.

No os he dicho que llevaba puesta una de mis faldas preferidas, una verde oscuro de punto que se me ajustaba bastante. No muy corta, un poco por encima de la rodilla, pero deliciosamente flexible y cómoda. Arriba llevaba una blusa blanca muy sencilla de puños abiertos y cuello mao y una chaqueta de loneta de color a juego con la falda.

Al notar que subía las caderas, el desconocido interpretó correctamente que me gustaba aquel juego y comenzó a sobarme más descaradamente. Yo seguía buscando alguna señal entre la gente que continuaba llenando el tren pero nadie parecía darse cuenta. Poco a poco, las calientes oleadas que, como lava, me recorrían por dentro desde hacía un rato se concentraron en la parte baja de mi cuerpo. El extraño, ya sin ningún disimulo, se agachó casi imperceptiblemente e intentó meter la mano por debajo de la falda. Me giré algo para darle a entender que no quería continuar con aquello pero al notar sus dedos en la parte interna de los muslos, le dejé hacer. Él comenzó a acariciarme suavemente esa zona tan sensible y fui más consciente todavía del calor que me estaba invadiendo por completo.

Me sentía mojadísima, no diría que más que nunca, que tampoco mi vida sexual, aunque exigua, ha sido tan lamentable como para que semejantes caricias lleguen a esos extremos, pero lo cierto es que entre las manos del tipo este y el morbo añadido por la situación me estaba excitando mucho.

Introdujo la mano bajo la blusa y cubriéndose con la chaqueta acarició mis pechos. Debió apreciar la dureza de mis pezones y fue dándoles pequeños pellizcos a través del sujetador. No se atrevió a desabrocharlo, cosa que agradecí, ya que sentía una mezcla de vergüenza y excitación que peleaban por salir victoriosas. Ganó la excitación, así que me atreví a poner mi mano sobre la suya para dirigir sus caricias. Fue poco a poco recorriendo mi pecho, primero llenando su mano izquierda y después dando vueltas alrededor del pezón con el dedo. La temperatura, el rubor de mis mejillas que notaba ardiendo y mis ansias de más iban en aumento.

Tenía ganas de que llegara ya mi destino, aunque sólo fuera para comprobar si el desconocido me seguía y podíamos proseguir nuestro juego de una forma más interactiva y sin duda más placentera. Pero fue el trayecto más largo de mi vida. Y el más corto también, pues se me pasó enseguida.

Siguió acariciándome hasta llegar a las ingles y entonces advertí que pugnaba con mi ropa interior para dejar al aire mi ya por entonces anhelante sexo. Comenzó a acariciarlo, por fuera, recorriéndome los labios, alternativamente por fuera y por dentro mientras que eran mis propias bragas las que rozaban el clítoris, hinchadísimo, proporcionándome un placer muy intenso. Alcé más las caderas, pidiéndole una penetración que sabía imposible para su miembro, que quise imaginar enhiesto y durísimo. Él respondió introduciéndome el dedo, despacio, como con miedo a hacerme daño, cosa harto imposible dado lo caliente que ya estaba, pero agradecí el detalle. Me pegué más a su entrepierna y descubrí que mi idea de cómo sería su virilidad se ajustaba bastante a la realidad. Empezó a meter y sacar el dedo con cada vez más confianza y no pude evitar que se me escapara un leve gemido ahogado. Supongo que las personas de mi alrededor lo interpretaron como fruto de la presión humana a la que todos nos estábamos viendo sometidos, porque ni dijeron ni hicieron nada.

El anónimo silencioso seguía acariciándome y masturbándome sucesivamente con sus dedos, cada vez más rápido y mis piernas temblaron anticipando un éxtasis sexual que sabía muy próximo. A punto estuve de caer al suelo en pleno y placentero enardecimiento orgásmico. Finalmente, mordiéndome los labios para silenciar cualquier sonido delatador, el placer inundó todo mi cuerpo sometiéndome íntegramente al disfrute absoluto, a la culminación total, al vértice de la sensación.

La verdad es que hubiera sido todo un espectáculo verme en el suelo, abierta de piernas, con la falda levantada y las bragas retiradas, empapada y con la laxitud muscular que siempre sucede al orgasmo. Pero lo comprometido de semejante numerito y el vagón aún atestado de gente me ayudaron a rehacerme.

Casi inmediatamente llegó mi estación, miré hacia atrás buscando complicidad en los ojos del extraño pero sólo estaba la puerta trasera del vagón, mi amante furtivo hacía ya algún tiempo que se había bajado. Necesito más sexo –pensé. Y urgentemente.